Jefri le enredó una mano en el pelo, y con la otra recorrió la espalda femenina hasta detenerse en las nalgas. Cuando la apretó, ella se arqueó hacia delante y sus vientres entraron en contacto.

Ahora fue ella quien jadeó al sentir su excitación. Jefri la deseaba. A pesar de todo lo que había ocurrido, y de lo que su hermano había dicho, Jefri la deseaba. Sin poder evitarlo, casi se echó a reír.

Jefri interrumpió el beso.

– ¿Qué te parece tan divertido? -preguntó en su boca.

– Todo esto.

– ¿Que quiera besarte?

– Es una sorpresa.

Jefri le tomó la barbilla y la miró a los ojos.

– ¿Por qué? Eres una mujer preciosa. Única, inteligente y deseable. Dudo que exista un hombre en todo el planeta que no esté dispuesto a vender su alma a cambio de una noche en tus brazos.

Billie parpadeó. Vaya, eso sí que era una frase digna de un amante real. Y en ese momento, lo que menos le importó era que Jefri lo sintiera sinceramente. Oírlo en sus labios era de momento más que suficiente.

– Vaya, gracias.

– De nada.

Jefri sonrió y le recorrió el labio inferior con el pulgar.

– Me gustaría cenar contigo esta noche.

En ese momento, ella lo hubiera seguido a la luna.

– Vale. Digo… estaré encantada -se corrigió, refinando la respuesta.

– Pasaré a recogerte a las siete. ¿Es buena hora?

Como pensaba pasarse el resto de la tarde en remojo y acicalándose, la hora era perfecta.

– Estaré preparada.

– Saldremos fuera-dijo él-. Tenemos algunos restaurantes excelentes. ¿Me permites que elija?

– Por supuesto.

– Entonces quedamos a las siete -depositó un breve beso en sus labios-. Deja a la perra en casa.

Capítulo 6

Billie repasó el armario. Le encantaba comprar, así que tenía un montón de trajes para elegir. Ya sabía que quería algo sexy y sofisticado a la vez, con un toque de elegancia.

– El negro siempre es perfecto-murmuró, sacando un vestido negro con un profundo escote y mangas transparentes-. Pero es tan predecible.

Quizá debía buscar algo de color. Rojo no, era demasiado llamativo.

– Quizá azul -dijo mientras sacaba un vestido azul oscuro que le había costado el salario de casi un mes en París.

La falda cortada al bies le caía justo por encima de las rodillas, y el corpiño sin mangas no era muy escotado, porque su encanto estaba en la tela, completamente transparente de cintura para arriba. Sin embargo, los dibujos que decoraban estratégicamente la tela transparente y el sujetador incorporado tapaban todo lo necesario. ¡Aunque dejaba la promesa de estar desnuda!

– Éste -se dijo, llevando el vestido al cuarto de baño, al que pensaba añadir unas altas sandalias de tacón.

Billie tenía que reconocer que su nerviosismo no se debía tanto al hecho de cenar con un príncipe como a la alegría de saber que Jefri quería seguir viéndola, a pesar de las reiteradas derrotas. Eso no le había ocurrido nunca.

Un golpe en la puerta la sobresaltó. Miró el reloj, pero era demasiado pronto para Jefri.

– ¿Quién es? -preguntó desde el centro del salón.

– Doyle.

Billie se acercó a la puerta y la abrió.

– No te enrolles -dijo ella-. Estoy ocupaba.

Doyle entró y miró a su alrededor.

– Nadie lo diría. Más bien parece que no estás haciendo nada de nada. Necesito tu ayuda con unos aparatos.

– No es mi departamento.

– Billie, lo digo en serio. Los mecánicos quieren hablar contigo sobre uno de los motores que están poniendo a punto. Tú sabes distinguir si algo no está bien por el sonido del motor.

– Sí, es un don del que todos podemos aprovecharnos mañana. Ahora fuera.

Empujó a su hermano hacia la puerta, pero éste apenas se movió, habida cuenta de que medía casi veinte centímetros más que ella y pesaba treinta kilos más.

– ¿Qué te pasa? -preguntó él.

– Ya te lo he dicho. Estoy ocupada.

Doyle cruzó los brazos y arqueó una ceja.

– ¿Con qué?

Billie apoyó las manos en las caderas.

– Tengo una cita.

La expresión de su hermano se endureció.

– ¿Con quién?

– Tengo más de veintiún años y no estoy bajo tu tutela, así que no tengo que decírtelo.

– No me iré hasta que no me des los detalles.

Billie se echó a reír.

– Doyle, no estamos en el siglo XIX. No hay detalles. Un hombre me ha invitado a cenar y he aceptado. Nada más.

– Tienes una responsabilidad con la empresa.

– Oh, por favor. ¿Cuántas veces te he sustituido? ¿Más de mil? Seguro. Creo que tengo derecho a una noche libre de vez en cuando.

– Es el maldito príncipe, ¿verdad?

– Más vale que te ahorres los insultos. Podrían azotarte, o a lo mejor incluso colgarte.

Su hermano maldijo otra vez.

– Billie, sé que estás enfadada por lo que hemos hecho.

– ¿A qué te refieres? ¿A arruinarme la vida amenazando a todos los hombres que querían acercarse a mí? -dijo ella, con ganas de darle un puñetazo.

Claro que no sólo no le haría nada sino que además se arriesgaba a estropearse las uñas recién pintadas.

– Sois unos cerdos-dijo, decantándose por fin por el insulto verbal-. Los cuatro. No teníais ningún derecho.

– Vale, enfádate. Sal si quieres, pero no con él.

– ¿Por qué no con él?

– Porque es un príncipe.

– Eso ya lo sé.

Doyle dejó caer los brazos a los lados.

– Billie, no pertenecéis al mismo mundo.

Billie lo sabía perfectamente. Mucho mejor que su hermano. Ella era una simple empleada y él el príncipe de un reino petrolífero.

– No espero más que una cena, Doyle. No tienes que ponerte histérico.

– ¿Y para eso has pasado cinco horas acicalándote?

– No han sido cinco horas-protestó ella. Poco más de dos -. Además, acicalarse es divertido.

– Esto no se te da bien -insistió él-. No tienes práctica.

– Oh, vale. ¿Y quién tiene la culpa? ¿Hmmm? ¿Tú, por ejemplo?

– Vale, échame la culpa a mí. Pero al menos empieza con algo más fácil. Un tío normal. Puedo presentarte a alguien.

– No, gracias. No me interesa -dijo ella, estremeciéndose sólo de imaginar el tipo de hombre que Doyle podía elegir para ella.

Un blandengue, sin una gota de sangre en las venas y que se echaría a temblar cada vez que viera a sus hermanos, sin duda.

– No es hombre para ti -insistió Doy le.

– Puede, pero me ha invitado a cenar y he aceptado. Te sugiero que lo aceptes tú también -fue hasta la puerta y la abrió-. Ahora tengo que vestirme.

Doyle se detuvo un momento antes de salir.

– Cometes un grave error, hermanita. Te aplastará como a un insecto.

– Agradezco tu preocupación, pero tengo que hacerlo -dijo ella-. Puede que me esté tirando a la piscina sin flotador, pero ya soy mayor. Y sé nadar.

– Nadar no te ayudará si es un tiburón -dijo Doyle y salió.

Billie cerró la puerta de un portazo tras él.

– Hombres -murmuró.


– Los urbanistas municipales querían algo más que una serie de rascacielos en el distrito financiero -explicó Jefri, mientras el coche entraba en el paseo principal-. Aunque los edificios son altos, hay distintos niveles con jardines y museos.

– ¿Ése está hueco? -preguntó Billie, inclinándose hacia la ventana.

– Algunas partes, así. También se tiene la ilusión de que es transparente. Es parte del diseño.

– Son preciosos -dijo ella, admirando las modernas estructuras.

– A finales de los setenta mi padre se dio cuenta de que no podremos contar siempre con nuestras reservas de petróleo. De que dentro de tres o cuatro generaciones los pozos empezarán a secarse, y por eso preparó al país para el futuro. En alianza con el reino de El Bahar, nuestros vecinos, abrió las fronteras a las bolsas y las instituciones financieras.

El sol ya se había puesto en el horizonte y el brillo de las luces nocturnas iluminaba la ciudad. Jefri observó los rasgos femeninos de perfil, y su belleza lo dejó sin aire.

Billie no dejaba de asombrarlo. Que la mujer capaz y segura de sí misma que volaba como si hubiera nacido en un reactor pudiera tener el aspecto de una diosa parecía imposible, y sin embargo era cierto.

Billie se movió ligeramente en el asiento y los suaves rizos rubios aislados se balancearon sobre su espalda. Unos mechones sueltos rozaban las orejas y la garganta, y los ojos azules parecían vibrar con secretos femeninos.

Y el vestido. Jefri tragó saliva y se esforzó por no mirar la tela transparente y las pinceladas de color y pintura que ocultaban las curvas del cuerpo femenino.

Estaba seguro de que no podría comer. ¿Cómo iba a sentarse frente a ella en un lugar público y portarse con naturalidad? Él era el príncipe Jefri de Bahania, y sin embargo con Billie no era más que un hombre.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó ella-. Si fueras un animal salvaje, habría jurado que estabas acechando a tu presa.

– No andas muy desencaminada -dijo, y le rozó el brazo desnudo -. Eres una presa muy deseable.

Billie se estremeció, pero no apartó la mirada.

– ¿Te he dicho lo bella que estás? -preguntó, para no hacerla suya allí mismo en el coche.

– Lo has mencionado un par de veces, pero, tranquilo, no es un tema de conversación que me aburra -dijo ella, y sonrió-. No me lo dicen muy a menudo.

– Entonces los hombres que conoces están ciegos.

– En eso tiene razón, y agradezco tu amabilidad – dijo ella-. Sólo soy parte del servicio y tú haces que me sienta como una princesa. Sé que normalmente sales con estrellas de cine y herederas.

¿Amabilidad? ¿A ella le parecía amabilidad?

Estaba a punto de decirle que no tenía nada que ver con la amabilidad cuando la limusina se detuvo delante del restaurante. Billie miró hacia la acera.

– Mira cuánta gente. ¿Ocurre algo?

Jefri siguió su mirada, y después maldijo en voz baja.

– ¿Qué? ¿Pasa algo?

– Nada que no se pueda arreglar. Lo siento. Se me olvidó decirle a mi ayudante que hiciera la reserva a otro nombre.

Billie estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo y respirar la fragancia de su perfume. Ambas cosas eran una tentación.

– No lo entiendo.

– Son periodistas.

– ¿De verdad? – Billie se inclinó por delante para mirar por la ventana. Algunas personas se habían acercado a la limusina-. ¿A quién están esperando?

– A nosotros.

Billie se incorporó y lo miró.

– ¿Qué? Oh, claro. Tú eres el príncipe -se apretó el bolsito contra el pecho-. Me temo que se van a llevar un chasco conmigo.

Él sacudió la cabeza.

– Lo dudo mucho.

A Jefri le encantó la reacción de Billie. Normalmente, las mujeres con las que salía estaban encantadas de ser fotografiadas para aparecer en la prensa.

– ¿Y qué hacemos ahora?-preguntó Billie-. ¿Tú entras por aquí y yo por detrás?

Él se tensó.

– Estás conmigo. Entraremos juntos.

Billie miró a la multitud con cierta angustia.

– Esto no es lo mío. Seguro que tropiezo y me caigo.

– ¿Prefieres que volvamos a palacio?

Billie titubeó un momento, y se miró.

– He pasado mucho rato arreglándome. ¿Será así dentro?

– No. A los fotógrafos no les permiten entrar en el restaurante. Nos llevarán a una mesa reservada donde cenaremos como cualquier cliente.

Billie sopesó durante unos momentos la situación.

– Tú decides -dijo por fin-. Haremos lo que tú quieras.

Imposible, pensó él. Lo que él quería no tenía nada que ver con cenar en un restaurante.

– La comida es excelente -dijo él, e hizo un gesto con la cabeza al conductor-. E incluso podemos pedir un plato para Muffin.

Cuando la puerta de la limusina se abrió y Jefri salió, Billie intentó concentrarse en la comida y en Muffin. La explosión de flashes la pilló desprevenida y por un momento la cegó. Armándose de valor, se deslizó por el asiento de cuero para salir.

Alguien le tomó la mano. Al instante supo que era Jefri y se dejó llevar hasta el restaurante. Tenía una extraña sensación de opresión por parte de la gente, que no paraba de hacer preguntas y fotografías.

«Tranquila», se dijo. «Piensa en algo divertido».

No quería verse en la portada de un periódico con cara de animalito asustado.

Por fin lograron entrar en el restaurante. La calma y elegancia del lugar la tranquilizaron.

– Príncipe Jefri -dijo el maitre, con una sonrisa-. Gracias por cenar esta noche con nosotros. Es un honor. Tenemos su mesa preparada.

Jefri le indicó que lo siguiera.

– ¿Qué? -dijo ella, inclinándose hacia el -. ¿No nos van a apuntar en la lista y llamarnos cuando esté la mesa preparada?

– ¿Hacen eso en los restaurantes? -preguntó él, arqueando las cejas.