– ¿Venías aquí de niño, cuando te metías en líos? -preguntó ella, estirándose en la tumbona con un vaso en la mano.

– A veces. Pero mi padre se dio cuenta enseguida de que la mejor manera de tenerme a raya era amenazarme con quitarme los aviones.

– Te entiendo perfectamente. En mi casa el castigo habitual era quedarse en tierra.

Jefri se echó a reír.

– Dudo que escucharas tantos sermones sobre tus deberes con el pueblo y la responsabilidad de mantener una tradición milenaria como yo.

– Eso me lo ahorré, cierto -dijo ella.

– Era el sermón favorito de mi padre -dijo Jefri, encogiéndose de hombres-. Según él, yo defraudaba a nuestros antepasados con una regularidad increíble. Pero a mí me gustaba explorar, y no tardaba en volver a saltarme las normas.

– Algo me dice que sigues haciéndolo.

En lugar de responder, Jefri le tomó la mano.

– Háblame de tu infancia. Tú no tuviste que aguantar los sermones de un rey.

– No, pero mi padre estaba acostumbrado a mandar. Con tres hijos varones, no le quedaba más remedio que mantenerse firme.

Jefri le acarició el dorso de la mano con el pulgar, y ella sintió un estremecimiento.

– ¿Y contigo?

– Hasta la muerte de mi madre, ella se ocupó de educarme. Estábamos mucho tiempo juntas, y siempre nos llevamos bien. Decía que como éramos sólo las dos teníamos que estar unidas.

– Su muerte debió de ser un duro golpe.

– Lo fue. Estaba entrando en la adolescencia, justo cuando una chica necesita más a su madre. Tenía cáncer, y sólo tuvimos unas semanas para hacernos a la idea. Cuando se dio cuenta de que estaba enferma, ya era demasiado tarde. Mis padres eran novios desde el instituto, y cuando mi madre se puso enferma, mi padre lo pasó muy mal.

Billie miró hacia el horizonte.

– Mi padre viajaba mucho -continuó-, y yo creía que no la quería tanto, pero me equivoqué. Recuerdo un par de días después del diagnóstico que fui a su habitación para hablar con ella. Mi padre estaba allí, abrazándola, y llorando. Nunca lo había visto llorar. Quise irme, pero no pude. El le pedía que no se muriera, que no podría continuar sin ella. Se querían mucho. Entonces me juré que algún día yo encontraría a alguien que me quisiera tanto.

– ¿Lo has encontrado? -preguntó él.

Billie alzó las cejas.

– No estaríamos aquí de la mano si así fuera.

– Tienes razón.

Curioso. Había empezado a creer que nunca encontraría a nadie, y ahora que sabía que nadie se interesaba por ella a causa de las amenazas de sus hermanos, se sentía un poco mejor. Aunque tampoco estaba segura de querer a alguien que no fuera capaz de enfrentarse a sus hermanos por ella.

Qué lío, se dijo. Mejor lo dejaba para analizarlo en otro momento.

– Y cuando tu madre murió, ¿empezaste a viajar con tu padre?

Billie asintió.

– Sí. Mi padre había empezado a llevarse a mis hermanos durante los veranos. Ahora que no quedaba nadie en casa, íbamos todos. Contrató a un profesor particular para que nos diera clases. Cumplí los trece años en Sudamérica, y los dieciséis en Oriente Medio. A esa edad, la mayoría de las chicas tienen una gran fiesta de cumpleaños. Yo hice mi primer vuelo sola en un reactor.

– ¿Hubieras preferido la fiesta?

Billie lo miró como si estuviera loco.

– ¿Qué dices? Llevaba dos años suplicando a mi padre que me dejara pilotar sola. Me dijo que no entendía la información técnica, así que me puse a estudiar física y aerodinámica como una loca hasta que no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia.

Jefri vio la sucesión de diferentes emociones que se reflejaban en el rostro femenino. Era una mujer hermosa, pero no era difícil imaginarla sola y asustada tras la muerte de su madre.

– Has sobrevivido en un mundo de hombres- dijo él.

Billie se echó a reír.

– Al principio intenté ser como ellos. Pensé que así conseguiría el respeto de mi padre. Pero con el tiempo, llegué a la conclusión de que nunca sería otro de sus hijos, así que dejé de intentarlo.

– No sabes lo mucho que me alivia oír eso.

– Veo que no te apetece mucho salir con Doyle -bromeó ella.

– Ni lo más mínimo.

– Cuando cumplí diecinueve años, decidí cambiar. Estábamos en Francia, y pasé dos días arreglándome el pelo, pintándome las uñas y de compras. Cambié las botas militares por tacones de diez centímetros, y nunca me he arrepentido.

– ¿Qué dijeron tu padre y tus hermanos?

– Al principio no se dieron ni cuenta. La mitad de las faldas les parecían muy cortas, y mis hermanos se metieron conmigo por el peinado. Los reté a un combate aéreo, y fue la primera vez que les gané a los tres. A partir de entonces, no han podido conmigo.

– El poder de una mujer -dijo él, encantado con su victoria.

– Algo así -dijo ella, bebiendo un sorbo de refresco-. Quiero mucho a mi familia, no lo dudes. Llevamos una vida muy nómada y por eso apreciamos las veces que estamos juntos.

– ¿Tu padre no volvió a casarse?

– No. Ojalá lo hubiera hecho. Sé que quería a mi madre, pero no hay motivo para seguir solo tanto tiempo. No creo que ella lo hubiera querido – Billie lo miró -. Tu padre tampoco volvió a casarse después de la muerte de tu madre.

– Eso es cierto. Estaban muy enamorados también, aunque él había estado casado antes. De todos modos, mi padre hace largos viajes por Europa y Estados Unidos, y dudo que le falte compañía femenina.

– Sí, y yo dudo de que nadie se atreva a decirle que no está interesada.

Jefri arqueó las cejas.

– ¿Por eso estás conmigo? ¿Porque soy un príncipe y crees que no puedes rechazarme?

Ella lo miró a través de las pestañas entrecerradas.

– Por supuesto.

Pero la boca le temblaba. Y él se dio cuenta.

– Estás reprimiendo una carcajada -dijo.

– Tienes razón, pero tenías que haberte visto la cara cuando lo he dicho. Me has creído y te ha ofendido, y mucho -rió ella.

Jefri le soltó la mano y apoyó las piernas en el suelo.

– Veo que tendré que enseñarte más respeto hacia mi posición.

– Te respeto, Jefri, pero no te tengo miedo.

– Me alegra saberlo. ¿Lista para comer?

– Sí.


Para Billie, comer al aire libre significaba un sándwich y una lata de refresco. Sin embargo, hacerlo al estilo principesco de Bahania no tenía nada que ver. No sólo había una mesa de madera auténtica con sillas a juego, sino también un mantel de lino blanco y una lujosa vajilla de porcelana acompañada de una exquisita cristalería tallada.

Un sirviente enfundado en una chaqueta blanca y unos pantalones negros apareció mientras se dirigían hacia la mesa. Retiró la silla de Billie para que se sentara y después le ofreció la carta. Billie echó un vistazo a la lista de ensaladas y platos de carne y pescado, y después dejó la carta sobre la mesa y se inclinó hacia Jefri.

– Te estás esforzando mucho para impresionarme -dijo.

– Me dijiste que era imposible.

– Posiblemente mentí.

– Bien.

Se inclinó hacia ella y le rozó los labios con la boca, mandando llamaradas de pasión por todo su cuerpo.

– Pero recuerda-añadió él -. Esto son sólo cosas y lugares. No dicen nada sobre mi verdadero yo.

Billie entendió perfectamente sus palabras. Él era más que un hombre rico con un montón de criados. Pero ella sabía que era una equivocación pensar que su mundo no era parte de su verdadero yo.

– No eres exactamente cómo me había imaginado un príncipe -dijo ella.

– ¿La impresión es mejor o peor?

– Diferente -respondió ella-. Aunque no tengo mucha experiencia en el mundo de la realeza.

– Entonces estamos iguales, porque yo tengo poca experiencia con instructores de vuelo tan encantadoras y atractivas. Siempre me han enseñado hombres, muchos de ellos con bigote.

Billie sonrió.

– Me lo imagino.

Jefri tomó la carta y se la entregó.

– ¿Qué quieres comer?

– No preguntaré qué hay bueno, porque supongo que todo es fabuloso.

– Por supuesto. Oh, y si estás pensando en elegir algo para llevar las sobras a Muffin, mi padre me ha encargado que te diga que puedes pedir que te envíen un plato a tu habitación. No hace falta que te metas nada en el bolso.

Billie cerró los ojos con fuerza y dejó escapar un gemido.

– ¿Todos se dieron cuenta? -gimió, mortificada.

– Por supuesto.

Billie abrió de nuevo los ojos y lo miró aterrada.

– Qué humillante.

– Todo lo contrario -le aseguró él -. Estábamos todos embelesados.

– Llevaba una bolsa de plástico dentro del bolso -trató de excusarse ella, sabiendo que era una débil justificación-. No la metí directamente en el bolso.

– Claro que no.

– ¿Así que no te parece raro?

El sonrió.

– Me parece rarísimo.

– Te burlas de mí.

– Por supuesto.


El placer de Billie en el oasis con Jefri duró exactamente veinticuatro horas y cuarenta y dos minutos, hasta el momento en que se encontró de nuevo a los mandos de un avión. Aunque esta vez en lugar de compartir el Tiger Moth, volaban en reactores separados y ella estaba a punto de derribarlo.

Lo que menos le gustaba era lo pronto que iba matarlo. Si al menos hubiera durado cuatro o cinco minutos, los dos se sentirían mejor. Pero el cronómetro especial integrado que era parte del programa de entrenamiento todavía no había llegado a los noventa segundos y Billie ya lo tenía en la mira.

Por el momento pensó en fingir no tenerlo, pero descartó la idea inmediatamente. Su trabajo consistía en preparar los mejores pilotos del mundo, y no podía dejarlos ganar. Maniobró el aparato para tener un disparo limpio y presionó el botón. El estridente sonido resonó una vez más en la cabina.

– Continúas sorprendiéndome-dijo él, después de suspirar con incredulidad.

– Por eso me pagan lo que me pagan-dijo ella.

Descendió tras él y cuando detuvo el reactor en tierra a su altura, titubeó un momento antes de bajar.

¿Qué le iba a decir? ¿Cómo podía explicarle que a ella no le importaba lo que ocurriera durante los vuelos de entrenamiento? Le gustaba estar con él, hablar con él, volar con él, y no pondría resistencia si él quería besarla otra vez.

– Quedándome aquí sentada no conseguiré nada-se dijo, y abrió la cubierta de la cabina.

Mientras cruzaba la pista, vio a Doyle caminar hacia Jefri. Se le hizo un nudo en el estómago, y aceleró el paso.

Pero llegó tarde, y cuando llegó a su altura, su hermano estaba dando una palmadita a Jefri en la espalda y diciéndole:

– Tiene que doler que te mate siempre la misma chica.

– Lo mismo que a ti -le recordó Billie, deseando que su hermano tuviera la boca cerrada.

Doyle sonrió.

– Sí, pero yo no soy un príncipe.

A Billie le entraron ganas de gritar de rabia. Pero en lugar de eso, apretó los dientes y se alejó. No quería conocer la opinión de Jefri, y fue directa a la tienda principal. Allí recogió su ropa de calle y se metió en el cuarto de baño. Se puso los pantalones cortos y la camiseta, y guardó el uniforme antes de recoger a Muffin.

– Esta situación es frustrante -dijo a su perra-. No puedo ganar. No puedo dejar de ser buena, y no quiero cambiarlo.

Salió de la tienda y casi se dio de bruces con Jefri.

– ¿Qué? -preguntó, sin más.

– Te estaba buscando.

– Bien, bien, pero escucha. No me disculparé por ser buena en lo que hago. Lo siento si eso te resulta frustrante.

– No considero que mis frustraciones sean tu responsabilidad.

Jefri habló sin levantar la voz, en un tono razonable. Eso la puso mucho más nerviosa.

– Sólo hago mi trabajo -continuó ella-. Aunque sé lo que dicen todos. Que soy una «destroza hombres». No es mi intención castrarte.

Jefri la sujetó por ambos brazos y la llevó a un lado de la tienda, junto a una pila de cajones de embalaje.

– Hablas demasiado -dijo, mirándola fijamente a la cara.

– Sólo quiero explicarlo.

– Lo entiendo perfectamente. Deja al perro en el suelo.

La orden era tan inesperada que Billie obedeció sin pensarlo. Y se alegró de haberlo hecho cuando él la tomó en brazos y la besó.

La cálida e insistente presión sobre los labios desvaneció todas sus preocupaciones. La boca masculina se movía despacio, como dándole tiempo a acostumbrarse al beso y a él. Billie hubiera podido decirle que no le importaba en absoluto. De hecho, le encantaba. Y quería más.

Pero en lugar de eso, apoyó las manos en los hombros masculinos y se inclinó hacia él. Ladeó la cabeza y abrió los labios, en una clara invitación.

Jefri reaccionó aspirando aire y acariciándole la lengua con la suya.

El beso fue tan espectacular como el de la primera noche. Billie sintió que las entrañas le temblaban y las rodillas le fallaban. Una oleada de calor la recorrió, despertando en ella un deseo de tal intensidad que apenas lo podía creer.