Ella echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que estaban solos y levantó la voz.

– ¿Todo esto es porque soy virgen? -dijo, con labios temblorosos-. No puedo creer que mi virginidad se esté convirtiendo en algo tan importante. No creí que fuera posible.

– Podría ser peor.

– O podría solucionar el problema. Mañana tengo una cena con Jean Paul. Tal vez, aproveche para ocuparme de mi virginidad.

– Zara, no seas imprudente -exclamó Rafe, inquieto.

– ¿Debo sumar la imprudencia a mi lista de defectos? ¿Hay algo en mí que te guste? No puedo creer que esperes que, sencillamente, me mude a vivir aquí de forma permanente -continuó Zara, mientras avanzaba por el corredor-. No sé si quiero vivir en el palacio. Ni siquiera sé si estoy lista para mudarme a Bahania. Es muy pronto, demasiado. Necesito tiempo.

Rafe hizo un esfuerzo para dejar los celos a un lado y la tomó de un brazo.

– Zara, ten cuidado. El rey cree que eres una nueva ciudadana de su país. Te considera como a un miembro de su familia y, por lo tanto, cree que tu lugar está aquí, en el palacio.

– ¿Y qué pasa si yo no quiero vivir aquí?

– Sólo digo que no tomes decisiones apresuradas. Te has pasado la vida buscando a tu familia; ahora que la has encontrado, ¿serías capaz de rechazarla?

Ella aminoró el paso y asintió.

– Entiendo lo que dices, pero tengo esta horrible sensación de estar atrapada.

Zara esperaba que Rafe tuviera alguna palabra de consuelo para ofrecerle; aun así, no le sorprendió que se quedara en silencio. Jamás había atravesado una situación semejante y, encima, era alguien a quien nunca le había gustado estar atado a nada así que no podía entender la ambivalencia que sentía.

Se separaron al llegar a la puerta de la suite. En cuanto entró, Zara oyó ruidos que provenían del dormitorio de Cleo.

– ¿Has decidido regresar a casa? -preguntó, feliz de tener a alguien de confianza con quien hablar-. Puedo imaginar qué has estado haciendo en los últimos días.

Zara entró en la habitación de su hermana pero se detuvo en cuanto cruzó el umbral. En efecto, Cleo había regresado pero, obviamente, no pensaba quedarse mucho tiempo. Sobre la cama había varias maletas abiertas y llenas de ropa. Su hermana se movía por la habitación a toda velocidad, recogiendo cosas y arrojándolas a las maletas.

– ¿Qué sucede? -preguntó Zara, angustiada.

Cleo la miró con sus enormes ojos azules ensombrecidos de emoción.

– Eres la inteligente de la familia, deberías darte cuenta de lo que sucede.

– Puedo ver que estás haciendo las maletas, ¿pero adonde vas?

– A casa.

Zara esperaba oír que su hermana se iba a vivir con uno de los príncipes. Todos ellos se habían fijado en Cleo, aunque el príncipe Sadik parecía el más interesado.

– Cleo, ¿qué estás haciendo? Creí que te estabas divirtiendo.

– He tenido unas vacaciones geniales -contestó la hermana-, pero quiero volver al mundo real. Tengo un trabajo.

– ¿Es que no quieres quedarte más tiempo?

– La verdad, no. No pertenezco a este lugar – afirmó Cleo, señalando la lujosa habitación-. Tú eres la princesa; yo sólo soy la chica de la plebe que te acompaña.

Zara se acercó a su hermana.

– No digas eso. Somos hermanas.

Cleo negó con la cabeza.

– No. Tu hermana es la princesa Sabra de Bahania. Agradezco que me hayas permitido compartir la aventura pero, en lo que a mí respecta, ha llegado a su fin.

A Zara le empezaron a arder los ojos.

– Sabrina no es mi hermana. No en mi corazón. Apenas la conozco. Cleo, te necesito aquí, conmigo.

– No me puedo quedar -aseguró Cleo, sin dejar de meter ropa en las maletas-. Estarás bien. El rey está feliz de tenerte cerca. Estarás tan ocupada aprendiendo a ser de la realeza que ni siquiera notarás que me he marchado.

Zara no entendía qué estaba pasando. Comprendía que Cleo estaba tratando de protegerse, pero no entendía por qué.

– ¿Alguien ha dicho algo que te ha ofendido? – preguntó.

– No. Todos han sido maravillosos.

– Está bien, entonces me iré contigo.

Cleo la miró con seriedad.

– No seas loca. Toda tu vida has querido un padre y ahora has encontrado uno que, además, es rey. ¿Vas a decirme que quieres huir de todo eso? Ambas sabemos que si lo haces te arrepentirás el resto de tu vida.

– Pero no quiero estar aquí sin ti…

– Lo harás bien. Tienes a esos tipos interesados en ti y hasta es probable que antes de fin de mes estés comprometida con alguno.

– No con el duque -murmuró Zara.

– Entonces con el otro.

– Lo veo difícil. Ya sabes la suerte que tengo con los hombres.

Cleo se acercó y la abrazó.

– Diría que tu suerte está a punto de cambiar -aseguró-. Sabes que te deseo lo mejor, Zara. Sin embargo, no puedo quedarme aquí. No pertenezco a este lugar. Sencillamente, no.

Zara sabía que Cleo estaba pensando en su pasado, en su infancia en la calle y en los orfanatos.

– Nada de eso importa.

– Para mí sí -afirmó Cleo-. Puedo cuidarme sola. Tengo un buen trabajo. He trabajado duro para salir adelante y me siento muy orgullosa de lo que he hecho. Así que deja que regrese a mi vida y al lugar al que pertenezco. Tú quédate aquí y aprende las reglas del protocolo real.

Zara asintió. No podía hablar porque tenía los ojos llenos de lágrimas. Sentía que estaba a punto de perder algo precioso y que no podía hacer nada para que Cleo cambiara de opinión.

La hermana sonrió con ternura y la abrazó.

– No olvides que existe el teléfono y que puedes llamarme cuantas veces quieras para mantenerme al tanto de tus andanzas.

– Lo prometo -dijo Zara, y se aferró a ella con todas sus fuerzas.


Zara apenas podía mantenerse despierta. Entre el cansancio y la aburrida conversación estaba a punto de dormirse sobre la ensalada. Parpadeó un par de veces y bebió un sorbo de agua helada para reanimarse. Por suerte, Jean Paul no parecía haber notado su falta de interés.

– Las flores pequeñas son tan hermosas -estaba diciendo el hombre.

Ella suponía que seguía hablando de los viñedos. Salvo por algunos comentarios sobre el castillo familiar, ése había sido el tema favorito de conversación de Jean Paul desde que había ido a buscarla al palacio.

– Suena adorable -murmuró Zara, por decir algo.

Justo en aquel momento, llegó el camarero con los postres. Zara tomó una porción de tarta de chocolate con la esperanza de que el azúcar le aportaría un poco de energía.

Estaba segura de que Jean Paul no podía ser tan aburrido como parecía y que probablemente sólo era que ella estaba exhausta. Había pasado las últimas dos noches caminando por el enorme dormitorio, escuchando el silencio y lamentando que Cleo se hubiera marchado. Jamás se había sentido tan sola ni tan fuera de lugar.

Trató de aclarar su mente; no era el momento de pensar en la repentina partida de Cleo. Había salido con un francés muy guapo, adinerado y experto en vinos y viñedos. Tenía que tratar de disfrutar de la velada que, por lo menos, era mucho más íntima que el paseo con Byron. Esta vez sólo estaba custodiada por Rafe que, sentado a una mesa cercana, trataba de no escuchar la conversación.

– Tienes que venir a Francia -dijo Jean Paul-. En otoño, así te librarías de los turistas.

– Haces que todo suene muy mágico -afirmó ella.

– Recuerdo los otoños de mi infancia -comentó él-. Me encantaba correr descalzo sobre las hojas de los árboles que cubrían el suelo. La esencia de aquellos días me acompaña hasta el día de hoy. Solía ir con mi pequeño perro al arroyo que había detrás de la casa…

Jean Paul había iniciado otra de sus largas peroratas y Zara no pudo evitar la tentación de echar un vistazo a su reloj. Hacía más de dos horas que estaban cenando y él había pasado la mayor parte del tiempo hablando de sí mismo. Lo único que le había preguntado era si estaba de acuerdo en que su casa parecía el paraíso. Zara se preguntaba si la veía como una persona o sólo como una mujer soltera supuestamente emparentada con un rey. Sospechaba que si hubiera enviado a uno de los gatos de Hassan en su lugar, Jean Paul no se habría dado cuenta.

Se sintió aliviada cuando el camarero retiró los platos y llevó la cuenta porque eso indicaba que la cena estaba llegando a su fin. Rafe iba por su tercera taza de café. Sin duda necesitaba cafeína para mantenerse alerta porque la voz monocorde de Jean Paul tenía un efecto adormecedor hasta para él.

Zara estaba a punto de levantarse de la mesa para salir cuando de pronto, Jean Paul se inclinó hacia ella y la tomó de la mano.

– Zara, eres una mujer excepcional. Me gustaría mucho hacerte mía…

Zara se quedó boquiabierta. No sabía si le estaba proponiendo matrimonio o simplemente una aventura pero, en cualquier caso, le parecía una especie de burla. No podía creer que aquel hombre creyera que la había seducido con su charla aburrida y egocéntrica

– Temo que estás malinterpretando la situación – contestó, mientras se ponía de pie.

Rafe estuvo a su lado en menos de un segundo.

– Necesito salir de aquí -afirmó Zara, haciendo caso omiso a las protestas de Jean Paul.

– Tú eres el jefe -dijo Rafe.

Acto seguido, el guardaespaldas la rodeó con un brazo y la sacó del restaurante.

Zara estaba tan aturdida por la declaración de Jean Paul que ni siquiera notó que en vez de subir a la limusina que los había traído desde el palacio, estaban caminando por las calles de la ciudad. Cuando se dio cuenta, ya estaban entrando en un pequeño bar.

El salón principal del local tenía una docena de mesas, estaba decorado con una iluminación tenue y había un trío de músicos tocando en una esquina. Rafe encontró una mesa apartada en un rincón, invitó a Zara a sentarse y se acomodó junto a ella después de hablar con uno de los camareros.

– ¿Qué tal ha estado la cena?

Zara lo miró con el ceño fruncido y, en lugar de responder, se entretuvo estudiando el telón de terciopelo rojo que adornaba el escenario y la madera tallada de las mesas. Los ventiladores del techo y el murmullo en diferentes idiomas le daban el aspecto de una escena de Casablanca.

El camarero trajo dos copas llenas de un líquido de color ámbar, las dejó sobre la mesa y se marchó.

– Es coñac -dijo Rafe-. Parece que necesitas un trago.

Ella bebió un sorbo y sintió el calor recorriéndole el estómago.

– ¿Quieres hablar sobre lo que ha pasado? -preguntó él.

– No lo sé. Tal vez -contestó Zara-. Supongo que habrás oído la estimulante charla de Jean Paul.

– Sí, aunque habría preferido no hacerlo.

– Al menos tú no estabas obligado a permanecer sentado frente a él, fingiendo interés.

– ¿Y qué ha pasado con la gran escena romántica que habías planeado?

Rafe la estaba poniendo a prueba, y Zara reconocía la intención en el tono de voz y en el brillo de los ojos.

– Creo que me habría dormido antes de llegar a ese momento -replicó y bajó la vista-. Esto es mucho más duro de lo que había pensado.

– ¿Qué parte?

– Todo. Extraño a Cleo.

– He oído que ha regresado a Estados Unidos.

– Sólo tenía dos semanas de vacaciones -explicó ella-. Yo no trabajo durante el verano, así que mi vida es menos complicada. Pero me habría gustado que se quedara, me hace bien tenerla cerca. Me siento más a salvo.

– Tranquila, no te va a pasar nada.

Zara negó con la cabeza.

– Esto no tiene nada que ver con un posible secuestro. Los dos sabemos que eso es bastante improbable. Me refiero a todo lo demás -aseguró, compungida-. Cuando era pequeña y Fiona se mudaba cada año, solía soñar con encontrar a mi padre. Siempre imaginaba que tenía una casa inmensa, con un jardín lleno de mascotas, y que se alegraba tanto de verme que me prometía que jamás volveríamos a separarnos, que ya no tendría que mudarme otra vez y que jamás volvería a ser la chica nueva en la escuela.

– ¿Y no es eso lo que ha pasado? -cuestionó Rafe.

– Sí, y es aterrador -admitió ella -. Esta noche es un buen ejemplo. ¿Por qué diablos Jean Paul ha sido tan increíblemente aburrido y después me ha pedido que fuera suya? Ni siquiera sé si me estaba ofreciendo ser su amante o si me proponía matrimonio, aunque poco importa. Lo que no puedo entender es que creyera que me iba a sentir tan halagada que aceptaría de inmediato.

– Quizás estaba poniendo todas sus cartas sobre la mesa.

Zara arqueó una ceja y lo miró con suspicacia.

– Dudo que eso sea lo que piensas de verdad.

– Tienes razón, pero sonaba bien.

– ¿Cómo se supone que voy a encajar con esta gente? -preguntó Zara -. Siempre quise encontrar mis raíces, pero no pensé que estarían tan profundamente arraigadas. El rey puede reconocer a sus ancestros a lo largo de los siglos y yo sólo quería saber quiénes eran mi padre y mis abuelos.