– ¿Debería recordarte que hay que tener cuidado con lo que se sueña?

Las palabras de Rafe le recorrieron la piel como una llamarada. Contra su voluntad, Zara se descubrió observándole la boca, los labios que tan dulcemente la habían besado. Mientras que nunca habría imaginado mantener una conversación semejante con los hombres que conocía, con Rafe se sentía cómoda y relajada.

– Supongo que tienes razón -dijo, con resignación-. Soy del tipo de mujer que anhela casarse y tener hijos y no es algo que combine muy bien con la vida de una princesa.

– Lo sabrás esta semana.

– Empiezo a arrepentirme de haber presionado al rey para hacerme los análisis. Ahora que está hecho, no lo quiero saber.

Él bebió un sorbo de coñac.

– Si se tratara de otra persona, diría que temes que los estudios revelen que no hay ningún parentesco. Sin embargo, a ti te preocupa que lo confirmen.

– Nunca he dicho que fuera valiente -se excusó Zara, encogiéndose de hombros.

– Tu preocupación sobre cómo lidiar con un nuevo estilo de vida no es cobardía. Eres lo bastante inteligente como para ser capaz de ver las consecuencias de tus actos.

– Sí, pero ya es muy tarde. En lugar de estar a salvo en mi pequeña vida anónima, estoy en Bahania a un paso de convertirme en princesa.

– A veces, una vida grande es mejor.

– Tal vez.

Zara no estaba muy convencida de ello. Una gran vida requería de otro tipo de persona. Nunca se había considerado alguien especial y, si se confirmaba que era la hija de Hassan, de la noche a la mañana se convertiría en princesa. Esa posibilidad la estremecía.

– No quiero seguir hablando de esto -dijo, mientras observaba los rasgos de Rafe con detenimiento-. Por cierto, ¿cómo es que un buen chico estadounidense se ha convertido en una especie de jeque?

Rafe sonrió con picardía.

– Nunca le digas a un hombre que es un buen chico. Odiamos que nos definan de ese modo.

– De acuerdo, entonces cambio la pregunta. ¿Cómo ha hecho un macho valiente como tú para convertirse en jeque?

– Salvé la vida al príncipe Kardal -respondió él. Zara se inclinó hacia adelante, sorprendida.

– ¿Cómo? No, espera… Primero háblame del príncipe Kardal. ¿Quién es?

– Es el esposo de Sabrina -bromeó-. Esta bien, te diré la verdad… pero esto es confidencial, Zara. No puedes revelarle esta información a nadie.

Los ojos azules de Rafe se oscurecieron. Ella sintió que estaba a punto de conocer un dato secreto que podía salvar al país de su destrucción. Por un segundo pensó en la posibilidad de decirle que no quería saberlo; no obstante, se dejó ganar por la curiosidad.

– Lo prometo -afirmó.

– Habrás oído la leyenda sobre la ciudad secreta que hay en la frontera entre El Bahar y Bahania. La historia es tan antigua como este país y habla de un pueblo de nómadas y de una ciudad llena de tesoros robados de todo el mundo.

– Recuerdo que leí algo al respecto. Creo que incluso he visto un documental sobre el tema. Hay muchos textos sobre la ciudad, pero no hay pruebas reales de que exista.

– La Ciudad de los Ladrones es real y existe en la actualidad -aseguró Rafe-. Kardal es el príncipe de los ladrones, el último de una larga saga de reyes del desierto. Antes de que se construyeran las carreteras nuevas, los viajeros temían ser atracados y los nómadas les ofrecían protección a cambio de un precio. En caso de que se negaran a pagar, les robaban todas sus pertenencias. Pero cuando se empezó a explotar el petróleo, rápidamente comprendieron que podían obtener mucho más dinero de la tierra que del robo. Ahora, la Ciudad de los Ladrones está llena de yacimientos petrolíferos y, combinando las viejas costumbres con las nuevas tecnologías, mantenemos el orden.

– ¿Hablas en serio? -preguntó Zara, anonadada.

Rafe asintió.

– Me parece increíble -comentó ella-. Es como si de repente me dijeran que la Atlántida existe.

– Y que sólo seguirá existiendo mientras no la descubran…

– Ten por seguro que no diré nada -se comprometió Zara-. Nunca traicionaría tu confianza. Pero, ¿cómo llegaste allí?

– Te he contado la verdad antes. Trabajaba para una organización de seguridad. El príncipe Kardal nos contrató y cuando el trabajo se terminó, me quedé. Un año más tarde, era el nuevo jefe de seguridad de la ciudad. Un día estábamos en el desierto y fuimos atacados. Le salvé la vida a Kardal y, como agradecimiento, me hizo jeque.

Rafe se enrolló las mangas de su camisa y Zara le vio una pequeña marca en la muñeca. Se inclinó hacia adelante para estudiar mejor el intrincado diseño.

– ¿Qué es esto?

– El escudo de la Ciudad de los Ladrones. Llevo la marca del príncipe. Además, tengo tierras, ganado y una fortuna que, aunque modesta en comparación con las arcas reales, me permitirá vivir tranquilo por mucho tiempo. También me ofrecieron que eligiera a la mujer que se me antojara, pero rechacé la oferta.

– ¿Una mujer? -exclamó ella-. ¿Te ofrecieron una mujer?

– ¿No te encanta este lugar? -bromeó Rafe.

– Eso es un espanto. Feudalismo puro.

– Coincido contigo. La idea me incomodaba mucho y por eso me negué a aceptarla.

Zara estaba indignada. No podía creer que le hubieran ofrecido una mujer junto con unas cuantas cabezas de ganado.

– Si estás tan tranquilo con tus camellos, tus tierras y tu fortuna, ¿por qué sigues trabajando?

– Porque me gusta lo que hago.

Acto seguido, Rafe levantó la copa y bebió un trago de coñac. Había recorrido un largo camino desde los días en el orfanato, cuando no era más que un niño asustado que se sentía espantosamente solo.

– ¿Tienes familia? -preguntó Zara.

– No. Mis padres murieron cuando tenía cuatro años y, como no tenía más parientes, quedé bajo la tutela del estado.

A él no le gustaba pensar en su pasado. Ahora era distinto, era fuerte y había aprendido a cuidar de sí mismo y a no necesitar a nadie.

– ¿Por qué no te has casado? Tiene que haber habido alguna mujer en tu vida.

– Muchas, pero no soy la clase de hombre que busca sentar la cabeza.

– Todos queremos pertenecer a algo o a alguien…

– Yo no necesito a nadie.

– Es una buena frase, pero no te creo.

Zara sonrió mientras hablaba. Una sonrisa preciosa que lo hizo pensar en besarla. Aquella noche llevaba puesto un vestido de gasa muy sencillo que le realzaba las curvas. Se le habían deslizado las gafas casi hasta la punta de la nariz y Rafe se moría de ganas de quitárselas para tocarle la cara. Quería acercarse a ella, acariciarla, abrazarla. No sólo porque la deseaba sexualmente, sino porque sentía algo más.

– ¿Y no te adoptó ninguna familia? -preguntó Zara.

– Era demasiado grande y, al parecer, no muy guapo.

– Eso no me lo creo. Seguro que eras un niño adorable.

Él había sido silencioso y retraído. Una familia se había mostrado interesada cuando tenía ocho años y había ido a pasar algunos días con ellos. Tenía tanto miedo de hacer algo mal que estaba casi paralizado. Al final del tercer día, lo llevaron al orfanato y ya no volvió a saber de ellos. Después de esa experiencia, dejó de soñar con tener una familia.

– No trates de convertirme en lo que no soy -le dijo a Zara-. No voy a cambiar por desear más o menos algo. Soy un canalla de corazón frío al que no le interesa tener un hogar. Mi casa es el lugar en el que duermo cada noche, sea dónde sea y por el tiempo que sea. No necesito más.

– No te creo ni creo que realmente pienses lo que estás diciendo. Piensas que es más fácil estar solo, pero en el fondo, quieres lo mismo que queremos todos. La necesidad de pertenencia es algo universal.

Rafe no estaba de acuerdo con ella, pero sabía que no podría convencerla de que estaba equivocada.

– No me conviertas en héroe, Zara. Me gustas y te deseo, pero jamás seré el hombre que te haga feliz.

Capítulo 11

VARIOS días después, el rey Hassan abrió la puerta de la habitación de Zara de par en par y entró seguido por una secretaria, un guardaespaldas y dos de los príncipes.

Zara levantó la vista del libro que estaba leyendo y tuvo una repentina sensación de mareo. La expresión feliz del rey, el brillo de sus ojos y la manera en que había corrido a abrazarla, bastaron para que supiera lo que estaba pasando.

– Está hecho-anunció él.

Ella respiró hondo y trató de mantener la calma a pesar de que tenía el estómago revuelto por los nervios.

– ¿Son los resultados de los análisis? -preguntó en voz baja, aunque imaginaba la respuesta.

Hassan la soltó, sonrió de oreja a oreja y volvió a abrazarla.

– Sí, y han confirmado lo que tú y yo sabíamos desde siempre. Eres la hija de mi amada Fiona y mía. La luz de mis ojos -dijo, antes de volverse hacia los demás-. Ella es la princesa Zara, nombrada así en honor a mi madre y amada por mí. Hagan correr la voz.

Zara sintió que el suelo temblaba bajo sus pies. Tardó un segundo en darse cuenta de que el edificio no se estaba derrumbando, aunque a ella le costaba respirar y mantenerse en pie. De hecho, se preguntaba si era su imaginación o si, en efecto, las luces de la habitación estaban titilando.

Guiada por su instinto, miró al resto de los presentes y se sintió aliviada al ver que Rafe estaba allí y que le guiñaba un ojo para reconfortarla. Era el único que la hacía sentir a salvo y no podía evitar desear que fuese él quien la abrazara en lugar del rey.

– Hay mucho por hacer -afirmó Hassan.

– Dar una conferencia de prensa -dijo uno de los príncipes.

Zara pensó que iba a tener que aprender a mirarlos como hermanos y a dejar de fijarse en lo altos y extraordinariamente guapos que eran.

En aquel momento, el príncipe Sadik entró en la habitación, se acercó a ella y la tomó de la mano.

– Bienvenida, hermana. No temas, no seremos tan malos contigo como lo fuimos con Sabrina.

– Gracias.

El rey le indicó a su asistente que se adelantara.

– Nos ocuparemos de organizar la conferencia de prensa -anunció-. El mundo debe saber de nuestra felicidad.

Zara tenía la impresión de que los príncipes no parecían muy felices. Nada de esto era una sorpresa para ellos y todos habían sido muy amables. Sin embargo, sospechaba que su condición de mujer la convertía en alguien casi invisible para ellos, lo cual era mucho mejor a tener que soportar una actitud hostil. Se preguntaba cómo tomaría Sabrina la noticia.

– Necesitarás un vestuario de princesa -comentó el rey, con una sonrisa-. Y tierras, creo.

Zara se estremeció.

– No es necesario.

Hassan desestimó la negativa haciendo un ademán con la mano.

– Sí, tierras. Tal vez, con petróleo. ¿Eso te gustaría? Además, hay unas preciosas joyas que pertenecieron a mi madre y, como llevas su nombre, tienen que ser tuyas.

– Su Alteza…

– Preferiría que me llamaras padre -afirmó, con los ojos llenos de emoción -. Quizás no todavía, necesitamos conocemos más. Pero en su momento…

– Yo…

Zara no pudo seguir y dejó escapar un sollozo. El rey Hassan era su padre, no sólo una coincidencia de códigos genéticos y factores sanguíneos. Por fin, tenía un padre.

Sentía que la cabeza le iba a estallar y que la habitación daba vueltas a su alrededor. Por suerte, nadie se dio cuenta de su estado.

– No tienes que darme nada. No vine a buscarte por eso.

– Lo sé, mi pequeña -aseguró él, tomándole la barbilla-, Pero me hace feliz, así que deberás ser indulgente con los deseos de un viejo. Eres mi hija y un miembro de la familia real. Es lo menos que te puedo dar, de lo contrario, sería un insulto para ti, para mí y para nuestra gente.

A Zara se le hizo un nudo en el estómago. Seguía sin poder digerir que tuvieran la costumbre de referirse al pueblo de Bahania como si fuese parte de sus propiedades.

Los siguientes minutos fueron algo confusos. Llegaron más miembros del personal de palacio, algunos asistentes hablaban por teléfono, otros traían bandejas con refrigerios y todo el mundo hacía preguntas. Los príncipes se habían marchado, pero Rafe se había quedado en un rincón. Zara trataba de atender a todo. En un abrir y cerrar de ojos, tenía organizadas varias citas para renovar su guardarropa y definir su nueva imagen. Todo transcurría tan rápido que Zara tenia la sensación de estar atrapada en un universo paralelo.

Cuando el trabajo estuvo terminado, Hassan la abrazó una vez más y se marchó, llevándose a todo su séquito con él. Zara se quedó sentada, apenas podía respirar y estaba demasiado aturdida como para ponerse de pie. Una vez solos, Rafe se reunió con ella en el sofá.

– No parece que estés muy bien -dijo él.

– No imaginas cómo me siento. ¿Esto va a ser siempre así?