Emma caminaba a su lado, intentando que no la afectara el calor que emanaba del cuerpo de Reyhan.

– ¿Cuántas mujeres han sido secuestradas y retenidas contra su voluntad?

Reyhan sonrió.

– Es una tradición consagrada para los jeques tomar aquello que admiran.

Qué reconfortante, pensó ella con ironía.

– ¿Entonces hay un harén en el palacio?

– Naturalmente.

Emma no supo si quería verlo o no. Un lugar donde las mujeres eran encerradas para ofrecerle placer a un único hombre… Aunque por lo que recordaba de sus lecturas, eran mujeres con mucho tiempo libre.

Miró a su marido y se preguntó cómo sería ser secuestrada por él. ¿Sería amable? ¿Exigente? Tembló sólo de pensarlo. El deseo que siempre amenazaba con salir a la superficie cuando él estaba cerca estalló de repente y la necesidad de tocarlo le invadió todo el cuerpo. Quería que la apretara contra él, que la besara y acariciara. Pero en vez de eso tuvo que conformarse con el roce ocasional de sus brazos.

– ¿Los hombres de Bahania tienen más de una mujer? -preguntó.

– No. Esa práctica murió mucho antes de que fuera legalizada. Los hombres no tardaron en darse cuenta de que hacer feliz a una sola mujer era trabajo suficiente.

– Nunca he entendido por qué la poligamia fue tan popular -dijo ella mientras salían a un jardín. Lo reconoció como el que había visto desde su balcón. Por donde Cleo y su marido habían paseado a solas-. Para una mujer sería muy fácil estar con más de un hombre por la noche, pero después de que los hombres… eh, lleguen al final, tiene que pasar un rato para que se recuperen.

Apenas lo hubo dicho cuando se dio cuenta de que pisaba terreno muy peligroso. ¿Realmente quería tener esa conversación con Reyhan?

Él la miró con expresión inescrutable.

– ¿Eso lo sabes por propia experiencia?

– No. Sólo lo he… oído.

– No se trata de placer -dijo él-. Se trata de los hijos. Una mujer sólo puede concebir cada nueve meses. En ese tiempo, un hombre puede fecundar a otras mujeres.

– Oh. Eso tiene sentido -dijo ella animadamente-. ¿Qué es eso? -preguntó, señalando una gran estatua blanca de un caballo encabritado.

– Un regalo del rey de El Bahar. Siempre hemos tenido unos lazos muy estrechos con nuestros vecinos.

– Sí, recuerdo haberlo oído..Reyhan la condujo por un estrecho sendero, flanqueado por exuberantes plantas y altos árboles que ofrecían sombra. Estaban a mediados de abril y la temperatura aún era agradable, pero Emma estaba segura de que en verano sería insoportable.

– Hemos llegado -dijo él, señalando una capilla pequeña pero exquisitamente decorada, agujas que apuntaban al cielo, vidrieras de colores y escalones de piedra que conducían a un interior fresco y oscuro.

Emma entró y al instante la recibió una sensación de paz. Media docena de bancos se alineaban a ambos lados del pasillo central. Delante, las vidrieras se extendían hasta el techo abovedado.

– Se trajeron artesanos especializados de Francia -le explicó Reyhan-. Estuvieron trabajando en secreto durante tres años. Mientras estuvieron aquí, entrenaron a canteros locales, quienes posteriormente incorporaron los diseños a sus propios trabajos.

Emma tocó los bancos de madera tallada. El acabado era macizo y brillante, trabajado hasta el último detalle. Un verdadero tesoro privado.

– ¿Se celebra algún servicio aquí? -preguntó.

– En las fiestas especiales. Emma reprimió el repentino deseo de asistir a una, sabiendo que para entonces ya estaría lejos de aquel sitio. Reyhan la llevó de vuelta al palacio y bajaron varios tramos de escaleras de piedra, hasta que Emma se convenció de que estaban bajo tierra.

– Recientemente hemos recuperado los tesoros desaparecidos hace tiempo -dijo, abriendo una pesada puerta de madera-. Cuadros, estatuas, joyas y muebles. Nuestros expertos están restaurando nuestra historia.

Le mostró un enorme tapiz que estaba siendo reparado por dos mujeres. La escena representaba a cuatro hombres galopando por el desierto. Sus expresiones eran intensas y feroces, y sus rostros vagamente familiares.

Emma miró a Reyhan y notó la semejanza en sus ojos y en su cuerpo.

– ¿Son parientes tuyos? -le preguntó.

– Antepasados. Este tapiz data del siglo XIII. Emma quería tocar la tela, pero sabía que podía dañarla.

Reyhan siguió enseñándole estatuas y muebles antiguos.

– Muchas de las piezas están por el palacio. Otras se exhiben en el museo de la ciudad, y algunas recorren el mundo en exposiciones temporales.

– No puedo imaginarme lo que debió de ser crecer aquí -dijo ella mientras salían del almacén y subían las escaleras.

– De niño no me interesaba mucho el pasado. Sólo era información que necesitaba para complacer a mis tutores.

– Sí, supongo. De niños no apreciamos lo que tenemos… a menos que lo perdamos.

– ¿Qué has perdido tú? -le preguntó él, mirándola.

Emma pensó en su infancia. Había recibido mucho amor, y demasiada protección.

– Creo que nada. Hablaba en general -miró a su alrededor por las inmensas estancias que iban recorriendo-. Mi casa entera podría caber en una sola de estas habitaciones. Tus hermanos y tú debisteis de pasarlo muy bien jugando al escondite por aquí.

– No se nos permitía jugar en las salas principales del palacio.

– Menos mal. Os podríais haber perdido durante días.

– Nuestros tutores nos habrían encontrado enseguida.

– ¿No fuiste a la escuela?

– No. Cuando cumplí once años, me enviaron a un colegio interno en Inglaterra.

Entraron en una enorme sala de estar. El techo estaba a una altura de tres pisos. Había postes de madera y el suelo era de mármol con enrevesadas incrustaciones. La luz entraba a raudales por los altos ventanales, y al fondo de la sala había un escenario.

– Mi apartamento ni siquiera tiene un recibidor – murmuró Emma, y volvió a preguntarse qué habría visto Reyhan en ella seis años atrás-. ¿Esos adornos son de oro?

– Sí, pero eso no tiene importancia.

– Quizá no para ti -dijo, girando lentamente en círculos. Aunque le diera pena pensarlo, había sido lo mejor qué Reyhan la abandonara. De ningún modo habría encajado ella en un lugar como aquél.

– ¿Hay otro hombre? -preguntó él bruscamente.

Emma se detuvo y lo miró.

– ¿Qué? ¿Quieres decir si estoy viendo a alguien?

Reyhan asintió.

– No. En estos momentos no estoy saliendo con nadie. Nunca se me han dado muy bien las citas, pero eso tú debes de saberlo mejor que nadie.

Los recuerdos de las tres noches que pasaron juntos tras la boda se infiltraron en su mente. Cómo la había tomado una y otra vez, y cómo había sido ella incapaz de nada, paralizada por el miedo.

Ahora las cosas serían diferentes, pensó con pesar. Ahora estaba segura de poder responder con el mismo deseo que él, incluso más. Pero un hombre tan interesado en el divorcio no podía sentirse físicamente atraído por la mujer a la que iba a dejar… por muy apasionados que fueran sus besos.

– Cuando te hayas divorciado, puedes cambiar eso -dijo él.

– Igual que tú -replicó ella, pero no quería imaginárselo con otra mujer-. Me da miedo pensar en lo que podría haber pasado -añadió para distraerse-. De verdad que no sabía que el matrimonio fuese real. Si hubiera ido en serio con alguien y hubiésemos querido casarnos…

– Me habría puesto en contacto contigo para hacerte saber que seguías casada.

– ¿Y cómo ibas a saber tú si estaba con otra persona?

El la miró sin responder, y ella lo supo.

– Me has estado siguiendo, ¿verdad?

– Al principio recibía informes mensuales -admitió él-. Y después cada año. Eres mi mujer. Es mi deber vigilarte.

Emma hizo sus cálculos. Como Reyhan no había sabido nada de su trabajo, el último informe debió de recibirlo antes del último verano, después de que ella se graduara pero antes de que empezara a trabajar en el hospital.

– Si hubiera sabido que seguíamos casados, me habría puesto en contacto contigo -dijo ella-. No tiene sentido estar casados y separados… -se interrumpió al darse cuenta de cómo sonaba eso-. Y no estoy insinuando que deberíamos haber estado juntos.

– Lo comprendo. Por eso el divorcio es lo más sensato.

– En efecto. Aunque me pregunto qué habrá pasado si yo hubiera sabido que volviste a por mí. ¿Me habrías traído aquí?

– Por supuesto. Siendo mi mujer, tu lugar está a mi lado.

– ¿Y mis estudios? Aquí no habría podido ir a la universidad.

– ¿Debemos discutir lo que nunca sucedió?

– Probablemente no.

Pero todo habría sido diferente, añadió para sí misma. Habrían tenido hijos. Ella siempre había querido tener hijos. Y con Reyhan como padre, éstos habrían sido más fuertes que ella. Más capaces de valerse por sí mismos.

Pero ¿habría podido hacerlo ella feliz? ¿Su matrimonio habría florecido o habría perdido ella su juventud con tal de ganarse el afecto de Reyhan? ¿La habría amado él, aunque sólo fuera un poco?

– Reyhan…

Pronunció su nombre y se calló, sin saber qué decir o qué preguntar.

– Para -ordenó él, mirándola con ojos entornados.

– ¿Qué?

El pecho se le contrajo y le costó respirar. Su cuerpo temblaba de arriba abajo, tenía la boca seca y un cosquilleo le recorría los dedos.

Y entonces, sin comprender cómo había llegado ahí, estuvo entre los brazos de Reyhan. El la abrazó fuertemente, posesivamente, y ella se deleitó en pertenecerle aunque sólo fuera por aquel momento singular.

En menos de un segundo la boca de Reyhan había invadido la suya, reclamándola.

Emma separó los labios al instante. Lo deseaba, y necesitaba provocarle el mismo deseo a él. Una ola de calor líquido empezó a recorrerle el pecho y a concentrarse entre los muslos. Al primer contacto de la lengua de Reyhan contra la suya, cerró los ojos. Al siguiente, contuvo un gemido de satisfacción. La pasión fluía por sus venas, haciéndola retorcerse más contra él.

Ella lo tocó en los hombros y los brazos, y luego pasó las manos por su musculosa espalda. Los dedos de Reyhan se entrelazaron en su pelo. Sus lenguas se unieron en un baile circular, antes de que él la apartara ligeramente y la besara en la mandíbula.

Fue subiendo hacia la oreja, donde atrapó el lóbulo entre los dientes y succionó suavemente. Emma ahogó un gemido. Él bajó las manos hasta sus caderas y luego las llevó hasta sus nalgas. Apretó sus curvas y la presionó fuertemente contra él. Cuando la parte inferior de sus cuerpos entró en contacto, ella sintió un bulto. Una alegría salvaje la abrasó por dentro. Reyhan estaba excitado. Ella lo excitaba tanto como él a ella. Aquel pensamiento la estremeció, pero entonces él empezó a lamerle la piel sensible bajo la oreja y ya no pudo seguir pensando en nada más.

El calor la consumía por todas partes. Los dedos y el cuerpo de Reyhan quemaban al tacto. Emma quería despojarlo de la ropa y desnudarse ella misma. La espaciosa sala y los suelos de mármol no ofrecían ni intimidad ni comodidad, pero no le importaba.

Susurró su nombre, y cuando la boca de Reyhan volvió a reclamar la suya, fue ella quien le pasó la lengua por el labio inferior, antes de deslizarse en el interior.

Reyhan sabía a café, con una vaga dulzura que ella no pudo identificar. Seguían presionados el uno contra el otro, y él empezó a frotar la erección contra su vientre. Ella deseó ponerse de puntillas para que el roce fuera… allí.

Una de las manos de Reyhan se desplazó desde el trasero hasta la cadera, y empezó a subir. Los pechos de Emma se hincharon, esperando recibir su tacto. Ella le echó los brazos al cuello y se aferró a él para no caer desplomada cuando la mano llegara a su destino. Ésta se acercaba más y más, hasta que ella casi le suplicó que se apresurara. Al fin le tomó el pecho derecho y le acarició el pezón endurecido con el pulgar. Un intenso placer la recorrió como un rayo. Jadeó y le mordisqueó el labio inferior mientras seguía acariciándola. Podía sentir cómo aumentaba la tensión entre sus muslos, la humedad de sus braguitas y el temblor de sus piernas.

Y entonces el contacto se interrumpió bruscamente. Reyhan retrocedió y la miró a los ojos. Respiraba agitadamente. La pasión ardía en su mirada y endurecía las líneas de su rostro. Ella no tuvo el valor de bajar la mirada para comprobarlo, pero sabía que la deseaba.

Permanecieron mirándose el uno al otro durante lo que pareció una eternidad. Emma deseaba saber qué decir, o cómo preguntarle por qué se había detenido cuando era obvio que ambos deseaban lo mismo. Pero en su vida nada la había preparado para una reacción semejante, así que no pudo encontrar las palabras.

– Tengo que volver a mi despacho -dijo finalmente Reyhan-. Encontrarás el camino de vuelta a tus aposentos.