Zara ya había oído hablar del amor del rey por los felinos, pero no imaginaba hasta qué punto era cierto. Sin embargo, y por suerte para todos, estaban limpios y se comportaban bien.
Al final, llegaron ante una gran puerta. La mujer que dirigía el grupo, de unos cuarenta años, la abrió y los invitó a entrar. Zara se volvió hacia Rafe y lo tomó, impulsivamente, del brazo.
– ¿Estarás cerca?
Rafe clavó en ella sus ojos azules.
– Eres mi responsabilidad. Estaré cerca y tú estarás bien, descuida.
– ¿Y si no estoy tan bien?
Él sonrió de forma amistosa y ella se estremeció.
– Vamos, entra. Seguro que te gusta tu nuevo domicilio.
– Mentiroso…
Ciertamente, ya no podía echarse atrás. Así que entró.
No se trataba de una simple habitación, sino de todo un grupo de habitaciones para ellas solas, con un inmenso salón maravillosamente decorado y balcones con vistas al mar.
– Cada una tiene su propia habitación -dijo la mujer que parecía ser la encargada del grupo de criados-. Su Alteza pensó que les gustaría compartir las mismas estancias, pero si prefieren tener suites distintas, se puede arreglar.
Zara miró a Cleo, que se encogió de hombros.
– Está muy bien así -comentó Zara.
– Y ahora, si puede indicarme dónde debo dejar sus maletas…
Zara le señaló sus dos maletas, de las que se hizo cargo un criado que las llevó a una habitación situada a la izquierda. Las de Cleo las llevaron a la derecha.
Segundos después, Zara se encontró en un gigantesco dormitorio con una cama con dosel, un gran balcón, y un mueble con televisión y DVD que estaba lleno de películas. En cuanto al cuarto de baño, parecía de otro mundo: tenía una bañera que parecía una piscina y una ducha tan grande para dar cabida a cinco o seis personas.
– Es precioso -dijo, volviéndose hacia la mujer-. Todo es precioso.
La mujer sonrió.
– Le diré al rey que le ha gustado. ¿Desea que deshagamos su equipaje?
– No, gracias, ya me las arreglaré.
La mujer hizo una pequeña reverencia y se marchó con el resto de los criados. Sólo entonces, cayó en la cuenta de que Rafe no la había seguido al dormitorio. Pero su hermana no tardó en aparecer.
– ¿Puedes creerlo? -preguntó.
– No sé qué decir -dijo Zara, mientras volvían al salón-. ¿Cómo es tu habitación?
– Ven a verla, es maravillosa… Parece salida de un sueño.
En realidad, la habitación de Cleo resultó ser muy parecida a la de Zara.
– No pienso volver nunca a casa. Esto es fabuloso. Cuando sea mayor, también quiero ser hija de un rey.
Zara rió.
– ¿Mayor? Ya eres bastante mayor. Pero espera a ver el harén…
– ¿El harén? ¿El rey tiene un harén?
– No lo sé, era una broma. No he leído nada al respecto, pero ahora que lo pienso, no me extrañaría.
– Se lo preguntaré la próxima vez que lo vea – dijo Cleo, que se había arrojado sobre la cama-. No puedo creer lo que acabo de decir… La próxima vez que vea al rey. ¿Cómo es posible que tengas tanta suerte?
Zara no respondió. Ella también estaba asombrada por el lujo, pero se encontraba muy incómoda en aquella situación.
Justo entonces, llamaron a la puerta. Pensó que sería Rafe y se sintió súbitamente animada. Pero un segundo después apareció una mujer de su edad, de su altura, casi de su constitución física y con unos rasgos que la dejaron sin habla: sus ojos, su oscuro cabello, su boca y sus pómulos eran idénticos a los de ella, aunque la recién llegada le pareció mucho más atractiva.
– Tú debes de ser Zara. Ahora sé lo que ha querido decir mi padre al afirmar que podríamos ser gemelas. Pero al menos, es evidente que somos hermanas…
– Y tú debes de ser la princesa Sabra…
La mujer asintió.
– Llámame Sabrina -dijo, mirando a su alrededor-. He oído que tienes una hermanastra… ¿Es cierto?
– Por supuesto que sí. Hola, soy Cleo.
Sabrina se volvió hacia Cleo y sonrió.
– Vaya, no os parecéis demasiado… ¿Es tuyo ese cabello o es teñido? Si es tuyo, es maravilloso…
Cleo se llevó una mano al cabello.
– Es mío. Lo llevé teñido de rojo durante una temporada, pero me gusta más así.
Las tres mujeres permanecieron unos segundos en mitad de la habitación, mirándose, sin saber qué añadir. Como siempre, fue Cleo quien rompió el hielo.
– ¿Y cómo debo llamarte? ¿Alteza?
– No, no, sólo Sabrina.
– ¿Eres realmente una princesa?
– Desde el día en que nací.
– Sin embargo, tienes acento estadounidense – observó.
– Porque pasé muchos años en California.
– ¿Y ahora vives aquí?
– Vivo bastante cerca.
Cleo se fijó en uno de sus anillos de diamantes y dijo:
– Es un anillo precioso.
– Gracias.
– ¿Va acompañado de un marido?
– Desde luego. Me lo regaló el príncipe Kardal. Llevamos un año casados -explicó Sabrina.
– Un príncipe y una princesa, como en los cuentos de hadas -comentó Cleo-. No puedo creer que estemos aquí. Estas cosas no pasan en nuestro mundo.
– ¿Y de dónde sois vosotras? -preguntó Sabrina a Zara.
– Del Estado de Washington, en la costa oeste. No de la capital.
– Zara es profesora en la universidad -intervino Cleo-. Yo vivo a unos diez kilómetros, en Spokane, donde dirijo una tienda de fotocopias.
– Y ahora, estáis en Bahania…
Sabrina lo dijo de forma amistosa, pero Zara notó un fondo extraño en su voz que no le gustó demasiado. Cabía la posibilidad de que estuviera molesta con ella. No en vano, era una completa desconocida que se había presentado en palacio diciendo que era hija del rey.
– Sé que todo esto es muy inesperado -dijo Zara-. Lo es para todas. No sé qué te ha contado el rey de nuestra presencia aquí…
– Me ha dicho que hace poco tiempo descubriste unas cartas que él escribió a tu madre y que la suya fue toda una historia de amor -explicó.
Sabrina habló con una sonrisa en sus labios, pero el brillo de sus ojos no acompañaba sus palabras. Zara se cruzó de brazos, molesta. Aquella actitud le desagradaba tanto como el hecho de que su nueva hermanastra fuera más bella y elegante y estuviera mejor vestida que ella.
– Pero todavía no entiendo cómo es posible que seáis hermanas -continuó la princesa.
Cleo se encogió de hombros.
– Fue una de esas cosas que pasan.
Cleo comenzó a contarle la historia. Un par de minutos después, Zara aprovechó la ocasión para dirigirse al balcón con intención de respirar un poco y aclarar sus ideas.
La vista, sin embargo, la dejó sin aliento. El palacio estaba rodeado de enormes y densos jardines sobre los que se cerraba, a su vez, la ciudad y el mar al fondo. Era sencillamente encantador.
Y sin embargo, estaba deseando volver a casa.
Cerró los ojos, agotada. El sol estaba descendiendo y no faltaba mucho para la puesta. Se sentía como si hubiera recorrido mil kilómetros en un solo día.
Entonces, oyó un sonido y una voz que la estremeció.
– ¿Quieres que hablemos de ello?
Capítulo 5
AL girarse, vio a Rafe. Estaba en el balcón contiguo. Se había quitado la chaqueta y aflojado el nudo de la corbata, y estaba tan atractivo que se sintió desfallecer. Había algo en él que la volvía loca.
– ¿Qué haces ahí? ¿Es que somos vecinos?
– Recuerda que soy tu guardaespaldas temporal. Tengo que estar cerca de ti.
– Siento que te hayan obligado a cambiar de habitación.
Él se encogió de hombros.
– No es para tanto. ¿Ya te has acomodado?
– Casi. La suite es gigantesca. Creo que el cuarto de baño es más grande que toda mi casa. Todo es fabuloso.
Zara apartó la mirada durante unos segundos. No quería hacerse ilusiones con Rafe porque sabía que un hombre como él nunca se interesaría en ella. Además, nunca había tenido suerte con los hombres. Sólo tenía que recordar su experiencia con Jon.
– No pareces muy animada -dijo él-. ¿Te arrepientes de haber venido?
– Desde luego que sí.
– Pero viniste a buscar a tu padre y lo has encontrado.
– Es verdad. Supongo que debería alegrarme de mi buena suerte.
– Creo que sí. Y le has dado una gran alegría…
Ella asintió.
– Sí, aunque se alegró por Fiona, no por mí. A mí no me conoce todavía -comentó ella-. Pero dejemos de hablar de mi vida… ¿Qué haces aquí, en Bahania? ¿Cómo llegaste?
– Llegué igual que tú, en avión -bromeó -. Trabajo para el marido de la princesa Sabrina, el príncipe Kardal. Soy consejero de seguridad y experto táctico.
– Una descripción muy bonita, aunque no explica demasiado…
– Sospecho que mi trabajo te parecería muy aburrido.
Zara pensó que seguramente no le habría parecido aburrido en absoluto, pero no quiso presionarlo. Tenía la impresión de que Rafe no daba más datos sobre su ocupación porque no podía hacerlo. Y en cualquier caso, la cabeza de Zara no estaba para más complicaciones.
– Acabo de conocer a la princesa Sabrina. Está en el dormitorio, charlando con Cleo.
– Tu hermana es muy simpática.
– Lo sé. Ella es la simpática, la divertida, la sexy y la adorable y yo soy la inteligente. Pero al menos podrá distraer al resto de la familia real y así no se fijarán en mí.
– Oh, se fijarán, no lo dudes.
Ella negó con la cabeza.
– Si estás intentando animarme, no lo estás consiguiendo. Odio conocer a grandes grupos de personas al mismo tiempo. Nunca recuerdo sus nombres, y estoy segura de que no llevan plaquitas con ellos.
– Te comprendo, pero piensa en las compensaciones. En el palacio, por ejemplo.
– No estoy aquí por el dinero, Rafe.
– Casi estoy dispuesto a creerte.
– Pensaba que ya habíamos dejado eso bien claro. Comprobaste mi historia y me investigaste, así que creía que ya estabas convencido de mi inocencia.
– Digamos que estoy convencido al noventa y ocho por ciento.
– Cuando llegues al cien por cien, dímelo.
– Lo haré.
– ¿Eso es lo que todo el mundo va a pensar de mí? ¿Que soy una aprovechada y que sólo quiero el dinero del rey?
– No sé lo que pensará todo el mundo, pero el rey no piensa eso. Y su opinión es la única que cuenta – respondió Rafe, intentando tranquilizarla-. Pero anímate. Piensa en la aventura de ser una princesa…
– No, eso no es posible.
Zara se frotó las sienes y tuvo que hacer un esfuerzo para no gemir. Cleo habría sido perfecta para el papel de princesa, pero ella era tímida, no sabía comportarse con los desconocidos y por si fuera poco tenía un historial terrible con los hombres.
Rafe notó su inseguridad. Como los balcones se comunicaban entre sí, se acercó y preguntó:
– ¿Zara? ¿Estás bien?
– Esto no va a salir bien. No tengo madera de princesa. Apenas sé nada de Bahania ni de sus costumbres y temo que vaya a meter la pata. Además, no soy ni refinada ni bonita; sólo soy una profesora de universidad de una pequeña localidad de la que nadie ha oído hablar y ni siquiera soy capaz de mantener una relación con un hombre -se quejó amargamente-. Por Dios… todo el mundo pensaba que era rara por ser virgen a mis años. ¿Qué van a pensar ahora?
Zara parpadeó varias veces, rogando que acabara de soñar aquella situación y que no hubiera dicho lo que había dicho.
Se sentía tan humillada que se ruborizó.
– Olvida mis palabras -rogó.
– Ni se te ocurra marcharte de aquí.
– No me refería a eso. Me refería a…
– ¿A qué parte?
– A todo.
– Ah, estáis ahí…
Zara levantó la mirada, agradecida por la interrupción. Era Sabrina. Al verla, Rafe dijo:
– Princesa…
– Oh, vamos -dijo Sabrina, soltando una carcajada-, ¿Ahora te vas a poner formal conmigo?
– Estamos en circunstancias diferentes -comentó Rafe.
Sabrina suspiró y su sonrisa desapareció.
– Y que lo digas. Pero en fin, había venido a decir que Zara y Cleo están invitadas a una cena mañana por la noche. Mi padre recibe a unos dignatarios extranjeros y estarán todos junto con mis hermanos. Será una magnífica ocasión para que conozcas a la familia, Zara.
– ¿Una cena? No creo que sea buena idea -dijo Zara, nerviosa.
– Lo siento, pero el rey ha insistido. Además, no te preocupes… sólo espera que estés allí y que charles un poco con los invitados.
– Pero mi presencia no me parece apropiada. Ni siquiera sabemos si realmente soy su hija.
– El rey ha insistido en que os quiere allí. Si tenéis intención de no asistir, será mejor que habléis con él.
– Eso no sería una buena idea -intervino Rafe.
– No tengo ropa apropiada para la ocasión -insistió Zara-. ¿Hay algún establecimiento cercano adonde Cleo y yo podamos ir de compras?
Sabrina suspiró.
– Descuida, os prestaré algo. Tú eres algo más alta y delgada que yo, pero creo que podremos arreglarlo.
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