– Me temo que os equivocáis, Hans -replicó Nyssa-. Mi madre asegura que el rey prefiere las mujeres cultas, inteligentes e ingeniosas aficionadas a la música, la danza y los juegos de cartas. La belleza no lo es todo para él, aunque le gustan las damas hermosas.

– Entonces mi señora está condenada a caer en desgracia -suspiró Hans, apesadumbrado-. Lady Ana no es hermosa y no sabe música. Tampoco baila ni sabe jugar a las cartas porque esos frivolos pasatiempos están prohibidos en la corte de su hermano.

– ¡Vaya por Dios! -se lamentó Nyssa-. ¿Qué le ocurrirá a la pobre dama cuando el rey descubra que no es como él espera? Hans, debéis enseñarme algo de alemán para que pueda ayudar a su majestad a aclimatarse a nuestro país y nuestras costumbres -pidió.

¡Qué muchacha tan bondadosa!, se dijo Hans. Ninguna de las damas que había conocido se había molestado en averiguar cómo podían hacer la estancia de su majestad en Inglaterra más agradable. ¡Desde luego que iba a ayudar a Nyssa Wyndham! Llevaba viviendo en palacio tiempo suficiente para saber que a su señora no le iba a resultar fácil adaptarse a la corte de Enrique Tudor. Había crecido en un ambiente tan estricto y represor que no iba a saber cómo comportarse.

– Os enseñaré mi idioma, señora -prometió-. ¿Conocéis otras lenguas?

– Sé algo de francés y latín -contestó-. Y también leo un poco de griego. Crecí en el campo y no he recibido una educación muy esmerada.

– ¿Qué otras cosas sabéis hacer?

– Sé sumar, leer y escribir y un poco de historia

– respondió Nyssa-. Los idiomas se me dan bien, pero las sumas… Mamá insistió en que una mujer debe saber de cuentas para que las criadas y los comerciantes no la estafen.

– Vuestra madre parece una mujer muy práctica

– rió Hans-. En Cleves nos gustan las mujeres prácticas. Mi señora Ana también es una mujer práctica.

– Tendrá que utilizar todos sus encantos ocultos cuando se dé cuenta de que el rey está decepcionado. ¡Pobrecilla! Sólo es una joven que viene a un país extraño para casarse con un hombre a quien no conoce. ¿Creéis que le costará aprender inglés?

– Lady Ana es una mujer muy inteligente -aseguró su amigo-. Aunque al principio será duro para ella, sé que acabará gustándole Inglaterra y sus costumbres desinhibidas. Mi tío la conoce bien y afirma que es una mujer alegre y animosa a quien la corte de Cleves le resulta opresiva. Las virtudes más apreciadas allí son la docilidad y la modestia.

– Me temo que no va a tener más remedio que cambiar su rígida mentalidad alemana si quiere sobrevivir aquí -rió Nyssa-. No son éstas las cualidades más valoradas aquí.

– Vuestro rostro es todavía más bello cuando sonreís -dijo Hans muy serio-. Siento ser tan joven y venir de una familia demasiado humilde para casarme con la hija de un conde, pero espero que podamos ser amigos.

La franqueza con que el joven había hablado sorprendió a Nyssa, que consiguió esbozar una sonrisa.

– Claro que podemos ser amigos -aseguró-. Venid, os presentaré a mi familia. Me gustaría que enseñarais algo de alemán a mis hermanos. Después de todo, ellos también estarán al servicio de la princesa…, quiero decir la reina -se corrigió-. Debo acostumbrarme a llamarla majestad y a tratarla como tal.

– Vamos -contestó Hans ofreciéndole el brazo-. Os acompañaré al interior del palacio. Se está levantando un viento muy frío y no deseo que os pongáis enferma. No me gustaría que pusieran a otra en vuestro lugar.

– Tenéis razón -asintió Nyssa-. Lady Browne ha tratado de deshacerse de mí esta mañana, pero estoy decidida a quedarme y servir a su majestad con la lealtad que merece.

Cuando Nyssa regresó al salón, comprobó que su tía seguía conversando animadamente con lady Marlo-we y que ni siquiera había advertido su ausencia. Les presentó al paje del embajador de su majestad y lady Marlowe, que al parecer ya le conocía, se apresuró a corregir a la joven.

– Barón Von Grafsteen, querida lady Nyssa -dijo esbozando una sonrisa demasiado amplia y forzada-. ¿Verdad, señor?

Hans asintió de mala gana. Odiaba ser barón, un título que había heredado de su padre cuando éste había muerto hacía dos años dejando sólo un hijo, y a menudo deseaba que hubiera llegado acompañado de algo de dinero.

– Hans va a enseñarme alemán -declaró-. ¿Sabíais que lady Ana no habla otro idioma? Tomaré lecciones cada día hasta que su majestad llegue. Supongo que le gustará tener a alguien con quien hablar. ¿A ti qué te parece, tía Bliss?

– Una idea excelente -aprobó su tía, complacida. Apostaba a que a ninguna de las otras damas se le había ocurrido aprender el idioma de la reina.

El conde de Marwood regresó acompañado por lord Marlowe y su joven hijo. Hans von Grafsteen les fue presentado y enseguida se hizo amigo de los muchachos. Tanto sus tíos como sus primos y hermanos parecían moverse por palacio como peces en el agua, pero Nyssa se sentía desplazada. Estaba pensando que quizá con la llegada de la reina volvería a sentirse útil cuando advirtió que estaba siendo observada. Levantó los ojos y descubrió que un caballero joven y bien vestido la miraba fijamente. Avergonzada, sus mejillas empezaron a arder.

– ¿Quién es ese caballero? -murmuró tirando de la manga del vestido de lady Marlowe tímidamente.

– ¡Dios mío! -exclamó la dama volviéndose hacia donde Nyssa señalaba y enrojeciendo violentamente-. ¡Es el conde de March! Es nieto de Norfolk, aunque procede de la rama bastarda de la familia. ¡Es un mujeriego incorregible y un malvado! No debes mirarle; ninguna dama respetable desea ser vista en compañía de Varian de Winter.

– Pues a mí me parece muy guapo -murmuró Nyssa-. Y no tiene aspecto de villano.

– Sí que es atractivo -admitió lady Marlowe-, pero también es un hombre peligroso. Sé de buena tinta que… -añadió bajando la voz para que sólo Bliss pudiera oír sus palabras.

– ¡Qué me dices! -exclamó ésta llevándose una mano a la boca, escandalizada.

– ¿Por qué habláis en voz tan baja? -preguntó Nyssa con retintín-. ¿No deseáis que escuche lo que decís?

– Eres demasiado joven, Nyssa -respondió su tía.

– Sin embargo soy lo bastante mayor para casarme -insistió la joven.

– Hay cosas para las que una mujer nunca es bastante mayor y ésta es una de ellas -replicó Bliss dando la discusión por finalizada.

Las dos mujeres reanudaron su conversación y Nyssa robó otra mirada a Varian de Winter, quien se encontraba hablando con otro caballero y no advirtió que estaba siendo espiado. Su cabello era oscuro y su rostro le recordaba al de un halcón. Se encontraba distraída preguntándose de qué color serían sus ojos cuando él se volvió y la sorprendió mirándole abiertamente. Sin pensárselo dos veces, se llevó un dedo a los labios y le mandó un beso mientras esbozaba una sonrisa traviesa. Nyssa contuvo un grito y se volvió de espaldas. ¡El muy descarado! ¿Qué se había creído? No se atrevía a mirarle pero sentía que las mejillas volvían a arderle y que el cabello de la nuca se le erizaba.

A partir de aquel día Nyssa acudió a Hampton Court cada mañana después de asistir a misa y lady Browne le presentó a las damas de más edad escogidas para servir a la reina. Dos de ellas, lady Margaret Douglas y la marquesa de Dorset, eran sobrinas de Enrique Tudor. La duquesa de Richmond también estaba emparentada con la familia real, ya que estaba casada con Enrique, el hijo bastardo que el monarca había tenido con Eliza-beth Blount. También estaban la condesa de Hert-ford, la condesa de Rutland, lady Audley, lady Rochford, lady Edgecombe y otras sesenta damas de categoría inferior. Nyssa también conoció al conde de Rutland, el nuevo chambelán de la reina, a sir Thomas Denny, su secretario personal y al doctor Kayne, el amable fraile que iba a ser su confesor.

Entre las muchas candidatas a damas de honor, sólo las hermanas Basset, Katherine y Ana, hijas de lord Lisie, gobernador de Calais, y Nyssa Wyndham tenían su puesto asegurado. La lista de solicitudes era interminable y lady Browne imaginaba que la reina traería consigo a sus propias damas. Muchas de ellas no tardarían en regresar a Cleves y las jóvenes inglesas ocuparían sus puestos, pero aún así no habría sitio para todas. La competencia era tan feroz que la presencia en la corte de una muchachita desconocida como Nyssa empezaba a levantar suspicacias.

Cuando los comentarios maliciosos llegaron a oídos del rey, Enrique Tudor se apresuró a cortar de raíz las habladurías llamando a Nyssa a su presencia. La joven se apresuró a acudir a su llamada y se arrodilló a sus pies como la subdita fiel y obediente que era.

– Levantaos, lady Nyssa -dijo el rey ayudándola a ponerse en pie y besándola en las mejillas-. Me alegro de que hayáis llegado sana y salva. ¿Qué os parece mi corte? ¿Habíais visto alguna vez un palacio como éste?

– No, majestad -contestó Nyssa-. Lady Browne me está enseñando todo cuanto debo saber para servir a nuestra nueva reina con eficacia y también estoy aprendiendo alemán.

– ¿No os parece una criatura tan deliciosa como su madre? -preguntó el rey, radiante de alegría-. ¿Recordáis a Blaze Wyndham, mi pequeña campesina? Aquí tenéis a su hija, lady Nyssa Catherine Wyndham. Yo mismo la he escogido para servir a la reina Ana y he prometido a su madre protegerla de todo peligro. ¡La buena de Blaze no quería dejar volar a su pajarillo fuera del nido! Ahora volved con lady Browne y seguid trabajando tan duro como hasta ahora -añadió acariciando una mano a Nyssa, que se apresuró a obedecer.

– Vaya, vaya -murmuró lady Rochford al oído de lady Edgecombe-. El rey ha dejado muy claro que nadie le quitará su puesto a. la hija de su amante.

– Eso parece -contestó lady Edgecombe-. Lady Browne no debe haber saltado de alegría precisamente. Sólo hay sitio para doce damas y por lo menos la mitad de ellas vendrán de Cleves con la reina. Y ahora el rey ha decidido ayudarla escogiendo personalmente a otras tres.

– Lady Nyssa Wyndham y las hermanas Basset

– adivinó lady Rochford-. Ana fue dama de la reina Jane y Katherine ha servido a la duquesa de Suffolk, pero ¿qué méritos ha hecho esta jovencita? Está aquí sólo porque su madre hizo pasar un buen rato a nuestro rey hace más de quince años. ¿Creéis que su majestad quiere probar también a su hija? -siseó al oído de su amiga.

– ¡No seáis ridicula! El rey Enrique está a punto de casarse por tercera vez y está enamorado del retrato de la nueva reina. Además, lady Nyssa es una chiquilla. ¡Podría ser su hija!

– La nueva reina también podría ser su hija -replicó lady Rochford-. Sólo es cinco años mayor que la princesa María.

– Sois una imprudente por expresar esos pensamientos en voz alta. Deberíais estar satisfecha por haber recuperado vuestro lugar en la corte después de lo ocurrido a vuestra familia.

– Se trata de mi familia política, y además soy viuda -se defendió lady Rochford-. Os recuerdo que mi madre era pariente directa del rey, aunque hoy día ser pariente de Enrique Tudor no es ninguna garantía.

– El día menos pensado os cortarán la cabeza, Jane

– exclamó lady Edgecombe muy pálida-. Y en cuanto a lady Nyssa Wyndham, el rey ha mantenido su amistad con su madre y, según lady Browne, la muchacha es una heredera.

– Así que aparte de belleza, la niña tiene algo más. De todas maneras, el privilegio de servir a la reina corresponde a las hijas de las familias más nobles. Ha sido así desde antes del reinado de Jane Seymour -añadió.

Se refería a su cuñada Ana Bolena. El matrimonio de Jane Rochford con George, hermano de la segunda reina de Inglaterra, había sido muy desgraciado pero Ana Bolena adoraba a su hermano y no había hecho nada para ayudarla. Finalmente Jane se había vengado de ellos y volvía a gozar del favor del rey. Lady Rochford esbozó una sonrisa malévola y observó a Nyssa Wyndham con atención. La muchacha era joven, rica y bonita pero hacían falta otras cualidades para sobrevivir en la corte. Tendrás que ser inteligente y astuta, pequeña, se dijo. Muy inteligente.


Finalmente lady Browne escogió a las seis damas de honor que debían servir a la reina: Ana y Katherine Basset, Katherine Carey, hija de William Carey y María Bolena, Catherine Howard, sobrina del duque de Norfolk, Elizabeth Fitzgerald, hija menor del duque de Kildare y también conocida como la huérfana de Kildare, y Nyssa Wyndham.

– No tardaremos en enviar de vuelta a Cleves a las damas que la reina traiga consigo -había prometido el rey a lady Browne-. La reina de Inglaterra debe ser servida por muchachas inglesas, ¿no creéis, lady Margar et?

– Sí, majestad -se había apresurado a contestar lady Browne, cuyo humor había mejorado notablemente cuando el monarca le había asegurado que gozaría de total libertad para asignar los puestos de las damas que debían regresar a Alemania. De repente había dejado de importarle que Enrique Tudor la hubiera desautorizado escogiendo él mismo a las seis primeras damas.