– Hay un pequeño campamento de nómadas junto a los pozos petrolíferos -dijo Reyhan al cabo de unos minutos-. Son muy amistosos y estarás a salvo con ellos. Aun así, te asignaré dos hombres para que se queden contigo. Sólo por si acaso.
– Muy bien. ¿Hay alguna regla cultural que deba tener en cuenta?
– No. Simplemente sé tú misma y todos te adorarán.
«Como yo te adoro», añadió para sí mismo. Pero a Emma le pareció oír las palabras flotando entre ellos, tan fuertes como los motores del helicóptero. Miró a Reyhan, pero él también se había vuelto hacia la ventanilla y no pudo ver su expresión.
Una hora más tarde, el aparato se posó en tierra. Emma vio los edificios bajos y apiñados y más allá las torres perforadoras. A la izquierda había una docena de tiendas en torno a un oasis. Reyhan le había explicado que el estanque se alimentaba de un manantial subterráneo.
Salió él primero del helicóptero y le tendió la mano para ayudarla. Emma la tomó y sintió al instante el calor de sus dedos. Una debilidad la azotó, recordándole que tenía que aprender a controlar sus reacciones.
A su tiempo, se prometió a sí mismo. Las heridas sanarían a su tiempo.
Reyhan entró en la sala de interrogatorios y miró al joven que estaba allí sentado. Fadl tenía dieciocho años como mucho, era delgado y parecía muy antipático. El hijo menor de un poderoso jefe. Aunque no recibiera nada de su padre, podría haber prosperado en la tribu. En vez de eso, había elegido el camino del robo y la extorsión.
– Has hecho que me enfade -le dijo Reyhan-. Sabías que tu padre no quería que te hicieran daño ni que te arrestaran. Pensaba que acabarías dándote cuenta de tu error. Pero yo no soy un viejo estúpido que sigue consintiéndole todo a un niño mimado. Soy el príncipe Reyhan de Bahania, y ahora jugaremos según mis reglas.
El miedo destelló en los ojos de Fadl.
– Eso son tonterías. No puedes hacerme daño. Se lo prometiste a mi padre.
Reyhan se permitió esbozar una pequeña sonrisa.
– Accedí a dejarte libre y a que jugases a ser hombre mientras no quebrantaras la ley. Y eso es lo que has hecho al robar las piezas. Ahora el trato está roto y tú estás en mis manos.
El joven se retorció en la silla.
– No te creo.
– Bien. Me gustará meterte en prisión. Por tu culpa, las torres perforadoras tendrán que ser inspeccionadas para buscar las piezas saboteadas. Eso le costará a mi país cientos de miles de dólares. Como sé que no tienes dinero con el que compensarme, me cobraré lo que pueda de tu piel.
Fadl se puso visiblemente pálido.
– ¿Cómo sabías lo que íbamos a hacer? Reyhan se mantuvo impasible. Había acertado con sus suposiciones. Ahora sólo tenía que conseguir los detalles y dejar que Will se ocupara de lo demás.
– ¿Qué te hizo pensar que podrías salirte con la tuya? No sabes nada de los pozos petrolíferos. Nunca has trabajado en las perforadoras.
– No quiero ir a prisión -dijo Fadl, removiéndose otra vez.
– No tienes elección. La cuestión es por cuánto tiempo. Compláceme y me aseguraré de que tu estancia en la cárcel no sea muy dura. Irrítame y haré que sea un infierno.
Hubo varios segundos de silencio, hasta que al final venció el miedo.
– No fuimos nosotros -confesó Fadl-. De verdad que no. Unos cuantos de nosotros estábamos en un bar de El Bahar, intentando idear un plan. Entonces se acercó un tipo. Nos dijo que había estado escuchándonos y que sólo éramos unos aficionados, y que si queríamos ganar una fortuna, teníamos que contratar profesionales. Y eso hicimos.
Reyhan se quedó helado. Abrió la puerta y llamó a Will para que se uniera a ellos. Fadl les contó todo. El nombre del hombre a quien habían contratado, cuántos socios habían llevado a Bahania y cuánto iban a pagarles Fadl y su banda.
– No hemos instalado ninguna pieza saboteada – dijo Fadl frenéticamente-. Tienes que creerme, príncipe Reyhan. Lo juro. Sólo queríamos el dinero, y éste parecía un modo fácil de conseguirlo.
Reyhan lo miró con desprecio.
– Veremos si piensas lo mismo cuando estés en la cárcel.
Emma se paseaba por el oasis, seguida por sus guardaespaldas. Éstos estaban tan lejos que se había olvidado de ellos. Igual que en el oasis que visitó con sus padres, había niños jugando y riendo. Varios perros se enzarzaban en una pelea juguetona. Las mujeres cosían y cocinaban en grupos, y todas la miraban al verla pasar.
Una niña de siete u ocho años corrió hacia ella y le ofreció un plato con dátiles. Emma sonrió y mordió uno. Pronto se les unió otra niña, y luego otra y otra.
– No puedo comérmelos todos -dijo Emma, tocando a la niña más cercana en el pelo, negro y muy suave-. Pero muchas gracias.
Un niño pequeño le tiró de la manga. Ella se agachó para ponerse a su altura y él le tiró de la capucha. Emma se la deslizó por los hombros y todos los niños ahogaron un grito al ver su pelo rojizo.
– Lo sé. No es lo normal aquí -dijo ella alegremente.
Una niña alargó una mano para tocarlo, pero la retiró.
– No pasa nada -la tranquilizó Emma, riendo-. No quema, mira -se acarició ella misma el pelo y luego tomó la mano de la niña y se la llevó a la cabeza. La niña la tocó tentativamente, se rió y volvió a tocarla. Los otros niños se aglomeraron alrededor.
– Vaya, vaya, vaya. Qué dama tan hermosa. Al sonido de la voz masculina, los niños salieron corriendo. Emma se levantó y se volvió. Frente a ella había dos extranjeros altos y armados. No veía a sus guardaespaldas por ninguna parte.
– Usted es americano -dijo ella, intentando que no la traicionaran los nervios.
El hombre que estaba más cerca sonrió. Tenía el pelo rubio y muy corto, y el tatuaje de una serpiente en el antebrazo.
– Buena deducción -dijo él, y se colocó tras ella.
Antes de que Emma pudiera moverse, la agarró y le puso un cuchillo en el cuello.
– Y tú eres nuestra prisionera.
– ¿En qué demonios estabas pensando? -Preguntó Will mientras se paseaba de un lado a otro frente a Fadl-. Contrataste a un hombre al que conociste en un bar. ¿No se te ocurrió que no era un asesor militar?
Fadl parecía miserable y muerto de miedo.
– Dijo que si no hacíamos lo que quería, nos mataría -miró frenético a Reyhan-. Príncipe Reyhan, por favor. Tienen que ayudarme. A todos nosotros. Lo sentimos. No queríamos que nada de esto ocurriera.
– Sí, sí queríais que ocurriera -dijo Reyhan-. Pero habéis agarrado a un tigre por la cola y ahora no sabéis que hacer para que no os devore -miró a Will-. Éste es tu campo.
– Estoy en ello -le dijo su jefe de seguridad-. Llamaré a un equipo de El Bahar y… -miró a Fadl-. De alguna parte.
Reyhan sabía que Will se refería a la Ciudad de los Ladrones, una ciudad secreta en medio del desierto, en la frontera entre El Bahar y Bahania.
– Conozco al jefe de seguridad de allí -siguió Will-. Rafe Stryker y yo hemos trabajado juntos en otras ocasiones.
– Bien.
Will se dispuso a salir, pero antes de que alcanzara la puerta un hombre irrumpió en la sala y corrió hacia Reyhan.
– Ha sido secuestrada por dos americanos. Le dispararon a uno de los guardaespaldas y dejaron fuera de combate al otro. Tienen a la princesa Emma.
Reyhan se quedó de piedra. La sangre se le había helado en las venas.
– Si sufre el más mínimo daño -dijo, mirando a Fadl-, el desierto se teñirá de rojo con tu sangre.
Capítulo 12
– ¿Cuántos millones crees que vales, cariño? -preguntó el hombre del tatuaje mientras empujaba a Emma a la parte trasera de un camión.
La mordaza en la boca le impedía hablar, así que sólo pudo mirarlo con odio.
– Si hubiera sabido que el príncipe Reyhan estaba casado, habría planeado algo mejor -dijo el hombre con una sonrisa lasciva-. Supongo que hoy es mi día de suerte. No te preocupes. Nadie quiere hacerte daño. Pensaba que esos desgraciados serían nuestro billete a la buena vida, pero no sirven más que para hablar. Cuando se trata de hacer el trabajo sucio, se mueren de miedo. Dijeron que no querían hacer explotar los pozos de petróleo, así que temí haber perdido el tiempo. Y entonces apareciste tú.
Emma quería gritar de furia. No podía creerse lo que estaba pasando. Si pudiera soltarse las manos, le sacaría los ojos a su secuestrador. Su ira la complació. Al menos no estaba paralizada por el miedo. Tenía que permanecer fuerte por si se le presentaba la oportunidad de escapar.
El hombre le tocó un mechón del cabello.
– Supongo que tu marido pagará lo que sea con tal de recuperarte.
La hoja de un cuchillo destelló ante sus ojos. Emma dio un salto hacia atrás, pero el hombre la sujetó y le cortó un mechón.
– Esto es para demostrarle que no estoy fanfarroneando -dijo, y cerró la puerta.
Emma se quedó sola y a oscuras. El murmullo del motor y el aire fresco que soplaba sobre ella le dijo que el vehículo tenía aire acondicionado. Al menos no se moriría de calor.
«No te rindas al miedo», se dijo a sí misma. Tenía que estar preparada. Los hombres que la habían secuestrado no iban a matarla. Era demasiado valiosa para eso. Sólo querían dinero.
Moviéndose a ciegas por el interior del vehículo, encontró un asiento y se tumbó en él. Tenía las manos atadas a la espalda e intentó liberarlas, sin éxito.
¿Cuánto tiempo pasaría así? Sabía que Reyhan jamás la abandonaría a su suerte, por mucho que quisiera librarse de ella. La rescataría. Pero ¿cuándo? ¿Y cómo podría resistir hasta entonces?
Fadl se hundió en la silla. Parecía mucho más joven e infantil de lo que era.
– Juro que no lo sabía -dijo mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
– Eres el responsable -replicó Reyhan duramente -. Debería matarte.
Will lo agarró del brazo.
– Matarlo no nos ayudará a rescatar a Emma.
Reyhan se sentía consumido por la ira. Quería destruir con sus propias manos al hombre que se había atrevido a llevarse a Emma.
Pero también sentía miedo. Miedo por ella y por lo que debía de estar sintiendo. Miedo de que no confiara en que él removería cielo y tierra hasta encontrarla. Se había mostrado tan frío y la había rechazado tantas veces… Sus esfuerzos para convencerla de que no le importaba habían tenido éxito.
Apretó los puños y se volvió hacia Will.
– Averigua cuánto quieren. Sólo se trata de dinero.
Will asintió y se marchó, y Reyhan miró a Fadl.
– Tus intentos por jugar a ser hombre me han costado lo más preciado que tengo. Pagarás por ello, y también toda tu familia. Esta deuda sangrará durante generaciones.
– Lo siento -susurró Fadl entre sollozos.
Reyhan salió de la sala. Necesitaba moverse, actuar, hacer algo. Pero sólo podía esperar a recibir información. En la central de seguridad, una docena de hombres hacían llamadas y trabajaban con los ordenadores. Will se acercó a él.
– Los refuerzos llegarán dentro de una hora. Las tropas vienen de El Bahar y de la Ciudad de los Ladrones. Tengo a mi mejor informático trabajando en un virus especial. Consiste en mostrar la cantidad del rescate en la cuenta de destino, pero sólo durante noventa minutos. Pasado ese tiempo, el dinero desaparece de la cuenta.
– Eso no nos da mucho tiempo para rescatar a Emma -dijo Reyhan, que pagaría lo que fuera con tal de recuperar a su mujer.
– Prepararemos el cambio para que sea cara a cara. Cuando veamos a Emma, haremos la transferencia. Ellos verán el dinero en la cuenta y soltarán a Emma. La operación sólo debería llevar cinco minutos. Tendremos los ochenta y cinco restantes para escapar.
– Adelante -dijo Reyhan.
– En cuanto nos digan cuánto quieren, haremos…
Un joven uniformado se acercó corriendo.
– Señor, ya está. Quieren sesenta millones de euros. Han dado el número de la cuenta. Will miró a Reyhan, quien asintió.
– Vamos allá. El joven tragó saliva.
– Hay algo más, señor. Una tormenta. Hace una hora no parecía gran cosa, pero ahora…
– ¿Una tormenta de arena? -preguntó Reyhan, sintiendo una punzada en el pecho.
– Así es, señor. Y tiene muy mal aspecto.
– Los helicópteros no podrán volar -le dijo Reyhan a Will. Lo que significaba que los refuerzos no llegarían a tiempo.
– Podemos retrasar el encuentro -sugirió el joven-. Explicarles que hace falta tiempo para reunir esa cantidad de dinero y…
– ¡No! -Exclamó Reyhan-. Mi mujer no se quedará con ellos un segundo más de lo necesario. ¿Entendido?
– Sí, señor. Por supuesto -dijo el joven, y se es esfumó rápidamente.
Will sacudió la cabeza.
– Será más arriesgado sin los refuerzos, pero aun así podremos hacerlo.
– No tenemos elección. Si es necesario, yo mismo lucharé contra ellos.
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