Era una afirmación, no una pregunta, y Emma no supo si podía hablar, y menos discutir. Lo vio alejarse y entonces se apoyó en una columna hasta que el corazón recuperó su ritmo normal.

No entendía lo que le pasaba con Reyhan. No lo había visto en años. ¿Por qué la afectaba tanto? ¿Y por qué tenía que ser el único hombre que le despertaba aquel deseo tan increíblemente apasionado?

– Demasiadas preguntas -susurró cuando recuperó finalmente la respiración-. Y ninguna respuesta.

Sólo un hombre que la hacía arder en llamas y un reloj recordándole que pronto llegaría el momento de marcharse.


Reyhan no volvió a su despacho enseguida, sino que estuvo un rato caminando por el extremo opuesto del palacio, intentando apagar la pasión que su deseo por Emma había generado.

Nada había cambiado. Emma seguía teniendo el poder de debilitarlo con tan sólo una mirada. Y cuando lo tocaba… Reyhan sería capaz de conseguir la luna si ella se lo pidiera.

No podía hacerle ver cuánto lo afectaba. Se detuvo junto a una ventana y contempló la vista, inquieto. Debía controlar aquello, se dijo a sí mismo. Y lo haría.

En unos días ella se habría ido y podría respirar aliviado. Pero en vez de impaciencia, lo que sentía al pensar en su ausencia sólo era dolor. Y ese dolor cada vez era más agudo.

Había tenido la esperanza de que, después de tanto tiempo, podría enfrentarse con ella sin temor a su propia reacción. Pero se había equivocado. Peor aún, ella le respondía con los deseos de una mujer experimentada. Ya no era la cría asustadiza con la que se había casado.

¿Quién le había enseñado a besar así?, se preguntó, malhumorado. ¿Qué hombre había instruido a la mujer que le pertenecía a él y a nadie más? La pasión se fundió con la ira mientras apretaba los puños. Si se encontrara con aquel hombre, lo destrozaría.

¡No! Control. Tenía que recuperar el control. Emma podía darle color a su mundo, pero era peligrosa. Era mejor vivir en tonalidades grises que arriesgarlo todo.

Sólo unos días más. Entonces ella se marcharía y él sería libre.

Capítulo 6

El mercado principal era una explosión de luz y color, y entrar en él era como estar en el interior de un calidoscopio. Emma no sabía hacia dónde mirar. Los tenderetes de madera se alineaban ininterrumpidamente a lo largo de la calzada, y allá hacia donde se girara había más maravillas que observar. Las sedas relucían como brillantes gemas, y las teteras de cobre, las frutas y verduras y los artículos de piel la tentaban sin descanso a acercarse y tocar.

Además del espectáculo visual, había una amalgama de olores extraños e intrigantes: sándalo, coco, flores exóticas y especias que se mezclaban con el humo y la fragancia almizclada de los perfumes. Cientos de voces se fundían en un acompañamiento musical, con los gritos dé los vendedores, el ladrido de los perros y las risas de los niños que corrían por los callejones.

– Es maravilloso -dijo Emma, deteniéndose para mirar a un camello atado en una esquina-. Parece sacado de una película.

Le sonrió a Reyhan, quien asintió.

– Hay muy pocas cosas que puedan compararse con un mercado al aire libre -respondió-. Nuestro zoco es uno de los mayores y más antiguos del mundo.

Emma sonrió a una joven que sostenía a un bebé. La mujer agachó la cabeza y se alejó lentamente.

Emma sabía que no era por su culpa, pues nadie la conocía allí. Era por la presencia del príncipe y de los tres imponentes guardaespaldas que los acompañaban. Hombres uniformados y armados que mantenían a los vendedores a un metro de distancia y que no animaban precisamente a hablar con naturalidad.

Se había sorprendido cuando Reyhan se ofreció para acompañarla al mercado. Tras su último encuentro, se había convencido de que él querría evitarla. Sin embargo, dos días después Reyhan se había presentado en su puerta con la invitación. Y ella había estado encantada de aceptar.

– Dátiles de Bahania -dijo él, deteniéndose junto a uno de los puestos-. Pruébalos.

La vendedora, una mujer bajita y regordeta con una amplia sonrisa, les ofreció una bandeja de jugosos dátiles. Emma tomó uno y lo probó.

– Son deliciosos-dijo.

La vendedora sonrió aún más, y Reyhan sacó unas monedas del bolsillo.

– No, no -se apresuró a decir el viejo que estaba detrás de la mujer-. Es un honor.

– Tal es el poder de una mujer hermosa -dijo Reyhan con una sonrisa.

Emma se quedó tan atónita por el cumplido que se echó a reír.

– Oh, claro. Se ha quedado impresionado por mi belleza, no porque el príncipe de Bahania se haya detenido en su tienda, escoltado por tres tipos que parecen campeones de lucha libre.

– ¿No crees que eres guapa? -le preguntó él, mirándola fijamente.

– Me considero aceptable -dijo ella. Al menos nadie había salido nunca corriendo al verla-. Pero nunca he impresionado a nadie.

Él siguió mirándola unos segundos y luego apartó la mirada sin decir nada. La vendedora le puso a Emma una bolsa de fruta en las manos.

– Gracias -dijo ella-. Es muy amable.

Mientras se alejaban, Reyhan dijo algo en una lengua que Emma no entendió. Uno de los guardaespaldas anotó algo en un bloc que sacó del bolsillo de la chaqueta.

– Alguien de palacio visitará este puesto dentro de unos días -le explicó Reyhan a Emma en voz baja-. Le comprará al viejo un cargamento de dátiles, pues te ha hecho un regalo que apenas puede permitirse. El respeto de mi pueblo no debe ser a costa de que se mueran de hambre.

– Sólo me ha dado unos cuantos dátiles.

– No tiene otra cosa que vender.

Interesante, pensó Emma, mirando a Reyhan por el rabillo del ojo. Sabía que era un hombre inteligente e inflexible, distante y severo y con una gran pasión oculta. Pero nunca habría imaginado que se compadecía de los más necesitados. Un rasgo más de la larga lista de cosas que ignoraba de su marido.

Dos niños pasaron corriendo junto a ellos, gritando y riendo. Emma se giró para observarlos.

– ¿Venías a jugar al zoco cuando eras niño? – preguntó-. ¿Se te permitía salir?

– A veces -respondió él-. Con mi hermano Jefri. Una vez estábamos jugando con más desenfreno de lo habitual y robamos una olla que se estaba cociendo al fuego. En nuestro apresurado esfuerzo por devolverla antes de que el dueño se diera cuenta, chocamos con un leño que estaba ardiendo y éste cayó en un rincón. El puesto era de madera vieja y seca, y se prendió en cuestión de segundos.

Emma se llevó una mano a la boca.

– ¿Alguien resultó herido?

– No, pero tres puestos quedaron completamente calcinados antes de que el fuego pudiera ser controlado. Jefri y yo recibimos un justo castigo. Nuestro padre se negó a que únicamente pagáramos los daños de nuestro propio bolsillo y nos obligó a reconstruir los puestos y estar varios fines de semana trabajando en ellos. Para los comerciantes fue muy ventajoso, ya que mucha gente venía a comprar sólo por ver a los dos jóvenes príncipes de cerca.

– ¿No fue un castigo demasiado duro? -preguntó ella, pensando en lo cruel que le parecía exhibir a dos niños, como si fueran animales en un zoológico.

– Mi padre quería darnos una lección -dijo él-. Y lo consiguió. Jefri y yo tuvimos mucho más cuidado la próxima vez que visitamos el mercado.

Se detuvieron frente a un puesto de joyería. El vendedor asintió eufóricamente y les mostró docenas de pulseras y brazaletes. Las piezas eran grandes y hermosamente labradas en plata.

– Algo para que recuerdes este día -dijo Reyhan, seleccionando varias y ofreciéndoselas.

Emma no necesitaba nada que le recordase el tiempo que pasaba con él. Pero las pulseras eran preciosas. Tomó una hecha con corazones unidos y se la puso.

– Muy bonita -dijo Reyhan, y le dio varios billetes al joyero.

– ¿No es muy cara? -preguntó ella, sintiéndose un poco culpable-. Puedo pagártela. Tengo el talonario de cheques en mi bolso.

Reyhan no respondió, pero su mirada lo dijo todo. Una pulsera de plata no significaba nada en su presupuesto.

– Gracias -dijo ella suavemente-. Es muy bonita.

– Eres una mujer que se merece cosas bonitas.

El nuevo cumplido la hizo tropezar, pero consiguió guardar el equilibrio. Quería preguntarle a Reyhan qué la hacía merecedora de recibir cosas bonitas y si lo decía en serio cuando la miraba echando fuego por los ojos. ¿Sentiría él también las chispas que saltaban entre ambos? ¿Lo atraería el calor? ¿Se acordaría de los besos como ella?

– ¿No fuiste a una escuela de la ciudad? -le preguntó, prefiriendo un tema mucho más seguro.

– No. Sólo recibía clases de mi tutor. Luego, fui a un internado inglés y después a una universidad americana.

Le puso la mano en el trasero y la llevó hacia otro callejón atestado. Varias personas se inclinaron y sonrieron al verlo. Por lo que ella podía ver, Reyhan era muy popular entre su pueblo.

– Mi padre pensaba que sus hijos debían recibir una educación variada y conocer Occidente. Muchos de nuestros negocios se dirigen a intereses americanos y Europeos. Conocer a los clientes ayuda en los acuerdos comerciales.

Emma pensó en su propia experiencia. Aparte de su estancia actual en Bahania y de su breve luna de miel en el Caribe, nunca había salido de Texas.

– Supongo que tanto Gran Bretaña como Estados Unidos debieron de resultarte muy diferentes.

– Conocía algo de vuestro mundo a través de las películas, y me crié hablando inglés tanto como árabe, así que el idioma no supuso un problema. Aun así tuve que aprender varias cosas importantes.

– ¿Como cuáles?

– Cuando llegué a la universidad, les dije a varias personas quién era. El rumor se extendió rápidamente y mi estancia se volvió bastante… difícil.

– ¿Todo el mundo quería ver a un príncipe de verdad? -preguntó ella.

– Algo así. Muchas jóvenes pusieron demasiado entusiasmo en sus esfuerzos por conocerme -su boca se torció en una media sonrisa-. Así que cuando volví a Texas, decidí no decirle a nadie quién era. Unos pocos me reconocieron por la prensa y la televisión, pero con casi todos pude ser yo mismo.

– Yo no tenía ni idea de quién eras -dijo ella, un poco avergonzada-. Tendría que haber prestado más atención a la actualidad internacional.

– En absoluto. Te interesaste por mí por lo que era como persona, no porque fuera un príncipe.

– De haberlo sabido, habría echado a correr -admitió ella.

– Y yo habría ido en tu busca.

– ¿En serio? -preguntó, sin saber si estaba tomándole el pelo. Quería creer que le decía la verdad, pero ¿era posible que Reyhan se hubiera interesado tanto por ella?

Él le tomó la mano y la apretó ligeramente.

– Querías ser enfermera. Sé que fuiste de las primeras en tu promoción, pero no conozco mucho de tu trabajo. Cuéntame qué haces en el hospital.

Era difícil concentrarse mientras él la estaba tocando. Cuando el pulgar de Reyhan se frotó contra su palma, estuvo a punto de soltar un gemido. ¿Por qué su cuerpo tenía que reaccionar de aquella manera? ¿Y por qué en aquel preciso momento?

– Trabajo en la unidad de maternidad -se esforzó por responder con naturalidad.

– ¿Atiendes partos? -preguntó él, aparentemente sorprendido.

– Bastantes -respondió con una sonrisa-. Es maravilloso pasarme el día ayudando a los niños a nacer. Son momentos de alegría y felicidad para todos los presentes.

– Mi cuñada tuvo una hija hace poco. Y mis hermanas Zara y Sabrina también están embarazadas.

– Sí, eso me dijo Cleo.

Mientras hablaba levantó el rostro hacia él, y Reyhan vio cómo sus cabellos despedían reflejos cobrizos al recibir la luz del sol. Los ojos le brillaban de entusiasmo, y también su piel parecía despedir un aura especial.

Era muy hermosa, pensó él. Siempre lo había sido.

Pero aunque hubiese sido fea, la seguiría deseando. El sonido de su voz era como el suave murmullo de la marea. La fragancia de su cuerpo lo embriagaba.

Su espíritu bondadoso lo llamaba, al igual que su inteligencia y buen humor. Y aunque él hubiera sido ciego, sordo y mudo, habría ardido de deseo por el más ligero roce de su tacto.

Y su deseo por ella crecía a cada segundo que pasaba en su compañía. Pronto sería tan incontrolable como un animal salvaje. Tenía que alejarse de ella si no quería acabar devorándola. Pero aún no. Un día más, se dijo a sí mismo. Entonces se retiraría a lamer sus heridas y esperaría en solitario a que ella se marchara.

– ¿Qué harás cuando regreses a Dallas?

– Volver al trabajo, naturalmente.

– ¿Por qué? ¿Tienes facturas que pagar? -le preguntó en tono jocoso.

Ella se echó a reír.

– Sí. El alquiler, el coche, los impuestos, el préstamo de mis estudios…