Al menos no era tan cerdo como había pensado, se dijo Billie, con un cierto alivio.

– ¿Y ahora?

El silencio de Jefri se alargó tanto que la enfure¬ció.

– ¿Qué? ¿Estás prometido o no?

– Como ya te he dicho, la situación es complicada.

– ¿En qué sentido?

– Por Tahira. Ha sido educada de forma muy específica.

– ¿Por qué? ¿Se ha criado con una manada de lobos?

– En un convento de monjas.

Billie dio un paso atrás.

– ¿Me estás diciendo que acaba de salir de un convento?

Jefri asintió.

– Estupendo. A ver si adivino el resto. No tiene familia ni hogar y la han educado para ser la princesa perfecta.

Jefri suspiró.

– ¿Por qué sé que tu comprensión no es buena señal? -dijo, hundiendo los hombros, sintiéndose más vencido que nunca.

– Porque a veces no eres tan tonto. ¿Y qué tiene para que sea la princesa perfecta?

– Es lo que yo pedí.

Billie no estaba segura de querer oírlo, pero insistió.

– ¿Qué cualidades pediste exactamente?

– Pedí un esposa razonablemente atractiva, de temperamento dócil y a quien le gustaran los niños.

Billie parpadeó.

– ¿Qué? ¿Eso fue lo que pediste? Estamos hablando de matrimonio, no de un restaurante, donde te dan la carta para que elijas la comida.

– No esperaba enamorarme de ella -dijo él, como si eso lo explicara todo-. Sería un matrimonio de conveniencia.

– Yo lo veo. Un matrimonio en la tradición de todas las grandes monarquías misóginas de este mundo. Estoy segura de que disfrutarás acostándote con tu razonablemente atractiva y dócil esposa y que juntos tendréis hijos razonablemente atractivos y dóciles.

– No lo entiendes.

– Lo entiendo perfectamente. Eso no es un matrimonio, y mucho menos una forma de vivir. Si eso es lo que quieres, no eres el hombre que pensaba.

Y armándose de la poca dignidad que le quedaba, se dirigió hacia la salida.

Sin embargo, Jefri no tenía la intención de dejar la marcha tan fácilmente, y la siguió.

– Estás enfadada.

– Gracias por la información, no me había dado cuenta.

– Con el tiempo lo entenderás.

Billie lo dudaba. Pero esperaba que el tiempo la ayudara a olvidarse de él. Cierto que habían pasado una noche inolvidable, pero eso tampoco significaba nada. No se había enamorado de él.

Jefri le rozó levemente el brazo, y ella se giró en redondo.

– No me toques -dijo ella, furiosa-. Ya no tienes derecho.

– Billie, tienes que ser razonable.

– No tengo que ser nada que no quiera, y mucho menos lo que tú quieras.

– Por favor. Eres lo más importante para mí.

– Ja. Incluso si te creyera me daría igual. Si necesitas una mujer, te sugiero que vayas a ver a doña Dócil y Razonablemente Atractiva. Estoy segura de que te recibirá con los brazos abiertos.

Capítulo 10

Billie se escondió en el aeropuerto durante una hora más, pero sabía que no podía quedarse allí para siempre. A menos que pensara en instalarse de nuevo en la tienda sin bañera, claro. Sin embargo llegó a la conclusión de que vivir sin bañera haría su vida mucho más dolorosa e incómoda, y prefirió regresar al palacio, donde lamerse sus heridas en un entorno menos agreste e incómodo.

De vuelta al palacio e incapaz de quedarse en su habitación, bajó a los jardines con Muffin en brazos. Allí se sentó en un banco de piedra y analizó sus alternativas.

Podía irse. Simplemente abandonar el trabajo e irse. Sin embargo, descartó la idea inmediatamente. Ella no abandonaba sus responsabilidades ni huía de situaciones difíciles. Eso la dejaba en situación cíe tener que ver prácticamente a diario al hombre que tanto daño le había hecho.

Trató de calibrar el alcance de las heridas. ¿Cuánto tardaría en recuperarse? ¿Cuánto tiempo necesitaría para volver la vista atrás y verlo únicamente como una importante lección para el futuro?

Muffin, que había terminado de olisquear el tronco de un árbol, pasó junto a ella camino del siguiente. Billie la observó, y se tensó al escuchar el sonido de unas pisadas en el sendero. Pero se relajó al darse cuenta que no pertenecían a Jefri.

Era el rey, que se acercaba hacia ella. Billie se puso inmediatamente en pie.

– Por favor -dijo él, indicándole con la mano que se sentara-. ¿La molesta un poco de compañía?

– Desde luego que no, Alteza.

El rey se sentó a su lado y le tomó la mano.

– Debo admitir que pasar un rato con una mujer tan hermosa me alegra inmensamente el día.

Billie hizo un esfuerzo para sonreír.

– Aunque agradezco el cumplido, está usted en una posición de mucho poder. ¿No significa que puede tener todas las mujeres hermosas que desee?

El rey alzó las cejas.

– Cierto. Lo había olvidado. Me ocuparé de adquirir tantas como me sea posible esta misma tarde.

Billie sonrió, esta vez sinceramente.

– Sería una tarea muy interesante.

– Estoy de acuerdo. Mis empleados no entenderían qué me ha ocurrido. Hábleme del entrenamiento – añadió, dándole unas palmaditas en la mano-. ¿Va todo bien?

– Sí. Tiene unos excelentes pilotos.

Ninguno mejor que Jefri, pero ella no quería hablar de él.

– Estamos calibrando los puntos fuertes de cada uno y trabajando en formarlos para trabajar en equipo. Sus desiertos estarán bien protegidos desde el cielo.

– Me alegro de oírlo -dijo el rey, y suspiró-. Los tiempos han cambiado. Hace cien años nadie hubiera pensado en patrullas aéreas del desierto.

– Seguramente no, pero los cambios no siempre son malos.

– Estoy totalmente de acuerdo. Debemos actualizarnos, avanzar hacia delante, e invertir en nuestro futuro.

– ¿Por eso ha venido Tahira? -pregunto Billie, sin poder reprimirse, con la mirada en Muffin en vez de en el rey -. ¿Como inversión de futuro?

Sintió la mirada pensativa del soberano en ella.

– Soy casi un anciano -dijo el rey -. ¿Tan malo es desear tener nietos que alegren mi vejez?

– En absoluto. Le deseo que tenga muchos.

– Nuestra forma de vida es diferente y a veces difícil de comprender, pero los deseos de un padre son universales. Queremos que nuestros hijos sean felices y aseguren la siguiente generación.

– Eso desde luego lo tiene asegurado.

– ¿No le gusta Tahira?

Billie lo miró.

– No la conozco, pero estoy segura de que es una mujer encantadora.

– Pero no entiende por qué mi hijo aceptaría un matrimonio de conveniencia.

– Reconozco que la costumbre me resulta un tanto incomprensible.

– Mi hijo ha estado casado antes. ¿Se lo dijo?

Billie asintió.

– Me dijo que no era lo que esperaba. Que estaba más interesada en el dinero y en la posición social que en ser su esposa.

– Así es, y cuando Jefri se dio cuenta y me pidió el divorcio, se lo concedí. Me di cuenta de que nunca la había amado -explicó el rey, con la mirada perdida en la distancia-. Y él me pidió que le buscara una esposa más adecuada.

Billie apretó los dientes al recordar los requisitos de Jefri.

– Dócil, razonablemente atractiva y que le gusten los niños.

– ¿Eso le dijo? -pregunto el rey, alzando las cejas.

– A veces el príncipe sólo parece inteligente.

El rey se echó a reír.

– Quizá tenga razón. Esperé a que él encontrara a alguien por sí mismo, pero no parecía interesado en buscar, así que accedí a hacerlo por él.

– Y encontró a Tahira.

– Sí. Es una buena chica, educada por las monjas. Formada para ser una buena esposa.

Billie no pudo evitar pensar en los animales domados del circo.

– Qué afortunada -dijo, sin poder evitar el sarcasmo.

– No le parece bien.

– No creo que mi opinión importe mucho.

– No es la única circunstancia -dijo el rey -. Su padre era íntimo amigo mío y al morir le prometí cuidar de ella. El convento la ha protegido del mundo todos estos años, y ahora tiene que dejarlo.

– Usted eligió el convento. Quería que educaran a Tahira para ser una princesa digna, y para casarla con uno de sus hijos -dijo Billie, sin dejarse engañar.

El rey asintió en silencio.

Billie se volvió hacia él y preguntó, casi con desesperación:

– ¿Por qué no con el príncipe heredero, Murat?

– Tahira no sobreviviría a las exigencias de ser reina. No es lo bastante fuerte.

– Lo que sólo deja a Jefri -dijo Billie, entendiendo mucho mejor la situación.

– Es una cuestión de honor. Romper el compromiso ahora deshonraría la memoria de mi amigo y la reputación de Tahira.

¿Por qué no podían ser las cosas un poco menos complicadas?, pensó Billie, suspirando para sus adentros.

El rey permaneció pensativo unos momentos, y por fin aventuró:

– Sólo Tahira puede romper el compromiso. Si quiere hacerlo, claro.

– Claro.

¿Y por qué iba a querer hacerlo, si había sido educada para ser la esposa de un príncipe? ¿Qué joven en el lugar de Tahira lo rompería?

– Aun con todo, no obligaré a mi hijo a un matrimonio que no desee -dijo el rey -. Si Jefri me dijera que…

El rey no terminó la frase, pero Billie entendió el significado. Si Jefri le pidiera que rompiera el compromiso, el rey accedería. Pero habría un escándalo, y todo el mundo consideraría a Jefri un egoísta caprichoso indigno de su posición real a la vez que significaría la deshonra de Tahira. Aunque Billie no estaba segura de las implicaciones de todo ello, sabía que no podía ser nada bueno.

Además, era mucho pedir, basándose apenas en una noche de sexo inolvidable.

– Jefri no se lo pedirá -dijo ella, con plena certeza-. Él y yo… -tragó saliva-. Entre nosotros no hay nada. Debo irme.

– Como desees, querida.

Billie se disculpó y llamó a Muffin antes de retirarse a su suite, sin fuerzas para continuar con la conversación.

Billie regresó a su habitación pensando en darse un baño caliente y pasar el resto de la velada viendo películas de la colección de DVD en su habitación.

Pero al llegar a la puerta, vio a su hermano apoyado en la pared, junto al marco.

– ¿Qué quieres? -le preguntó al llegar a su al¬tura-. Para que lo sepas, no estoy de humor para escuchar sermones.

– No he venido a echarte ninguno -dijo Doyle, acariciando las orejas de la perrita-. Sólo quería ver cómo éstas.

– Sigo viva y respirando. ¿Te parece suficiente?

La expresión de los ojos azules de su hermano decía claramente que no. Billie suspiró, abrió la puerta y lo dejó entrar.

– Tienes diez minutos -dijo -. Después quiero darme un baño.

– ¿Te ha hecho mucho daño?

La inesperada pregunta, junto con la preocupación en el tono de voz, la afectó profundamente. Conteniendo las lágrimas, Billie respondió.

– Estoy bien.

– Nunca se te ha dado bien mentir-dijo él -. Maldita sea, Billie, intenté avisarte.

– Estoy bien -repitió ella, tratando de sonar sincera-. Lo hemos pasado bien juntos, y ahora ha terminado.

– Dime que no te ha destrozado el corazón.

Billie restó importancia a sus palabras con un ademán.

– Apenas lo conocía. Han sido sólo unos días. ¿Estoy contenta de que haya otro mujer? No. Pero no estoy destrozada. Lo superaré y continuaré con mi vida, puedes estar seguro.

A Billie le gustó la seguridad en su voz, aunque en su interior sabía que no estaba diciendo la verdad.

– Es un cerdo -dijo Doyle-. No sabes las ganas que tengo de darle una paliza.

– La culpa no es sólo de Jefri. Él tampoco sabía nada de Tahira -dijo ella.

– Él le pidió a su padre que le buscara una esposa.

– Sí, pero también le pidió que lo cancelara todo -dijo ella.

– Pero a fin de cuentas, la peor parada eres tú -insistió Doyle, acercándose a ella y sujetándola por los hombros -, y quiero que pague por ello.

Billie entendía la reacción de su hermano, pero no la compartía.

– Quiero que te mantengas al margen de esto – le dijo, muy seria-. Es mi vida.

Y lo que quería era estar con Jefri. Quería que el sueño se convirtiera en realidad, el sueño de un príncipe que la adoraba tanto como ella a él. Pero el sueño apenas había durado veinticuatro horas y ahora tenía que volver a la realidad.

Se echó hacia atrás y cuadró los hombros.

– Estoy bien -le aseguró con firmeza-. Un poco desorientada por lo ocurrido, porque volver y encontrarme con su prometida no ha sido un plato de buen gusto, pero supongo que es la desventaja de salir con un príncipe. Lo he pasado bien con él y no me arrepiento de nada. Me niego a pedir perdón por ello.

– Por eso todos queríamos protegerte.

– Es mi vida, Doyle. No podéis protegerme siempre. Y ya que hablamos de eso, te diré que al menos yo me he arriesgado. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste relaciones con una mujer que no fuera un cuerpo sin mucho cerebro?