– Quiero que lady Báyton y Nyssa de Winter me acompañen hasta el momento de la ejecución -dijo acariciando la lisa superficie-. Kate y Bessie, no tenéis que venir si no queréis, aunque sé que no os negaríais si os lo pidiera. Ahora, ayudadme, por favor.
Las tres jóvenes la ayudaron a arrodillarse. Cat apoyó la cabeza sobre el bloque de madera y se dijo que no era tan desagradable como había imaginado y que todo pasaría tan deprisa que apenas se daría cuenta. Repitió la operación unas cuantas veces y finalmente se puso en pie.
– Llamad a sir John y decidle que vamos a cenar -ordenó-. Quiero ternera asada, tarta de pera con crema de Devon como postre y una botella del mejor vino de las bodegas de su majestad.
El condestable les envió bandejas repletas de gambas cocidas con vino blanco, capón con salsa de limón y jengibre, la ternera que Catherine había pedido, alcachofas asadas con mantequilla y limón, pan, mantequilla y queso y, como postre una enorme tarta de pera cubierta de crema. Aunque bebieron mucho, no se emborracharon y pasaron toda la noche recordando los tiempos en que eran damas de honor de Ana de Cleves y haciendo llorar de risa a lady Bayton con sus historias.
Cuando quisieron darse cuenta, ya eran las seis de la mañana. Las doncellas trajeron una bañera y las damas ayudaron a Cat a bañarse y a ponerse un vestido de terciopelo negro con sobrefalda de satén negro y dorado al que habían arrancado el cuello. Le recogieron el cabello en un moño alto y le calzaron un par de zapatos de punta redonda. No llevaba joyas.
Todas vestían de negro. Lady Bayton se cubría la cabeza con una caperuza bordada con cuentas de oro y perlas y Kate y Bessie se tocaban con sendas cofias de terciopelo adornadas con perlas y plumas de garceta. Nyssa se recogió el cabello en una redecilla dorada, como le gustaba a Cat.
El que había sido confesor de Cat mientras ésta todavía era reina de Inglaterra acudió a escuchar su última confesión. Ambos se encerraron en la habitación y salieron al poco rato. En ese momento llamaron a la puerta y Nyssa cedió el paso a todos los miembros del Consejo excepto el duque de Suffolk, que había caído enfermo la noche anterior, y el duque de Norfolk, que a última hora se había sentido incapaz de presenciar la ejecución de su sobrina.
– Ha llegado la hora, señora -dijo el conde de Southampton.
A Nyssa el corazón le dio un vuelco y el pulso se le aceleró, pero se tranquilizó cuando vio que Cat se disponía a obedecer.
– Estoy lista -dijo antes de abandonar la habitación seguida por el Consejo, sus cuatro damas y su confesor.
Lady Rochford les esperaba en la sala de ejecuciones y las muchachas contuvieron la respiración al verla, iba mal vestida y despeinada, sus ojos brillaban salvajes y desorbitados y balbuceaba incongruencias.
Cuando se preguntó a Catherine si deseaba decir algo antes de morir, la joven contestó así:
– Yo, Catherine Howard, pido a todos los buenos cristianos de este país que aprendan del castigo que estoy a punto de recibir por haber ofendido a Dios cuando era una niña, por haber faltado a la promesa de fidelidad que hice a mi marido cuando me casé con él y por haber traicionado al rey. Considero que merezco ser castigada con la muerte y estaría dispuesta a morir cien veces si así pudiera limpiar mis pecados. Os suplico que me tengáis presente como ejemplo de cómo terminan las mujeres malas y perversas como yo, que enmendéis vuestra conducta y que obedezcáis a su majestad, el rey Enrique Tudor. Dicho esto, me encomiendo a Dios y le entrego mi alma.
Lady Bayton y Nyssa ayudaron a Catherine a subir los escalones que la separaban del tajo, que había sido colocado sobre un montón de paja. El verdugo la esperaba dispuesto a cumplir su misión y Nyssa no pudo evitar preguntarse si el hombre que se escondía bajo la capucha sentiría remordimientos.
Catherine Howard sonrió a su verdugo y, siguiendo la costumbre, le entregó una moneda de oro.
– Os perdono, señor.
Dicho esto, se volvió hacia Bessie y Kate, que sollozaban desconsoladas, les envió un beso de despedida y les dio las gracias por haber permanecido a su lado hasta el final.
– Nunca olvides que eres una mujer muy afortunada, Nyssa -dijo a su amiga estrechándola entre sus brazos-. Sé buena con Varían y trata de perdonar a mi tío. Estoy lista, señor -añadió dirigiéndose al verdugo.
Nyssa y lady Bayton ayudaron a Catherine a arrodillarse. La joven miró al cielo, rezó una breve oración, se santiguó y se inclinó sobre el tajo con los brazos en cruz. El verdugo le seccionó el cuello de un fuerte hachazo y la cabeza de Cat rodó hasta caer en un cesto.
Nyssa no fue capaz de apartar la mirada del hacha, que tardó una eternidad en descender, a pesar de lo breve de la ejecución. Un segundo después Catherine Ho-ward había dejado de existir. Aunque sabía que estaba muerta, le pareció oír su voz alegre y melodiosa llamándola y miró alrededor como buscándola. Lady Bayton la tomó del brazo y la ayudó a descender del cadalso mientras los guardias envolvían el cuerpo sin vida de Catherine en una manta negra y lo metían en un ataúd.
Kate Carey y Bessie Fitzgerald corrieron a refugiarse en brazos de lady Bayton mientras Nyssa miraba alrededor, todavía desconcertada. Allí estaban los miembros del Consejo, sir John Gage y un destacamento de alabarderos de la Casa Real. También había un grupo de personas a quienes no había visto nunca: eran los testigos a quienes la ley obligaba a presenciar la ejecución. Nyssa bajó los ojos y descubrió que una fina capa de hielo cubría el suelo de la sala de ejecuciones. Había llegado el momento de dar muerte a Jane Rochford, pero Nyssa no levantó la mirada; no quería presenciar dos ejecuciones en un solo día. El silbido cortante del hacha balanceándose en el aire antes de caer sobre el cuello de la dama le indicó que todo había terminado.
Cuatro guardias cargaron con el ataúd de Catherine Howard y lo llevaron a la capilla de San Peter ad Vincula, donde debía ser enterrada junto a su prima Ana Bolena. Las cuatro mujeres entraron en la oscura capilla, escucharon las oraciones que el confesor de Cat pronunció y, cuando hubo terminado, salieron en silencio pasando de largo frente al ataúd de Jane Rochford, que iba a ser enterrada en un oscuro rincón de la misma capilla. Una vez fuera, la débil luz del sol que se filtraba a través de los espesos nubarrones grises que cubrían el cielo las deslumhró. Lord Bayton se unió a ellas y rodeó los hombros de su esposa con un brazo.
– Vamonos de aquí -dijo-. Es hora de regresar a casa y la barca espera. Lady Nyssa, me temo que no podéis acompañarnos -añadió con una sonrisa-. Ese caballero desea hablar con vos.
Nyssa se volvió hacia donde lord Bayton señalaba y contuvo la respiración. Quiso gritar pero la voz se negaba a salir de su garganta.
– ¡Varían! -exclamó finalmente corriendo a abrazarle. Estaba muy pálido y ojeroso pero sonreía y también corría hacia ella. Varían de Winter estrechó a Nyssa entre sus brazos y la besó. Cuando se separaron descubrieron que los dos estaban llorando.
– Creí no volvería a verte nunca más, querida. ¡Pero por fin estoy libre! Podemos regresar a Winter-haven con nuestros hijos cuando quieras.
– Pero ¿cómo…? -sollozó Nyssa.
– No tengo ni idea -confesó Varían-. He pasado dos meses encerrado en una mazmorra sucia, fría y oscura desde que me dijeron que estaba acusado de cómplice de la reina y encubridor y que todas mis posesiones iban a ser confiscadas. Esta mañana sir John Gage me ha dicho que el rey había reconocido que había cometido un error conmigo, que iba a ser puesto en libertad y que me iban a ser devueltas las tierras. Debía presenciar la muerte de Catherine y después podía marcharme en paz. Vamonos de aquí; nuestra barca espera en el embarcadero -añadió tirando de Nyssa.
El arzobispo, pensó Nyssa. Estaba segura de que Thomas Cranmer, como hombre justo que era, había convencido al rey de que se había cometido una gran injusticia con Varían de Winter. Tomó del brazo a su marido y le siguió hasta el embarcadero, donde Toby y Tillie les esperaban muy sonrientes. Se detuvieron en White-hall y una hora después estaban listos para partir hacia Riveredge. Mientras sus criados preparaban el equipaje, Nyssa y Varían se despidieron de Thomas Howard.
– ¿Cómo se comportó nuestra Catherine? -preguntó el duque.
– Habríais estado orgulloso de ella -respondió Nyssa-. Ni yo misma habría sido la mitad de valiente.
– Supongo que no volveré a veros por palacio…
– Me temo que no -contestó su nieto-. Pero sabes que puedes contar conmigo si me necesitas, abuelo. Thomas Howard, dejad de lado vuestro maldito orgullo y atreveos a pedir ayuda cuando la necesitéis -le regañó cariñosamente.
– Lo haré -prometió el duque, que, como el rey, empezaba a sentirse viejo y cansado-. ¿Y tú, jovenci-ta? -preguntó volviéndose hacia Nyssa-. ¿También estás dispuesta a venir a ayudarme?
– Sí, abuelo -contestó ella tras meditar su respuesta-. Vendré encantada.
– Entonces, ¿me has perdonado?
– Una vez os acusé de haberme robado mis sueños, Tom Howard. Ha pasado más de un año y me he convertido en una mujer madura y responsable. Ahora me doy cuenta de que me disteis lo que más deseaba. Os perdono por lo que me hicisteis, pero nunca os perdonaré por haberle destrozado la vida a Cat.
– Comprendo -murmuró el duque.
– Adiós, abuelo -añadió Nyssa poniéndose de puntillas y besándole en la mejilla.
Nieto y abuelo se abrazaron y el duque salió de la habitación a toda prisa para evitar que los jóvenes vieran las lágrimas que nublaban sus ojos. Varian y Nyssa abandonaron palacio sin despedirse del rey. Era el lunes 13 de febrero de 1542. Con un poco de suerte, llegarían a Riveredge a tiempo para celebrar el cumpleaños de los gemelos. El tiempo fue tan bueno que alcanzaron el valle del río Wye antes de lo previsto. «Estamos llegando, estamos llegando» parecía repetir el repiqueteo de los cascos de los caballos sobre el camino cubierto de nieve.
– Estamos a punto de llegar a tu casa -dijo Varian-. Hemos salido de palacio tan precipitadamente que hemos olvidado traer un regalo para los niños. Hace tanto tiempo que nos fuimos que no nos reconocerán.
– Afortunadamente son muy pequeños y pronto olvidarán que una vez estuvimos separados durante seis meses -repuso Nyssa-. Cuando sean lo bastante mayores para comprenderlo se lo explicaremos todo como si fuera un cuento. Y en cuanto al regalo, ya me he ocupado de eso ^añadió esbozando una sonrisa enigmática.
– ¿Tienes un regalo para los gemelos? -se sorprendió Varian-. ¿Cuándo…?
– Si mis cálculos son correctos, fue el pasado otoño, antes de que el rey enviara a Cat a Syon -respondió la joven colgándose del cuello de su marido-. He estado tan atareada ocupándome de ella todo este tiempo que no me di cuenta hasta hace unos días. ¡Estoy embarazada! ¡Edmund y Sabrina tendrán un hermani-to a principios de agosto!
– Y éste es el niño que, según tú, debe llamarse Enrique, ¿no es así?
– Ahora ya no me parece una buena idea -repuso Nyssa negando con la cabeza-. El rey se ha portado muy mal últimamente. Además, hay demasiados Enriques en Inglaterra. Pensándolo bien, no es un nombre muy original.
– ¿Y cómo sabes que es un niño? Podría ser una nina.
– Es un niño -aseguró ella-. Soy su madre y lo sé. Heredará mis tierras de Riverside y será un caballero rico y respetado.
– ¿Y puedo saber cómo se llamará?
– Thomas, por supuesto. ¡Mira, Varían! -exclamó-. ¡Hemos llegado a Riveredge! ¡Ahí están papá y mamá con los gemelos! ¡Dios mío, han crecido tanto que apenas les reconozco! Varían, prometo que no volveré a separarme de mis hijos.
Varían de Winter miró a su esposa y la abrazó con fuerza. Nunca la había querido tanto como ahora.
– El amor no ha pasado de largo por nuestro lado, Nyssa -dijo-. Cada día doy gracias a Dios por ello.
– ¿Por qué has dicho eso?
– ¿El qué?
– Que el amor no ha pasado de largo por nuestro lado.
– No lo sé. Se me acaba de ocurrir.
En ese momento el coche se detuvo y Nyssa abrió la portezuela y corrió a abrazar a sus hijos. «El amor no ha pasado de largo por tu lado, Nyssa», había dicho Cat unos días antes. Que Dios te acompañe, Cat rezó. Ojalá encuentres en Él el amor que nadie supo darte aquí. Sonrió a su familia, tomó a sus hijos en brazos y miró a Varían a los ojos. Tenía razón: eran muy afortunados y debían agradecer a Dios que el amor no hubiera pasado de largo por su lado.
EPÍLOGO
Después del fracaso de su matrimonio con Cathe-rine Howard, Enrique VIII no deseaba volver a casarse pero el Consejo logró convencerle de que debía seguir intentando tener descendencia. Aunque todos sabían que el rey no tendría más hijos, el 12 de julio de 1543, diecisiete meses después de la muerte de Catherine Howard, Enrique Tudor contrajo matrimonio con Kathe-rine Parr, la viuda de lord Latimer. A pesar de que la sexta esposa de Enrique Tudor estuvo a punto de caer por las luchas entre los poderes religiosos que luchaban por hacerse con la Iglesia de Inglaterra, sobrevivió a su esposo, que murió el 28 de enero de 1547. Fue una esposa fiel y cariñosa y consiguió que la familia de su marido olvidara sus diferencias y que devolviera el título de princesas a sus hijas María y Elizabeth.
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