– ¿Por qué cuestionas lo que te digo? -le preguntó él, entornando la mirada.

– ¿Y por qué no?

– Porque hay pruebas. Estuve vigilando la casa de tus padres durante semanas. Llamé todos los días. Volví a reclamarte como mi mujer, sólo para que me dijeran que te negabas a verme. Me fui cuando recibí tu carta.

– ¿Qué carta? -preguntó ella, sin entender nada.

– La que escribiste diciéndome que te arrepentías de haberme conocido y de nuestro matrimonio y que no querías volver a verme.

Lo dijo muy rígido, como si le costara pronunciar esas palabras.

– Eso es absurdo -dijo ella-. Yo nunca escribí esa carta.

Ni siquiera había pensado en hacerlo. Había deseado ver a Reyhan desesperadamente, pero él la había abandonado.

– Me utilizaste -siguió-. No sé por qué, pero se te metió en la cabeza que querías acostarte conmigo y por eso fingiste que yo te importaba. Te aprovechaste de mí durante un largo fin de semana y luego desapareciste sin darme una explicación ni nada -notó que su enfado crecía al recordar el dolor y la humillación-. Me prometiste muchas cosas. Me hablaste de una vida en común y yo te creí. Confié en ti, pero tú sólo tomaste lo que querías y te largaste.

– Me fui porque una tía muy querida había muerto.

– ¿Y su funeral tardó seis semanas en prepararse? ¿Me llamaste una sola vez? ¿Pensaste en decirme lo que estaba pasando?

– Por supuesto -respondió él con el ceño fruncido-. Te llamé casi todos los días. Ella puso los ojos en blanco.

– Oh, claro. Y siempre que llamabas yo estaba fuera, ¿no?

– Eso fue lo que me dijeron. Emma le dio la espalda y se acercó al enorme espejo que cubría toda una pared. Intentó convencerse de que nada de aquello le importaba. Pronto todo quedaría atrás.

– Si tienes una opinión tan pobre sobre los hombres, debes de estar complacida por librarte de mí. Sólo unos días más y nuestro matrimonio se habrá terminado, como si nunca hubiera existido.

– Desde luego -exclamó Emma, llena de furia-. Y será así porque para ti es muy fácil olvidarlo todo, ya que nunca te importó lo más mínimo -se giró para encararlo-. Pero a mí sí me importó, ¿sabes? ¿Tienes idea de lo inocente que era? Apenas había besado a un chico en el instituto. Y de repente llegaste tú. No sólo me sedujiste, Reyhan; tomaste lo que querías sin preocuparte por mis sentimientos. Eso es algo que nunca te perdonaré.

La expresión de Reyhan se tornó oscura y amenazadora

– Estuviste más que dispuesta a complacerme.

– Estaba muerta de miedo. Ahora no volvería a cometer el mismo error.

– ¿Estás diciendo que te tomé en contra de tu voluntad?

Emma sabía que no lo había hecho, pero estaba demasiado furiosa como para admitirlo.

– Sí.

– Eras una niña. Una niña que no podía complacer a un hombre. Sólo te interesaban los besos castos y los regalos caros.

Aquello le dolió a Emma, que intentó no recordar lo avergonzada y torpe que se había sentido.

– Y tú eras un hombre que no podía molestarse en seducir a su novia. Te limitaste a tomarla.

Los dos estaban enfurecidos respirando agitadamente y fulminándose con la mirada. Una parte de ella estaba aterrorizada, pero se negó a retroceder. Ni siquiera cuando él se acercó, la agarró por el pelo y la apretó contra su cuerpo.

– Si eso es lo que soy -dijo, con una voz escalofriantemente serena-, un mentiroso y un corruptor de mujeres, entonces no tengo por qué reprimirme ahora.

Y diciendo eso, la besó. No fue un beso suave de seducción, sino un beso de poder. El beso de un hombre que tenía algo que demostrar. Sus firmes labios se presionaron duramente contra los de Emma, reclamándola con pasión enardecida.

Ella quiso protestar, gritar y apartarse, pero no pudo. Sus cuerpos estaban en contacto por todas partes, sus piernas entrelazadas. Levantó las manos para empujarlo, pero cuando extendió las palmas contra su pecho de acero, se vio incapaz de hacer nada, ni siquiera de respirar.

El fuego la consumía. Un fuego voraz y devastador que arrasaba su determinación y su sentido común. Emma se sorprendió moviendo las manos desde el pecho de Reyhan hasta sus hombros. Se aferró a él, porque temía desplomarse a sus pies, y, sin poder evitarlo, le devolvió el beso.

No podía explicarlo, pero así era. Su necesidad era acuciante. El deseo estaba vivo dentro de ella. En aquel momento, con la boca de Reyhan pegada a la suya y sus manos recorriéndole la espalda y las caderas, no podía estar lo bastante cerca de él.

Quería rendirse, sucumbir a su poder. Y cuando Reyhan suavizó el beso y le acarició el labio inferior con la lengua, ella abrió la boca y se preparó para un beso más íntimo.

Cuando las lenguas entraron en contacto, Emma estuvo a punto de gritar. Su fuerza de voluntad la había abandonado por completo. Intensificó la unión de sus labios y deseó que la estuviera besando para siempre.

Todo el cuerpo le ardía y dolía de deseo. Los pechos, la entrepierna… Quería desnudarse y que la tocara por todas partes. Quería estar desnuda, expuesta totalmente para él, ofreciéndose sin reservas.

Le acarició la nuca mientras él la sostenía por las caderas y luego le apretaba las curvas de las nalgas. Se presionó más contra él; quería frotarse como una gata solitaria. Pero antes de que pudiera hacer nada más, él interrumpió el beso y se separó.

Los dos se miraron mutuamente. Lo único que interrumpía el silencio eran sus respiraciones aceleradas. A Emma la complació ver que Reyhan parecía tan abrumado por la pasión como ella.

Tal vez deberían pactar una tregua, pensó. Empezar de nuevo como amigos. Unos amigos que pudieran llegar al fin del mundo con un simple beso.

– Has aprendido mucho en mi ausencia -dijo Reyhan. Su voz gélida contrastaba con el fuego que aún ardía en sus ojos-. Antes de que sigas acusándome, deberías mirarte a ti misma. Una mujer casada teniendo aventuras… ¿No hay una palabra para definir eso?

Emma se quedó boquiabierta, pero antes de que pudiera replicar, él se marchó de la habitación y cerró la puerta a su paso.

– ¡No es justo! -gritó ella-. No sabía que estábamos casados.

Además, no había habido otros hombres. Al menos, nada serio. Y nunca se había llevado a ninguno a la cama. Si ahora besaba mejor era porque era más vieja, y porque besar a Reyhan le había hecho sentir cosas que nunca antes había sentido. Ni siquiera con él.

Respiró hondo e intentó calmarse. Estaba temblando y no sólo porque estuviera furiosa. Temblaba por la reacción que había tenido al beso de Reyhan. Lo había deseado con todo su ser. Era curioso cómo había empezado a temer que le pasara algo malo, porque no había deseado desnudarse ni descontrolarse con ninguno de los hombres con los que había salido. Y qué mala suerte que el primero que la hacía sentirse así fuera un príncipe arrogante que quería echarla de su vida lo antes posible.

– No aguanto más -dijo tranquilamente mientras salía al balcón-. Cuando vuelva a casa voy a necesitar unas largas vacaciones.

Se acercó a la barandilla y contempló los hermosos jardines. El tranquilo escenario empezó a aliviar su tensión y a relajarla. Al cabo de unos minutos, oyó voces y vio a una pareja paseando por el jardín.

A pesar de estar dos pisos por encima, reconoció a Cleo. El hombre alto y atractivo que iba a su lado debía de ser su marido. Emma no podía oír lo que estaban diciendo, pero sí percibió el tono cariñoso de sus voces. Sadik se volvió hacia su mujer y le tendió los brazos, y Cleo se refugió en ellos y se besaron.

Emma no quería inmiscuirse en un momento tan íntimo, así que volvió a la suite. Sola en el silencio, se paseó por el salón mientras pensaba en qué debería hacer a continuación. ¿Debería decirle algo a Reyhan? ¿O al rey? ¿Podría marcharse sin más?

Las campanadas musicales del carillón le llamaron la atención. Miró el reloj y calculó qué hora sería en Texas. Entonces agarró el teléfono y presionó el cero, confiando en hablar con un operador.

Menos de un minuto después, oyó la voz de su madre al otro lado de la línea.

– ¡Emma! Cuánto me alegro de oírte. ¿Dónde estás, cariño? George, es Emma. Toma el otro teléfono.

– Hola, gatita -se oyó la voz de su padre a los pocos segundos.

Al oír el familiar saludo de su padre, Emma pudo respirar de alivio por fin. Por primera vez en tres días, la tensión abandonó su cuerpo.

– ¿Estás disfrutando de tus vacaciones? -Le preguntó su madre-. He oído que la primavera en San Francisco es preciosa. ¿Hay mucha niebla?

Emma puso una mueca de desagrado al recordar la mentira que les había contado a sus padres. Alex se lo había sugerido y ella había aceptado, pero ahora se preguntaba si la idea original no habría sido de Reyhan.

– No estoy en San Francisco -les dijo.

– ¿Qué? -preguntó su padre, preocupado-. ¿Hubo algún problema con el avión? ¿Necesitas que vayamos a por ti?

– No. Estoy bien. Estoy en Bahania.

– ¿En las Bahamas? -preguntó su madre.

– No. En Bahania. Está junto a El Bahar. En Oriente Medio. Estoy aquí por Reyhan.

Su madre ahogó un grito.

– Sabía que ese hombre tan horrible no se quedaría sin hacer nada. Oh, George, la ha secuestrado. Tenemos que llamar a la policía. Ellos sabrán qué hacer.

– Espera, Janice. No saques conclusiones precipitadas. ¿Estás bien, gatita? ¿Te ha hecho daño?

– No, papá. Reyhan ha sido muy amable -no tenía intención de mencionar el beso que acababan de compartir-. ¿Por qué dices que sabías que no se quedaría sin hacer nada, mamá? Me dijiste que nunca se molestó en venir a verme.

Hubo un largo silencio. Finalmente, fue su padre quien habló.

– Es posible que se pasara un par de veces por aquí.

En lo más profundo de su corazón Emma no se sorprendió. Sus padres la querían e intentaban protegerla de todo. Eso incluía lo que ellos veían como a un hombre peligroso que intentaba aprovecharse de su hija. El problema era que ahora tenía que dudar de todo lo que le habían dicho, incluyendo la farsa de su matrimonio y todo lo que siguió.

– Vuelve a casa, Emma -le suplicó su madre-. No perteneces a ese sitio. Nosotros iremos a por ti, si quieres. ¿No te gustaría? Y luego podríamos ir todos a Galveston. Falta poco para el verano. Podría llamar para hacer una reserva y…

– No, mama. No voy a volver a casa todavía, y no quiero que vengáis a por mí. Estoy bien. Sólo… -se detuvo, sin saber cómo explicar lo que estaba haciendo.

– Ese hombre va a hechizarte -dijo su madre-. Igual que hizo antes. No está bien. Debería estar en la cárcel.

– ¿Por qué? -Preguntó Emma-. Se casó conmigo y se preocupó en mantenerme -la tristeza la invadió. Tristeza por lo que había pasado y por lo que ella había creído. Y tristeza porque sus padres no hubieran confiado en ella para decirle la verdad.

– El te abandonó -señaló su padre-. ¿Qué clase de hombre haría eso? Intentó lavarte el cerebro, como está haciendo ahora.

– Emma, nunca has sido lo bastante fuerte para cuidar de ti misma -dijo su madre en tono suplicante -. Eso lo sabes, ¿verdad? Oh, cariño, vuelve a casa. Aquí es donde tienes que estar, con nosotros.

Emma ignoró las súplicas. Ella sabía que era lo bastante fuerte. Su independencia se la había ganado a pulso.

– Él no me abandonó, papá -dijo-. Y fue a verme cada día. Llamó cuando estaba en Bahania por el funeral de su tía, y en cuanto volvió a Texas prácticamente montó guardia delante de la casa, ¿no es cierto?

– ¿Eso es lo que te ha dicho?

– Sí. ¿Está mintiendo?

Su padre volvió a guardar un largo silencio.

– Vino unas cuantas veces.

Emma aferró el auricular con fuerza. Reyhan le había dicho la verdad sobre todo.

– Le dijiste que yo no quería verlo. Decidiste por mí.

– Gatita, no estabas en un estado para hablar con él. ¿Has olvidado lo que tuviste que pasar?

No, no lo había olvidado. El dolor siempre la acompañaría.

– Mamá, ¿tú le escribirte la carta diciéndole que no quería volver a verlo?

– Yo… Oh, Emma. Era lo mejor.

Emma cerró los ojos y se preguntó cómo habría sido su vida de haberlo sabido. Había amado a Reyhan todo lo que le permitía su corazón infantil, y se habría ido con él sin dudarlo.

¿Acaso era eso lo que sus padres habían temido? ¿Que su única hija viviera a medio mundo de distancia, en una tierra extraña?

Si lo hubiera sabido…

– ¿Y qué me decís del dinero? -preguntó, más resignada que furiosa-. ¿Por qué tampoco me dijisteis nada de eso?

– Pensamos que lo mejor para ti era no preocuparte por eso -dijo su madre en tono remilgado.

– Tengo que pagar los préstamos para mis estudios y un coche de diez años -replicó ella-. No teníais derecho a ocultarme esa información. Que gastara o devolviera ese dinero era asunto mío.