Lo que más le dolía a ella era que sus sentimientos eran todo lo contrario. No podía dejar de pensar en cómo sería compartir con él otras cosas además de la cama. Quería hablar con él, conocerlo, reír, bromear, construir recuerdos en común. Quería que la estrechara entre sus brazos en vez de ponerse rígido cada vez que estaban cerca.
– ¿Estás segura de que no hay peligro? -Le preguntó su madre de camino a las caballerizas-. ¿No hay ladrones y piratas en el desierto?
– Los piratas están en el océano -dijo su padre amablemente.
– Pero ¿y los ladrones? ¿Qué pasa con ellos? Emma reprimió un suspiro. Quería mucho a sus padres, pero en los dos últimos días habían empezado a sacarla de sus casillas. No estaban abiertos a las nuevas experiencias, y a pesar de las maravillas del palacio, seguían insistiendo en lo mucho que deseaban volver a casa.
Pero en esos momentos lo más preocupante no eran sus padres, sino el hecho de que Reyhan los esperaba junto a las cuadras. Al verlo, Emma sintió que el corazón se le desbocaba y que los muslos empezaban a temblarle.
– Buenos días -los saludó él. Llevaba botas de montar, pantalones negros y una camisa blanca y holgada. A pesar de su pelo corto y rostro recién afeitado, parecía tan peligroso como los piratas que aterrorizaban a su madre.
Pero por muy atractivo que lo encontrara, él no pareció devolverle el interés. Ni siquiera la miró a los ojos. Señaló un gran todoterreno descapotable con tres filas de asientos.
– Estarán muy cómodos en nuestra excursión al oasis.
– ¿Es seguro? -Preguntó Janice-. ¿Hay muchos salvajes y ladrones sueltos por ahí fuera?
– Mamá -la reprendió Emma-, Bahania es un país civilizado.
– Las leyes del desierto obligan a ofrecer hospitalidad a todos los visitantes -dijo Reyhan con expresión inmutable-. Mi pueblo les dará la bienvenida y los tratará como invitados de honor -hizo un gesto hacia el vehículo, invitándolos a subir.
Los padres de Emma intercambiaron una mirada antes de subir con cuidado al vehículo. Ella no se movió. Quería algo más que una excursión impersonal con un hombre que se esforzaba por convertirse en un desconocido.
– Creía que íbamos a montar -dijo.
Él la miró por primera vez aquella mañana, y ella sintió el impacto de su mirada.
– ¿Sabes montar?
– He recibido algunas lecciones -respondió ella. Cuando tenía doce años.
Reyhan la observó en silencio unos segundos. ¿Cuándo se había vuelto de piedra?
– Espera aquí -dijo finalmente, y entró en las cuadras.
– Emma, ¿qué ocurre? -preguntó Janice, preocupada.
– Reyhan y yo vamos a montar.
Sus padres se removieron en sus asientos.
– No puedes.
– Claro que puedo. Será divertido.
– ¿Cuándo te has vuelto tan aventurera? -preguntó su padre con el ceño fruncido.
– No lo sé -admitió ella.
Reyhan volvió, tirando de un hermoso semental blanco. Emma no sabía mucho de caballos, pero había oído rumores.
– ¿No crees que será demasiado para mí? -preguntó, intentando no retroceder mientras Reyhan se acercaba con el caballo. De cerca el animal parecía inmensamente grande.
– Tiene mucho carácter, pero es muy afectuoso con las damas.
El caballo movió la cabeza y pareció observar a Emma de arriba abajo. Era tan grande que podría aplastarla contra el suelo con un casco.
– Genial -murmuró ella-. Un caballo sexista. ¿Cómo se llama?
– Príncipe.
– Qué apropiado.
Se acercó al animal y le acarició el hocico. Príncipe frotó la cabeza contra su brazo, le dio un pequeño empujón y soltó una exhalación.
– ¿Está coqueteando conmigo? -preguntó Emma.
– Sí. Le gustas. Saldremos a caballo y el Jeep nos seguirá.
Le murmuró algo al caballo y se puso a un lado para ayudar a subir a Emma. Ésta recordaba lo suficiente de sus clases para saber que debía dar un salto a la silla. Respiró hondo para armarse de valor y puso el pie en las manos que Reyhan le ofrecía.
No sólo estaba a casi dos metros del suelo, sino que la silla ofrecía tanta protección como un pañuelo.
– No tengo nada a lo que sujetarme -dijo con desesperación.
– No te pasará nada -le aseguró Reyhan mientras le tendías las riendas.
No, tan sólo quedaría mutilada e inválida para siempre, pensó. Reyhan volvió a las caballerizas, presumiblemente a buscar su propia montura.
– Emma, no puedes montar esa bestia -dijo su madre-. No es seguro. Baja y siéntate con nosotros.
Aquella orden fue el incentivo que necesitaba para erguirse en la silla y sonreír.
– No me pasará nada. No vamos a galopar.
Al menos eso esperaba. Había una larga caída hasta el suelo.
Reyhan volvió con un semental gris aún mayor que Príncipe y montó con facilidad.
– El Jeep irá por una ruta más larga, siguiendo la carretera -le dijo a Emma-. Nosotros cruzaremos el desierto y nos encontraremos con tus padres en el oasis.
– Estupendo -dijo ella, pensando que así tal vez tuvieran oportunidad para hablar.
Reyhan ordenó al conductor del Jeep que se pusiera en marcha y luego le dio a Emma unas cuantas instrucciones. Ella recordó rápidamente lo aprendido y, tras unas vueltas por el patio, estuvo lista para salir a la inmensidad salvaje del desierto.
La mañana era cálida y soleada. Tanto, que Emma agradeció llevar sombrero y protección solar. El pedregoso sendero era fácil de seguir. Príncipe y ella caminaban tras Reyhan y su caballo, pero tras unos minutos de trote y ligeras sacudidas, marcharon a medio galope y Reyhan dejó que Emma cabalgara a su lado.
El viento le soltó a Emma varios mechones de la trenza. Sacudió la cabeza para apartarse los pelos de la cara y casi se cayó del caballo. Reyhan alargó una mano y la agarró del brazo. Ella consiguió a duras penas permanecer en la silla. De repente, el cuero resbaladizo le parecía más pequeño y precario.
– Iremos despacio -dijo él, tirando de las riendas.
Ella hizo lo mismo y miró a Reyhan.
– Siento ser una molestia.
– La culpa es mía. Parecías tan cómoda en el caballo que creí que tenías más experiencia.
Cabalgaron lentamente, el uno al lado del otro. Emma pensó en varios temas de conversación, pero todos le parecían tan forzados y estúpidos que eligió la verdad.
– Sé que no querías hacer esto hoy. Que no querías estar conmigo y mis padres. Te agradezco que lo hayas organizado todo y que hayas venido.
– Es importante que disfrutéis de vuestra estancia en Bahania. Ver el desierto os ayudará a entendernos. El desierto está lleno de tradiciones. Durante siglos los nómadas han recorrido la vastedad de estas tierras. Los ladrones asaltaban a los comerciantes y viajeros que usaban la ruta de la seda.
– Genial. Mi madre está muerta de miedo pensando que la pueden atacar.
– Esos tiempos han quedado muy atrás -dijo él-. Hoy los que viven en el desierto protegen los yacimientos petrolíferos para ganarse la vida. Una combinación de lo nuevo y lo viejo.
– Eso está muy bien.
– Hay algunos que no quieren trabajar. Y prefieren… ser como los ladrones de antaño.
Emma miró alrededor. Sólo se veían dunas salpicadas de matorrales.
– ¿Y qué quieren?
– Dinero. Amenazan con incendiar nuestros pozos petrolíferos si no les pagamos.
– ¿Pero eso no es ilegal?
– Sí, y sabemos quiénes son esos crios. En su mayoría son los segundos y terceros hijos de los jefes nómadas. Al no recibir herencia, no pueden acceder a la riqueza de la familia. Y en vez de trabajar para ganarse la vida, prefieren buscar un método más sencillo y mucho más rentable. Juegan a ser mayores.
– ¿Vas a hacer que los arresten?
Él negó con la cabeza.
– Les he dado mi palabra a sus padres de que no los encarcelaré sin una causa. Las amenazas no prueban nada, así que esperaremos y observaremos. A veces los jóvenes maduran. Otras no.
– No lo entiendo -dijo ella-. ¿Por qué no hacen nada sus padres?
– Para un hombre del desierto no hay mayor tortura que la de ser privado del sol. No arrestaré a nadie a menos que tenga una razón. Mi jefe de seguridad no está muy contento con esta actitud mía.
– No me sorprende.
Era la conversación más larga que habían tenido desde que pasaron la noche juntos. Emma se preguntó si Reyhan se estaba acercando a ella o simplemente haciendo lo más soportable posible una situación incómoda.
– Siento que todo esto sea tan difícil para ti -dijo ella-. Tenerme aquí, y a mis padres…
– Todo pasará.
No eran exactamente unas palabras que la consolaran. Emma quería recordarle que unos días atrás él la había deseado con una pasión irrefrenable.
– ¿Y si me marcho? -preguntó.
– No cambiaría nada -respondió él mirando al frente-. Cuando volvieses, el reloj seguiría su curso. Mi padre puede ser el hombre más cabezota del mundo.
Emma pensó en cómo la evitaba Reyhan. Como si ella tuviera alguna enfermedad contagiosa. Apenas le hablaba y no se reía.
La testarudez parecía ser un rasgo heredado de su padre.
Llegaron al oasis una hora más tarde. Los padres de Emma ya estaban allí, y corrieron a saludar a su hija. Reyhan se extrañó de verlos tan ansiosos. Él había estado con Emma y habría dado su vida con tal de mantenerla a salvo. Pero sus padres no confiaban en él.
Desmontó y se acercó al caballo de Emma. Su madre lo miró furiosa cuando la ayudó a bajar. Pero incluso con sus padres mirando y censurándolo, sintió el calor que desprendía el cuerpo de Emma y cómo se apoyó contra él para guardar el equilibrio.
– Me falta mucho para ser una amazona -dijo con una sonrisa-, Pero al menos he sobrevivido.
Reyhan quiso devolverle la sonrisa y decirle que estaría encantado de enseñarle a montar. Quería abrazarla y estar con ella. Pero en vez de eso retrocedió y se alejó.
– Este oasis no es muy grande. Hay otros más lejanos que cubren varios acres. Pero muchas familias vienen aquí porque así pueden estar cerca de la ciudad y al mismo mantener su estilo de vida tradicional.
– ¿Es seguro que paseemos por aquí? -Preguntó Emma-. ¿Hay algo que no debamos hacer? No quiero ofender a nadie.
– Sois invitados de honor. Seréis bienvenidos. Miró el pequeño campamento instalado en torno al tanque. Los niños jugaban, las mujeres hablaban alrededor de hogueras y los hombres se ocupaban de los camellos. Todos se habían percatado de la llegada de Reyhan, pero esperarían a que fuera él quien diera el primer paso.
– No tienes nada que temer -le dijo a Emma.
– ¿Estás seguro?
Él asintió. Comprendía su preocupación. Una de las cosas que más le había gustado de Emma cuando la conoció había sido su buen corazón. Siempre se preocupaba por los demás… una característica que no solía encontrar en las mujeres que conocía.
– ¿No os parece fabuloso? -Les preguntó Emma a sus padres, tomándolos del brazo-. Vamos a presentarnos a los nómadas.
– Son desconocidos -dijo su madre-. No sabemos si hablan inglés.
– Casi ninguno lo habla -confirmó Reyhan.
– Entonces tendremos que fingir -dijo Emma, y tiró de sus padres hacia las mujeres.
Reyhan reprimió el impulso de ir con ella y demostrarles a todos que era suya teniéndola cerca. Su presencia era protección suficiente, aunque Emma no necesitaba ninguna.
Miró a los hombres que paseaban junto al redil de los camellos y les asintió. Cuando ellos se aproximaron e hicieron una reverencia, Reyhan reconoció al más anciano, el jefe de la pequeña tribu. Era un hombre que había cabalgado por el desierto con su padre.
– Bihjan -lo saludó, devolviéndole la reverencia-. Te traigo saludos de mi padre.
– Devuélveles los míos con los mejores deseos para ti y tu familia.
– Y para los tuyos.
El viejo miró a Emma y a sus padres.
– Mi mujer -dijo Reyhan con orgullo.
– Veo que tu bendición ya ha empezado -dijo el viejo sin mostrar sorpresa-. Te gusta.
Reyhan asintió en vez de explicar la verdad… que «gustar» no definía ni de cerca lo que sentía. Emma era su vida, su aliento, y no estaba seguro de poder sobrevivir sin ella.
– Te dará buenos hijos.
– Si Dios quiere -respondió él simplemente, ignorando el nudo que se le había formado en el pecho al pensar en hijos.
Había hecho el amor con Emma sin usar protección. Había estado tan cegado por la pasión que ni siquiera había pensado en ello ni en las consecuencias. Si estaba embarazada… No, no podía estarlo. Si lo estaba, se quedaría para siempre en Bahania, y él sabía que eso lo destruiría. Pero tener un hijo con ella…
– Has sido bendecido con muchos hijos -le dijo al viejo.
Bihjan asintió. Una sombra de preocupación cubrió su rostro.
– Mi hijo menor, Fadl, dirige a los rebeldes -dijo tranquilamente-. Sé lo que hacen y cuáles son sus amenazas.
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