De acuerdo, pero podría haber tenido una cita si hubiera querido. Bárbara le había propuesto organizarle una cita con un ejecutivo de su oficina, pero ella había rechazado la oferta de su mejor amiga. No estaba dispuesta a pasar otra vez por la experiencia de una primera cita, y menos con un ejecutivo cuya prioridad sería el trabajo, como la de casi todos los ejecutivos que había conocido otras veces. Hacía mucho tiempo que no salía con nadie, pero era cierto que no había conocido a nadie lo bastante interesante.
¿Y qué diablos le pasaba al ascensor? Apretó el botón otra vez y, tras esperar dos minutos, decidió que no funcionaba.
– Estupendo -murmuró. Se recolocó el bolso en el hombro, abrió la puerta de la escalera y comenzó a subir los escalones hasta la sexta planta.
Cuando se sentó al volante, tenía frío, se sentía agotada y estaba impaciente por llegar a casa. Introdujo la llave en el contacto y giró la muñeca. Pero no oyó nada.
Lo intentó de nuevo. Silencio. Ni siquiera un pequeño ruido procedente del motor.
«Maldita sea», pensó. El verano anterior había tenido un problema similar por culpa de la batería. Sospechando que pudiera ser lo mismo, movió el interruptor de la luz interior. Nada.
– Uf-se quejó, y apoyó la cabeza contra el asiento. Primero el ascensor, y luego el coche. ¡Y en el mejor momento! A medianoche y después de un día de trabajo agotador.
Respiró hondo y sacó el teléfono móvil del bolso para llamar al servicio de ayuda en carretera. No tenía sentido que llamara a una amiga, puesto que todas tenían una cita para la noche de San Valentín. Y aunque no dudaba de que acudirían a su rescate, no quería interrumpir ninguna velada romántica.
Cuando abrió el teléfono, descubrió que tampoco tenía batería. ¿Cómo era posible? Al mediodía había visto que tenía la batería llena.
En realidad, le daba igual cómo había podido quedarse sin batería. Lo único que le importaba era que tenía que salir del coche y regresar a Constant Cravings para poder llamar por teléfono. Blasfemando contra todo lo mecánico, se acercó al ascensor y recordó que no funcionaba.
– Perfecto. ¿Podría pasar algo más esta noche? -bajó los seis pisos caminando y, nada más abrir la puerta, recibió un golpe de aire frío y se percató de que, sin duda, la noche podía empeorar. Porque lo primero que vio fue a Evan Sawyer, de pie, junto a su coche que estaba aparcado en la salida de emergencia. Se había quitado la chaqueta, se había aflojado la corbata y se había arremangado la camisa. Ella nunca lo había visto así. Incluso tenía aspecto de ser humano.
Él estaba mirando su teléfono móvil con el ceño fruncido. Al oír que se cerraba la puerta de la escalera, levantó la cabeza y arqueó las cejas al ver a Lacey.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntaron al unísono.
Lacey se cruzó de brazos para calmar el fío y continuó hacia él.
– Mi coche se ha quedado sin batería. ¿Y tú?
– A juzgar por la aguja del tanque, parece que me he quedado sin gasolina. Y me resulta extraño, porque lo llené ayer.
– Probablemente haya sido obra de los ladrones de gasolina.
– ¿Ladrones de gasolina?
– La semana pasada salió en las noticias. Actúan en los aparcamientos que están llenos de gente y aspiran la gasolina de los depósitos. Como el precio del carburante no deja de subir, se está convirtiendo en un problema.
Él se pasó la mano por el cabello.
– Estupendo.
– Yo tengo gasolina en mi coche.
– ¿Tienes manera de sacarla?
– Por supuesto que no. ¿Tengo aspecto de ladrona de carburante?
– No lo sé. Que yo sepa, nunca he conocido a ninguno. Y puesto que no podemos sacarla, la gasolina de tu coche no me servirá de mucho. Eso es como si te digo que en mi coche tengo una batería en perfecto estado, si no tienes unos cables larguísimos, no te servirá de nada.
– Cielos, eres un gruñón.
Evan se apretó el puente de la nariz y suspiró.
– Lo siento. Estoy cansado. Ha sido un día largo, y cada vez se está alargando más.
– Desde luego. Es extraño que los dos hayamos tenido problemas con el coche.
Él levantó la mano y le mostró el telé-fono.
– Puedes añadir «problemas telefónicos» a mi lista. Tampoco tengo batería en el teléfono móvil.
– ¿De veras? Yo tampoco.
– Más extraño todavía.
– Sí. Es como si nos hubieran echado una maldición…
De pronto, recordó las palabras de Madame Karma. «No se puede luchar contra el karma. No se puede negar el destino. Hacerlo sería como el equivalente a estar maldita. Confía en mí, eso no lo quiere nadie. Tu suerte cambiará de buena a mala en un instante».
«Ridículo», se regañó. Igual que era ridículo el vaticinio de que Evan sería el hombre de su vida. Ella lo miró y se fijó en que él la miraba extrañado.
– ¿Ocurre algo? -preguntó.
– No. Sólo estaba pensando en algo que me ha dicho la adivina… -negó con la cabeza-. No importa.
¿Algo que le había dicho Madame Karma? Oh, cielos. ¿Le habría dicho a Evan las mismas cosas absurdas sobre Lacey que lo que le había dicho a ella sobre él? ¿Que ella era la mujer de su vida? No podía ser cierto. Aquello sería demasiado humillante. A pesar de que no quería saber la respuesta, no pudo evitar preguntárselo.
– Evan, ¿Madame Karma ha mencionado mi nombre cuando te leyó las cartas?
Él la miró con cautela, confirmando su temor.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Porque sí te mencionó a ti cuando me leyó el futuro. Comentó que nuestras auras encajaban y cosas así…
– ¿Cosas así? ¿A qué te refieres con «cosas así»?
– Tonterías. Como que somos compatibles.
– ¿Y perfectos el uno para el otro?
– Exacto.
– Eso es una tontería.
– Bueno, sí. Es la mayor tontería que he oído en mi vida.
– Exacto. ¿Te dijo que si luchabas contra el destino estarías maldita?
– Sí -trató de sonreír pero no lo consiguió-. ¿Crees que los coches rotos y los teléfonos sin batería se pueden considerar los efectos de una maldición?
– Por supuesto que no. No creo en esas estupideces. Ni tampoco me creo nada de lo que dijo esa loca. No es más que una timadora.
– De hecho, hace poco leí un artículo sobre ella en The Times. Hablaba sobre cómo había ayudado a la policía en varios casos. Al parecer, tiene una reputación excelente. Pero basándome en que me ha dicho que tú eres el hombre de mi vida, he de decir que ha perdido la cabeza.
– Puesto que a mí me dijo lo mismo sobre ti, no me cabe ninguna duda -se pasó la mano por el cabello-. Escucha, voy a ir a mi oficina para llamar por teléfono.
– Yo iba a hacer lo mismo.
Él dudó un instante y se aclaró la garganta.
– Es una tontería que vayamos a sitios diferentes. ¿Por qué no vienes a mi oficina y llamas desde allí?
– ¿Qué pasa? ¿Te da miedo la oscuridad?
– No. De hecho, pensaba en tu seguridad. Es tarde para que vayas por ahí sola. Sobre todo si los ladrones de gasolina andan por aquí.
– Eso es un inesperado gesto de caballerosidad por tu parte.
– No soy el lobo malo que crees que soy.
– Gracias por la oferta, pero ¿qué te parece si usamos el teléfono de Constant Cravings? Prepararé un café y sacaré las galletas mientras esperamos a que venga el servicio de ayuda en carretera.
– Eso suena bien. Gracias.
– No tienes que sorprenderte porque haya hecho algo agradable.
– ¿Ah? ¿Quieres decir igual que tú no te sorprendiste porque yo hiciera algo cortés?
– Exacto -dijo ella.
– Bueno, en ese caso… Lo siento.
Ella lo miró durante unos segundos y sonrió.
– No, no lo sientes. Cielos, mientes muy mal.
– Eso dicen.
– Debes de ser malísimo jugando al póquer.
– Por eso prefiero jugar al blackjack.
Empezaron a atravesar el jardín y tomaron un atajo por el césped. Lacey continuó con los brazos cruzados y caminó lo más deprisa posible para entrar en calor. Estaban a medio camino cuando oyeron una especie de clic, varias veces.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Evan deteniéndose.
– No estoy segura -contestó Lacey, y se detuvo también. De pronto, salieron del suelo montones de tubos de metal. Ella se dio cuenta de lo que pasaba y, en ese mismo instante, sintió una lluvia de agua helada.
– Son los…
– Aspersores. Ya. Me han empapado el trasero. Maldita sea, ¿podría pasar algo más esta noche?
– Por favor, no vuelvas a decir eso. Yo lo hice antes y descubrí que sí, que podía pasar algo peor -notó otra lluvia de agua helada y respiró hondo.
– Bueno, será mejor que no nos quedemos aquí, mojándonos -la agarró de la mano y empezó a correr.
Lacey intentó mantener el paso a la vez que saltaban de un lado a otro, tratando de evitar los aspersores. Estaban llegando al final del césped, justo delante de Constant Cravings, cuando ella se resbaló en la hierba. Gritó y se aferró a la mano de Evan para mantener el equilibrio, pero no lo consiguió y cayó de espaldas. Al instante, notó que algo pesado le caía encima.
Levantó la vista y se encontró mirando al rostro de Evan. Durante unos segundos, sintió que le costaba respirar al notar la presión de su cuerpo sobre el de ella. Y… «Oh, cielos». Era agradable.
– Lacey… -él se incorporó sobre los brazos, pero permaneció con la parte inferior de su cuerpo apoyada en ella-. ¿Estás bien?
«No, creo que no. Y creo que todo es culpa tuya». Lacey se movió una pizca y, al sentir que su cuerpo empapado resbalaba contra el de él, se quedó paralizada. Él la miró y permaneció quieto, pero una parte de su cuerpo se movió de forma independiente.
Santo cielo. ¿No se suponía que el agua fría tenía un efecto calmante en los hombres? Una de dos, o Evan ocultaba un calabacín en los pantalones, o esa teoría acababa de demostrarse errónea. Él apretó los dientes y se retiró.
– ¿Estás bien? -le preguntó otra vez. Ella asintió y se sentó. Evan la sujetó por los hombros y ella sintió el calor de sus manos a través de la blusa mojada. Mirándolo a los ojos, tragó saliva y contestó: -Estoy…
Plash. Una ducha de agua fría le mojó el rostro. El aspersor continuó moviéndose y mojó la frente de Evan. Él frunció el ceño y Lacey tuvo que toser para no reírse al ver cómo le caían gotas de la nariz y la barbilla.
– Estoy bien -consiguió decir-. Mojada y helada, pero bien.
– Me alegro -dijo él poniéndose en pie. Después le dio la mano para ayudarla-. Salgamos de aquí antes de que tengamos que construir una balsa para salir remando.
Lacey le dio la mano pero, al ponerse en pie, sintió un fuerte dolor en el tobillo.
– ¡Ay! -exclamó saltando sobre el otro pie-. Maldita sea. Creo que me he torcido el tobillo.
– ¿Te duele?
– Sí, me duele. Si no, no habría dicho «¡ay!».
Evan se agachó y la tomó en brazos.
– ¿Qué haces?
– Creo que es evidente -dijo él-. Te voy a llevar en brazos hasta la tienda.
– Puedo caminar -dijo ella, a pesar de que se agarró a su cuello-. O al menos, cojear.
– Sí, a un ritmo que haría que nos libráramos de los aspersores la semana que viene -subió a la acera, fuera del alcance de los aspersores, y se dirigió hacia Constant Cravings.
– Bastante impresionante para un chico que pasa todo el día sentado detrás de un escritorio -dijo ella.
– No me paso el día detrás de un escritorio.
– Da igual, yo no soy un peso ligero.
– Eres… -se calló y la miró de arriba abajo. Apretó los dientes y la miró a los ojos-. No pesas mucho -se detuvo frente a la puerta de la tienda-. ¿Dónde está la llave?
– En mi bolso -Lacey se mordió el labio inferior-. Y se cayó cuando tropecé.
– Imagino que no lo recogiste…
– Bueno, lo habría hecho si no me hubieras tomado en brazos como un saco de patatas.
– Vaya, perdona por haber tratado de ayudarte. La próxima vez te dejaré tirada en el suelo sobre la hierba mojada.
– Está bien. Tienes razón. Lo siento, y te agradezco la ayuda.
Él arqueó las cejas y preguntó:
– ¿Te has golpeado la cabeza al caer?
– Ja. No. Pero sé pedir perdón cuando me equivoco.
– Disculpa aceptada. Y ahora, volviendo al tema de tu bolso… -se dio la vuelta y vio un bulto en el lugar donde se habían caído.
Ella no pudo evitar un quejido.
– No puede ser. Ése bolso era nuevo. Y es de ante.
– Quéjate más tarde. Ahora tengo que ir a por él, y eso significa que tengo que dejarte en el suelo -la soltó con cuidado dejándola resbalar sobre su cuerpo.
Ella respiró hondo al sentir su torso musculoso.
– ¿Te he hecho daño?
Su mirada era paralizante. Y su voz, profunda, como si acabara de despertar de una noche de sexo apasionado. Ella sintió su cálida respiración sobre los labios fríos y se percató de lo cerca que estaban sus bocas.
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