– Como desees -dijo poniéndose en pie.

Tahira se levantó también y apretó las manos delante del pecho.

– Príncipe Jefri, haré todo lo que pueda para hacerte feliz. Seré la esposa más obediente, lo juro.


Billie pensó que la situación tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Por un lado, iba a asistir a su primera cena de estado como invitada especial del rey. Lucía un vestido deslumbrante y estaba realmente espectacular. Su acompañante estaba casi tan atractivo como ella, en su esmoquin hecho a medida. Pero en el lado negativo, estaba el hecho de que su acompañante fuera su hermano y de que tendría que pasar la velada viendo a Jefri junto a Tahira.

Se recordó que la alternativa era quedarse en su habitación viendo la tele, pero decidió arriesgarse y disfrutar de una noche única. Seguro que la comida y el baile serían inolvidables.

Del brazo de su hermano, Billie entró en el enorme salón de baile donde docenas de lámparas de araña colgaban del techo de casi diez metros de altura e iluminaban el amplio espacio donde los invitados charlaban animadamente en grupos de varias personas. En un extremo había una orquesta, y varias barras colocadas estratégicamente, así como camareros con bandejas de comida y champán.

– Esto es sólo para las presentaciones, ¿no? – preguntó Doyle con admiración-. Después está la cena y el baile, ¿no?

– Eso dice la invitación.

– Estupendo -Doyle recorrió el salón con los ojos-. Y muchas mujeres preciosas. Creo que me encantaría ser el rey.

Billie le apretó el brazo a modo de advertencia.

– Procura no ponerme en evidencia.

– Te lo juro por mi avión -dijo él, y le dio un beso en la mejilla-. Cuidado con los príncipes.

– Te aseguro que lo tendré.

Doyle sonrió y se alejó, dejándola sola aunque no por mucho rato. Un segundo después sintió algo cálido en la espalda y se tensó. Y otro segundo más tarde escuchó la voz de Jefri.

– Buenas noches -dijo él, ofreciéndole una copa de champán-. Estás absolutamente maravillosa.

– Gracias -dijo ella, tomando la copa con las dos manos para evitar que alguna quedara libre e hiciera lo que no debía hacer, tocarlo-. ¿Dónde está Tahira?

– Hablando con una amiga. Alguien que conocía del colegio. ¿Y tu hermano?

– No sé si seduciendo o dejándose seducir, pero no creo que ande muy lejos. El esmoquin le queda muy bien y a las mujeres les gusta.

Jefri la tomó del brazo y la llevó a un lado del salón, a una pequeña sala apartada. Ella se dejó llevar, incapaz de resistirse a una mirada que le decía que ella era la respuesta a todas sus oraciones.

– ¿Qué estás pensando? -preguntó él, deteniéndose detrás de ella.

– Que tenemos que dejar de encontrarnos así.

Jefri le acarició la piel desnuda del brazo con el pulgar.

– No era eso en lo que estaba pensando. Quiero darte las gracias por ayudar a Tahira.

– Es una joven muy agradable y agradecida.

– Sí, es exactamente lo que pedí. Y no podría sentirme peor.

Billie se estremeció.

– Jefri, no. Tahira es…

– Una niña, tan poco interesaba en mí como yo en ella. Esto ha sido un triste malentendido que no puede continuar.

– ¿Vas a romper el compromiso? ¿Decirle que se vaya?

En lugar de responder, Jefri se acercó más a ella. Tanto que Billie podía sentir su calor y el contacto de su cuerpo en la espalda.

– Te deseo -le susurró acariciándole con los labios el lóbulo de la oreja-. Cada momento, con cada aliento. Te imagino en mi cama, desnuda. Quiero acariciarte y abrazarte. Quiero saborearte y excitarte. Te quiero excitada, húmeda y gritando de placer.

La mano masculina se deslizó por el brazo hasta la cintura y el estómago femenino.

– ¿Recuerdas cómo fue? -preguntó él en un susurro.

Billie no podía hablar ni moverse. Apenas tenía fuerzas para mantenerse de pie.

– Claro que lo recuerdo -susurró-. No puedo olvidarlo, pero no significa nada.

– Significa muchísimo.

– No puedo -dijo ella, y se alejó un paso de él -. Y tú tampoco.

– Billie, te deseo.

Y ella a él. Pero era un problema que no tenía solución.

– Tengo que irme -dijo ella.

– No, no te vayas de la fiesta.

– Tengo que irme del país -dijo ella, mirando la copa de champán-. Esto sería más fácil si yo no estuviera aquí. Haría nuestras vidas mucho más llevaderas.

– ¿Eso es lo que quieres?

Era una pregunta que no podía responder. Al menos si era sincera. Porque no quería irse.

Sin mirarlo, pasó por delante de él y entró de nuevo en el salón. Casi sin ver, rodeó a una mujer alta enfundada en un vestido de satén negro, y casi tropezó con un hombre mayor, vestido en un elegante esmoquin.

– Perdone -empezó, antes de reconocer al rey.

Éste le tomó la mano.

– ¿Adonde va con tanta prisa?

– A ningún sitio. Sólo estaba paseando.

– Bien, entonces acompáñeme. Quiero presentarle a algunas personas.

Billie casi tropezó por la sorpresa.

– ¿A mí? ¿A quién?

– A la embajadora francesa -dijo el rey -. Una mujer muy interesante. Y al primer ministro británico. Aún no lo conoce, ¿verdad?

– No, me temo que no nos han presentado – dijo Billie, riendo.

El rey le pasó una mano por la espalda. -Estará encantado de conocerte, querida. Totalmente encantado.

Tahira estaba escondida detrás de una columna contemplando el baile. Había sobrevivido a su primera cena formal, que había superado totalmente sus expectativas.

Un destello de azul llamó su atención, y sonrió al reconocer a Billie bailando con el príncipe heredero.

Era preciosa, pensó Tahira con un suspiro. Billie llevaba la melena rubia y rizada recogida en un moño encima de la cabeza, con unos largos pendientes de diamantes que le caían casi hasta los hombros, mientras el vestido azul marcaba seducto- ramente las curvas de su cuerpo.

Tahira pensó en sus pequeños pechos y estrechas caderas. Mientras contemplaba a la pareja, el príncipe heredero dijo algo y Billie se echó a reír. Tahira sonrió, como si hubiera escuchado la broma. Billie siempre sabía qué decir.

– Quiero ser como ella -dijo, con intensidad, dudando de que fuera posible.

– ¿Como quién?

Tahira giró en redondo y vio a un hombre detrás de ella. Por un momento su mente se quedó en blanco, pero enseguida reconoció a Doyle, el hermano de Billie.

– Me has asustado -admitió, llevándose una mano a la garganta.

– Perdona. Te he visto aquí escondida y he venido a ver por qué no bailas.

¿Bailar? Tahira hizo una mueca. Aunque había tomado lecciones del baile y ensayado con otras chicas del colegio, el baile con el príncipe Jefri había puesto de manifiesto que bailar con un hombre era muy diferente a bailar con sus amigas.

– Ya he bailado -dijo-. Una vez.

– Claro, con tu prometido. Pero con nadie más.

– Nadie me lo ha pedido, y no estoy muy segura de…

Sin dejarla a terminar, Doyle la tomó de la mano y la acercó a él.

– Aún no estás casada, ¿verdad? Así que no me decapitarán por bailar contigo.

Doyle tenía unos ojos maravillosamente azules, pensó ella, como el color del mar de los arrecifes de coral de la isla. Un azul profundo que parecía llamarla y susurrarle sus secretos.

– ¿Tahira?

– ¿Qué?

Él sonrió y a ella le dio un vuelco el corazón.

– No has respondido a mi pregunta.

Tahira parpadeó.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Puede una hermosa futura princesa bailar con un atractivo desconocido?

Tahira se echó a reír, y se sonrojó. Ella no era hermosa, pero le gustó oírlo.

– No eres un desconocido -dijo ella-. Eres el hermano de Billie.

– Lo dices como si eso te hiciera sentir segura.

– Así es.

La expresión de Doyle se ensombreció.

– No lo creas ni por un momento, princesa. Puedo ser un hombre muy peligroso.

Sus palabras la hicieron estremecer, pero de excitación más que de temor.

– No soy una princesa -por una vez, Tahira no quería pensar en ello-. Con el tiempo, pero por ahora sólo soy una chica normal y corriente.

– ¿No una mujer?

Tahira se sonrojó otra vez y agachó la cabeza. Doyle le tomó la barbilla con la mano y le alzó la cara.

– Perdona. No quería hacerte sentir incómoda. Ven, baila conmigo -le dijo tirando suavemente de ella.

Después la rodeó con sus brazos y la movió al ritmo de la música.

Tahira no sabía qué pensar, ni qué sentir. Nunca había estado tan cerca de un hombre. Sólo del príncipe Jefri, pero él la había mantenido tensamente separada de él, mientras que Doyle la pegaba a su cuerpo cálido y acogedor, sujetándola con una mano por la cintura mientras con la otra le envolvía los dedos y los apretaba sobre el pecho.

Doyle era alto pero no demasiado. A ella le gustaba su fuerza, y a su lado se sentía pequeña y frágil.

– Piensas demasiado -protestó él, con una sonrisa-. Se supone que tienes que estar tan abrumada por mis encantos que sólo puedes pensar en mí.

– ¿Cómo sabes que no estoy pensando en ti? – respondió ella, sin pensar.

– ¡Señorita Tahira, nadie me ha dicho que eras una coqueta! -exclamó Doyle, fingiendo estar es¬candalizado-. ¿También enseñan eso en el convento?

¿Ella? ¿Una coqueta? ¿Era posible?

– En absoluto -dijo ella, sonrojándose-. Las hermanas no lo aprobarían.

Doyle bajo la cabeza hasta pegar los labios al lóbulo de su oreja.

– No tienen que enterarse -susurró él, rozándola con los labios al hablar.

El roce de su aliento la hizo estremecer, y la sensación le gustó. Doyle la apretó un poco más contra él.

– Hueles maravillosamente. ¿Qué perfume usas?

Tahira se apartó unos centímetros y lo miró con expresión inocente.

– Ninguno.

En aquel instante, la expresión masculina cambió y sus ojos brillaron con un destello que Tahira fue incapaz de descifrar.

– No me digas eso, princesa -dijo él, en voz baja.

– No lo entiendo. ¿Qué tiene de malo que no lleve perfume?

– Ninguna mujer debería oler tan bien sin perfume.

– Oh.

Tahira no tenía ni idea de a qué se refería. ¿Estaría enfadado? Hablar con los hombres era más difícil e incomprensible de lo que había imaginado, aunque con Doyle se sentía mucho más relajada que con el príncipe.

Bailaron en silencio unos minutos y después Doyle dijo:

– ¿Vas a casarte con él?

– ¿Qué?

Tahira levantó la cabeza y vio al príncipe Jefri bailando a pocos metros de ella. Volvió la cabeza para no verlo.

– Claro. Me ha hecho un gran honor pidiendo mi mano en matrimonio.

– ¿Y lo ha hecho?

Tahira lo miró sin comprender.

– ¿Si ha hecho qué?

– Ponerse de rodillas y jurar que te amará y te honrará hasta que la muerte os separe,

– Oh, no, así no.

En realidad no le había dicho nada. Una mañana, las monjas le dijeron que era hora de dejar el convento. Ella, obediente, recogió sus cosas y alguien fue a buscarla para llevarla al palacio.

– Me lo dijo el rey.

– Oh, qué romántico.

– Es un matrimonio de conveniencia. Es un honor que me hayan ofrecido a uno de los príncipes.

Doyle la contempló durante unos segundos.

– Tahira, no eres una mercancía. Nadie puede comprarte o venderte. No entiendo cómo alguien como tú puede venderse por tan poco.

– ¿Alguien como yo?

– Eres dulce y divertida, además de muy bonita, qué demonios. Y no veo que tengas que sentirte tan honrada por ser aceptada por alguien como él. Podrías tener algo mucho mejor.

Dos cosas atrajeron la atención de Tahira. Primero, la vehemencia de Doyle, algo que la sorprendió muy agradablemente. Nunca había oído hablar a nadie así. Y en segundo lugar, sus palabras.

– Es un príncipe. No encontraré a nadie mejor.

– Puedes casarte por amor.

¿Amor?

– Lo amaré, con el tiempo.

– ¿Cómo lo sabes?

Nadie le había planteado aquellos interrogantes antes.

– Lo sé. Las cosas son así.

Siempre había sido así. Siempre había sabido que existía la posibilidad de casarse con uno de los hijos del rey. Y siempre había esperado que el sueño se convirtiera en realidad. Sí, al principio su esposo y ella serían dos desconocidos, pero con el tiempo se enamorarían.

La música terminó y Doyle la llevó fuera de la pista de baile.

– Las cosas no son tan claras. Estás jugándote tu futuro a algo que puede ocurrir o no. ¿No preferirías enamorarte primero y casarte después? Podrías explorar el mundo. Trabajar. Vivir.

En boca de Doyle todo parecía posible, pero ella sabía que no lo era.

– Voy a casarme con el príncipe.

– ¿Por qué?

– Porque es mi obligación.

Al escuchar las palabras de su boca, Tahira se llevó la mano a la boca y lo miró.