Él asintió.

– El circo acaba de comenzar…

Zara se estremeció.

– ¿Y será muy malo?

– No lo sé. Pero hazme un favor: no quiero que mi compañía sea un problema para ti. Antes era tu guardaespaldas por capricho del rey. Era una medida de precaución pero no algo necesario. Ahora es cuando realmente voy a empezar a ganarme el salario de verdad.

A ella no le gustaba cómo sonaba eso, pero era demasiado tarde para cambiar las cosas.


Zara trataba de parpadear con normalidad mientras el peluquero le cortaba el cabello. Mientras veía caer los mechones de pelo, sentía que su pánico se había incrementado de manera considerable.

– Estás aterrada -le dijo Sabrina, desde la silla de al lado-. Relájate.

– Para ti es fácil decirlo.

Zara aún no se había acostumbrado a las lentillas de contacto y no podía dejar de parpadear frenéticamente. Fiona solía decirle que la belleza era dolorosa, pero jamás había imaginado que podía llegar a ser tan incómoda.

En menos de cuarenta y ocho horas, todo había cambiado. Dos días atrás, después de que el rey se marchara, Sabrina había ido a la habitación de Zara con una secretaria y habían elaborado una agenda de citas y tareas para organizar los primeros días en la vida de la nueva princesa de Bahania. Empezaron por ir a un oculista para cambiar las gafas por lentillas; luego, recorrieron varias tiendas de ropa. Zara apenas recordaba qué habían comprado y qué descartado porque Sabrina era quien se había ocupado de elegir la mayoría de las cosas, desde los vestidos, hasta los trajes, los zapatos y los bolsos.

Zara acarició el lino de los pantalones que habían comprado en la última tienda. Sabrina los había combinado con una camisa de seda turquesa y unos mocasines a tono. Zara trataba de no pensar en cuánto había costado todo. En teoría, como hija de un rey el precio no debía importarle; pero también era la hija de Fiona y su madre le había enseñado a no malgastar el dinero para no tener que mendigar.

– No puedes evitar la conferencia de prensa – dijo Sabrina, sacando la agenda que llevaba a todas partes-. Llegado el caso, podemos limitar la asistencia y la cantidad de preguntas. Sin embargo, tendremos que organizar algunas entrevistas con las principales revistas del país. Quizá uno o dos semanarios y varios mensuales. Eso bastará para satisfacer la curiosidad del público, al menos por un tiempo.

Cuando el peluquero dejó las tijeras y agarró el secador de pelo, Zara estuvo a punto de caer presa del pánico y de salir corriendo del lugar. El ruido del artefacto les impedía seguir con la charla así que, mientras Sabrina seguía haciendo anotaciones en su agenda, ella aprovechó para echar un vistazo a la tienda. El salón principal estaba decorado en rojo y negro, con algunos detalles de blanco. El lujo que la rodeaba le hizo pensar que, seguramente, su peinado costaría más de lo que había gastado en comida el mes anterior. En cuanto el peluquero terminara su trabajo, Zara recibiría una clase de maquillaje. Sólo entonces, podría regresar al palacio para descansar y prepararse para la conferencia de prensa de la mañana siguiente.

Mientras sentía el aire caliente sobre su cabeza, pensó en Cleo. Su hermana habría adorado la atención y habría hecho que la situación fuera mucho más tolerable. Pero Cleo estaba de vuelta en Spokane y las veces en las que la había llamado, siempre estaba distraída.

Tres horas más tarde, Sabrina y ella tomaron una merienda en su habitación. Docenas de bolsas y cajas llenaban la sala y las estanterías del baño estaban atestadas de cosméticos y productos de peluquería. Zara calculó que se pasaría toda la noche ordenando el lugar.

– La cuestión es que eres princesa. No puedes olvidar eso. Sé que has crecido en una familia relativamente normal, pero ahora todo ha cambiado. Adonde vayas, estarás representando a Bahania. Un insulto o un desaire hacia ti, afecta a nuestra gente.

– Me cuesta acostumbrarme a esa idea -afirmó Zara-. No estoy segura de que los ciudadanos vayan a estar muy entusiasmados conmigo.

– Te adorarán -le aseguró su hermana-. Sólo sé tú misma. Pero necesitarás una secretaria -continuó Sabrina-. Creo que podría prestarte a la mía durante un par de meses, hasta que aprendas cómo funciona todo. Después, podrás contratar a quien quieras. Y, según lo mucho que viajes, deberías pensar en la posibilidad de tener un ayudante personal que se ocupe de los detalles de tu equipaje, tu agenda y de cualquier cosa que necesites.

– Creo que preferiría ser la hija silenciosa de la que nadie sabe nada.

– Me temo que ya es demasiado tarde para eso – afirmó Sabrina, con ternura-. Mi padre le ha hablado de ti a todo el mundo.

Sabrina miró entonces su reloj y añadió:

– ¡Qué tarde se ha hecho! Kardal me va a matar.

– Lo dudo -dijo Zara y se puso de pie-. Te adora.

– El sentimiento es mutuo. ¿Estarás bien? Me quedaría contigo, pero Kardal organizó una cena y tengo que acompañarlo.

– Estaré bien. Además, ya has tenido demasiadas atenciones conmigo, ve a divertirte con tu marido.

Sabrina se levantó de su asiento y salió corriendo de la habitación. Zara se sentó en el sofá y cerró los puños para reprimir la necesidad de frotarse los ojos porque tenía las lentillas puestas.

Alguien llamó a la puerta y a Zara se le aceleró el corazón. Lo primero que pensó era que se trataba de Rafe. Como el guardaespaldas de Sabrina las había acompañado en sus compras, no había visto a Rafe en todo el día.

Abrió la puerta y estuvo a punto de caerse cuando lo vio. Rafe estaba en el pasillo, vestido de traje y más apetecible que un postre de chocolate.

– Hola, Zara. Yo…

Él interrumpió la frase para mirarla. Sin pensarlo. Zara dio un paso atrás. Rafe la siguió y le pidió que diera una vuelta para que pudiera verla bien. Ella giró lentamente y movió la cabeza para subrayar su nuevo peinado. La ausencia de gafas y el maquillaje más intenso le realzaba los ojos. Rafe la miraba con fascinación y eso la hacía sentirse sensual.

– Impresionante -afirmó él, con un silbido suave-. Eres una auténtica princesa. La última vez que un hombre intentó hacerte un cumplido, te pusiste furiosa. ¿Me matarás si te digo que estás preciosa?

Ella soltó una carcajada, recordando cómo había reaccionado al supuesto piropo de Byron.

– No, sé que lo piensas de verdad.

– Así es.

Acto seguido, Rafe dio un paso hacia ella.

– ¿Cómo te van las cosas? -preguntó él.

– No sé. Todo es tan extraño. Me siento como en medio de un tornado.

– Trata de pensar que todo irá bien.

– Ojalá tengas razón.

– ¿Es que acaso no la tengo siempre?

– A veces, parece que sí -admitió ella, con una carcajada.

– ¿Qué vas a hacer esta noche? He visto a Sabrina en el vestíbulo y me ha dicho que ya había terminado contigo por hoy.

– Me quedaré aquí. Tengo un montón de cosas que leer antes de la conferencia de prensa de mañana.

– ¿Quieres un poco de compañía antes de ponerte a trabajar? Podríamos pedir que nos trajeran la cena…

A Zara le encantó la idea. Necesitaba pasar un par de horas tranquila.

– Me parece genial -susurró.

– Los deseos de la princesa Zara son órdenes – dijo él, con fingida solemnidad-. Estoy a su servicio, Alteza.

A ella le ha habría encantado que fuera cierto y que con solo pedirlo, él se convenciera de que cometía un error al negarse a acostarse con ella. Pero mientras el mundo empezaba a verla como la princesa Zara de Bahania, ella sabía que en el fondo seguía siendo Zara Paxton, una virgen desafortunada en el amor, y que hombres como Rafe estaban fuera de su alcance. Pero al menos podía soñar.


A la mañana siguiente, Zara trató de que los flashes de los fotógrafos no la cegaran.

– Princesa Zara, ¿le gusta Bahania?

– Princesa Zara, ¿el rey le ha dado una fortuna?

– ¿Hay alguien especial en su vida?

– ¿Dónde creció?

Cerca de treinta periodistas gritaban preguntas y ella hacía lo imposible por mantener la compostura. Sabrina le había advertido que la primera conferencia de prensa sería la más difícil de todas. Era una situación inusual y los periodistas estarían ansiosos por averiguar cuanto pudieran sobre su vida privada. Zara trató de olvidar que había cámaras de televisión por toda la sala y se situó de pie detrás de un estrado. Sabrina había sugerido que era mejor que no se sentara.

– Así te será más fácil escapar cuando te canses -había bromeado su hermana-. Además, cuando sea hora de irte, nadie podrá captar el momento en que te levantas de la silla y llenar las tapas de las revistas contigo en una pose incómoda y ridícula.

El rey Hassan estuvo con ella durante los primeros veinte minutos y contó cómo Zara había llegado a su vida y lo feliz que estaba de tenerla con él. Desafortunadamente, se había tenido que ir a un almuerzo con el embajador de España y la había dejado a merced de la prensa.

Eran tantas las preguntas que Zara no sabía cuál contestar primero. Al final, se decidió por la más fácil.

– Me gusta mucho Bahania -dijo, con voz clara.

Sabrina le había dicho que respirara hondo para proyectar la voz y que evitara hablar más alto de lo normal.

– El paisaje es precioso y la gente ha sido muy amable conmigo.

Aunque no había conocido a todo el pueblo, todos parecían muy agradables.

– ¿Qué piensa del rey? -preguntó uno de los periodistas.

– ¿Conoce a los príncipes? -lanzó otro.

– ¿El rey va a buscarle marido?

– De momento, estoy tratando de conocer a mi nueva familia -respondió Zara-. Los príncipes me han dado la bienvenida y la princesa Sabrina me está ayudando en la transición. De no ser por sus consejos, habría salido corriendo aterrorizada al verlos esperándome con tantas cámaras.

Varias personas rieron y eso la ayudó a relajarse un poco. Aun así, habría hecho cualquier cosa con tal de no enfrentarse a esa multitud.

Respondió preguntas durante diez minutos más antes de retroceder para mirar a Rafe. Él adivinó sus intenciones y se acercó a ella a toda prisa. La tomó del brazo, la sacó de la sala de prensa y la acompañó de vuelta al sector privado del palacio.

– Ha sido horrible -dijo Zara, temblando y caminando con dificultad.

– Lo has hecho muy bien.

– Me sentía una idiota. No entiendo por qué querían tomarme tantas fotografías y algunas de las preguntas me han parecido muy personales.

Rafe no dijo nada. Ella lo miró de reojo y vio que se le había tensado la mandíbula.

– Piensas que estoy protestando sin motivo – murmuró Zara-. A fin de cuentas, quería encontrar a mi padre y lo he hecho. Éste es el precio de esa relación.

Rafe frunció el ceño.

– No, estaba pensando sobre esos chacales hambrientos por una primicia y en lo diferente que va a ser tu vida de aquí en adelante. Crees que te será fácil volver a tu antigua vida, pero te equivocas. Nada volverá a ser como antes.

Aquellas palabras no la hacían sentir mejor. Mientras agradecía que se preocupara tanto por ella, tenía la desagradable sensación de que estaba diciendo la verdad acerca de todos los cambios que tendría que soportar. Y, en particular, sobre la imposibilidad de regresar a su vieja vida, aunque prefería no pensar en eso.

– Extraño a Cleo -dijo, mientras caminaban hacia su habitación-. Desearía que estuviera en Bahania.

Rafe no contestó y a Zara no le sorprendió su silencio. A fin de cuentas, era su problema. Ella se lo había buscado y no podía culpar a nadie por lo que le estaba pasando.


Zara jamás habría imaginado que posar para la portada de una revista podía suponer tanto trabajo. La sesión de fotografía había comenzado poco después de las ocho de la mañana y ya eran casi las cuatro de la tarde. No había pensado que cambiarse de ropa y de peinado, estar de pie, sentarse y reclinarse en distintas posiciones podría ser tan agotador. Encima, se sentía un fraude. No servía como modelo. Estaba convencida de que ni el mejor maquillador del mundo la convertiría en una belleza, que lo único bueno que tenía para el caso era su delgadez natural y que, con total seguridad, el mundo esperaba otra cosa.

Con el rabillo del ojo vio que Rafe estaba hablando por el teléfono móvil. La había acompañado a la sesión y, aunque se había quedado en un rincón, el saber que estaba con ella la hacía sentir mejor.

Cuando el peluquero le dio los últimos retoques a su peinado, el fotógrafo le indicó que sonriera y Zara hizo un esfuerzo para lucir alegre y encantada con la situación. Mientras oía los disparos de la cámara, inclinaba la cabeza o levantaba la barbilla como le pedían, trataba de pensar en algo divertido y rezaba para que aquel infierno acabara pronto. Estaba hambrienta, se moría de sed y añoraba estar de regreso en Washington.