El fuego recorrió su cuerpo. Su boca era algo pecaminoso que le provocaba un intenso placer. Él le soltó el tobillo despacio y se colocó entre sus piernas. Introdujo los dedos en su cabello mojado e inclinó la cabeza. Ella separó los labios para recibirlo.

Cuando sus bocas se encontraron, Lacey sintió que se derretía por dentro. «Cielos», pensó. Aquel hombre sabía cómo besar. Y cuando comenzó a explorar el interior de la boca de Evan con la lengua, notó que se le aceleraba el corazón. Llevó las manos hasta el torso masculino y le acarició los hombros. Después, su cabello mojado y sedoso. Era como si el deseo hubiese detenido el tiempo. Como si cada latido de su corazón deseara gritar la palabra más. Tocar más. Saborear más. Sentir más. Desear más.

Enseguida, él levantó la cabeza. Lacey protestó y abrió los ojos. Evan la miraba como si nunca la hubiera visto antes. Tenía el cabello alborotado y respiraba con dificultad.

– ¡Guau! -dijo ella, después de tragar saliva.

Él pestañeó varias veces, como si estuviera en trance. Lacey sabía muy bien cómo se sentía. Tras aclarar su garganta, comentó:

– Sí. ¡Guau!

– ¿Qué diablos ha sido eso?

– ¿Aparte de algo impresionante? No estoy seguro -se acercó a ella y la besó detrás de la oreja-. Creo que deberíamos repetirlo para descubrirlo.

Jugueteó con la lengua sobre el lóbulo de su oreja y ella se estremeció. Aquella manera de reaccionar no era la adecuada. No podía ser que un beso y unas caricias con la lengua la hicieran sentir como si fuera un cohete a punto de estallar. Aprovechando un momento de lucidez, colocó las manos sobre su torso y lo empujó una poco hacia atrás.

– No tan deprisa -le dijo. Necesitaba pensar un par de minutos

Apoyando las manos en el mostrador, bajó al suelo y se separó de él. Al instante, echó de menos el calor de sus manos sobre la piel. Por eso era necesario que pusiera un poco de distancia entre los dos, al menos, hasta que dejara de darle vueltas la cabeza. Tras sacudir el tobillo un par de veces y ver que no sentía dolor, caminó unos pasos.

– Creo que deberíamos concentrarnos en hacer lo que hemos venido a hacer.

– ¿Te refieres a llamar al servicio de asistencia en carretera?

– Exacto.

– No fui yo quien sugirió que nos quitáramos la ropa.

– Me refería a que quería quitarme la ropa mojada -dijo ella, orgullosa por haber conseguido hablar con frialdad-. Tengo frío y estoy incómoda -o al menos, había sentido frío unos minutos antes-. ¿Tú no?

– ¿Frío? No. De hecho, siento todo lo contrario, y es culpa tuya, por cierto. ¿Y de veras crees que desnudándonos estaremos más cómodos?

– No me refería a que nos quedáramos desnudos -«¡mentirosa!», le gritó una voz interior, consciente de que con la ropa mojada, a Evan se le marcaba el torso musculoso, los abdominales, las caderas y las piernas largas. Se fijó en su entrepierna y comprobó que estaba tan afectado por el beso como ella.

– Eso es lo que suele ocurrir cuando uno se quita la ropa.

Su voz la hizo regresar a la realidad y Lacey levantó la vista.

– ¿Eh?

– Uno se queda desnudo cuando se quita la ropa.

– De acuerdo. Me parece bien. Quiero decir que deberíamos ponernos ropa seca.

– Eso estaría bien, pero me temo que no suelo salir de casa con una muda de repuesto.

– Yo tampoco. Pero da la casualidad de que tengo un juego extra de ropa para los dos -miró hacia el escaparate-. Cortesía de mis maniquíes

– No lo dirás en serio -dijo él, después de mirar hacia la ventana.

– ¿Por qué no? ¿Tienes alguna otra sugerencia? ¿Aparte de que nos quedemos aquí con la ropa empapada hasta que nos pillemos una neumonía?

– Personalmente, prefiero la sugerencia de quedarnos desnudos.

– No había hecho tal sugerencia.

– ¿No? Bueno, pues la haré yo -se acercó a ella.

El fuego de su mirada la hizo sentir como si alguien hubiera vertido un cuenco de miel caliente sobre su cuerpo. Y cuando él le agarró las manos y entrelazaron los dedos, Lacey se quedó sin respiración.

– ¿Quieres desnudarte? -preguntó él.

– Eso sí… -la verdad salió de su boca como una bala. Madre mía, parecía una mujer caliente y desesperada en el día de San Valentín. Y quizá lo fuera, pero él no tenía por qué saberlo. ¿No había hecho bastante el ridículo todavía? -que no -añadió, y tosió para disimular-. No quiero desnudarme. Lo que quiero hacer es llamar al servicio de asistencia en carretera. Y ponerme ropa seca. Después, tomarme un café. Y una galleta. Y también, irme a casa. Y olvidar todo lo que ha pasado esta tarde.

Él la miró durante unos segundos y ella contuvo la respiración. Por un lado, deseaba que la atrajera hacia sí y la besara de nuevo. Sin embargo, él asintió, le soltó las manos y dio un paso atrás.

– Buena idea -dijo él-. ¿Tienes el servicio de la American Car Association?

– Sí. ¿No es el que tiene todo el mundo?

– Probablemente. Es el que yo tengo. ¿Qué te parece si llamo mientras tú te cambias de ropa?

– Trato hecho. Después, prepararé un café.

– Muy bien.

– El teléfono está en la pared de detrás del mostrador -dijo ella, y lo observó darse la vuelta y dirigirse hacia allí. Tuvo que hacer un esfuerzo para mirar hacia el escaparate y dejar de mirarle el trasero.

Lacey se acercó al maniquí con forma de mujer y le quitó la ropa. Al día siguiente iría más temprano para vestirlo de nuevo. Si a Evan le parecía mal la forma en que vestía a sus maniquíes, no quería ni imaginar lo que pensaría si los tuviera desnudos.

Aunque para ser un chico que parecía un estirado, se había mostrado más que dispuesto a desnudarse con ella.

«Ya basta, Lacey», se ordenó. «No pienses en él desnudo. Es más, no pienses en él para nada». Por desgracia, eso le resultó muy difícil, sobre todo cuando desnudó al maniquí masculino. Sujetando los dos juegos de ropa, se alejó de la ventana y se volvió hacia Evan, justo cuando él colgaba el teléfono.

– Me han dicho que enviarán a alguien y que tardará como una hora u hora y media. Les he dicho que vengan a la tienda para que no tengamos que esperarlos fuera.

– Estupendo -le tendió el albornoz y la ropa interior a juego-. Toma. Ropa seca.

Él se cruzó de brazos.

– No voy a ponerme ese ridículo albornoz.

– No es ridículo. Es romántico… algo de lo que, evidentemente, no sabes nada.

– Sé muchas cosas sobre lo que es romántico y, deja que te aclare una cosa, ese albornoz no lo es. Ningún chico respetable se lo pondría. ¡Tiene corazones de color rosa!

– Aja. ¿Y qué sabrás tú de moda? Tú, un hombre que no lleva más que traje y corbata.

– Sé lo bastante como para no ponerme eso -señaló la prenda que ella tenía en la mano-. Y has tenido oportunidad de verme con mucha menos ropa, sin traje y sin corbata, así que no me eches a mí la culpa.

– ¿Te han dicho alguna vez que eres un arrogante?

– ¿Te han dicho alguna vez que eres extremadamente pesada?

– De pronto, estoy recordando todos los motivos por los que me caes mal -se acercó al mostrador y dejó la ropa con brusquedad-. Si quieres quedarte con la ropa mojada y pillarte un resfriado mientras se te arruga la piel, adelante. Yo voy a cambiarme a la trastienda.

Tras esas palabras, se marchó caminando con la cabeza bien alta. Justo antes de que cerrara de un portazo, lo oyó decir:

– ¡No pienso ponerme ese ridículo albornoz!

Capítulo 6

Evan no podía creer que se hubiera puesto el ridículo albornoz.

Miró hacia abajo y, al ver sus piernas desnudas bajo el dobladillo del albornoz, puso una mueca de disgusto. «Si Paul me viera con este atuendo, se moriría de risa», pensó.

¿Por qué diablos Lacey no había vestido a los maniquíes con ropa normal? Sin embargo, tenía que admitir que llevar el albornoz era mucho más agradable que llevar la ropa mojada, sobre todo porque ésta ya empezaba a irritarle la piel. Y puesto que ya se sentía como un idiota, había decidido quitarse también la ropa interior y ponerse la que Lacey le había prestado.

Intentaría mantener el albornoz abrochado y actuar como si estuviera llevando su propia ropa. Como si estuviera en su casa. Y como si estuviera con alguien que no fuera Lacey.

«Lacey». Cuya piel tenía el tacto de la seda y el sabor de flores azucaradas. Lacey, cuyo beso lo había inflamado por dentro, como si fuera un trago de whisky en un estómago vacío. Lacey, quien en esos momentos se acercaba a él luciendo el vestido rojo que le había quitado al maniquí y provocando que él se quedara sin aire en los pulmones.

«Madre mía». Aquella mujer no sólo sabía cómo besar, también cómo moverse. Sus caderas se contoneaban despacio, de forma que a él le resultaba imposible dejar de mirarla. Él nunca la había visto vestida con otra ropa que no fueran los pantalones negros y la blusa blanca que se ponía para trabajar. Y aquel vestido rojo le quedaba de maravilla.

Lacey se metió detrás del mostrador y sacó una cafetera. Lo miró y esbozó una sonrisa.

– Veo que has preferido que no se te arrugue la piel.

– Ni se te ocurra reírte.

– No me reiré si tú no te ríes -puso una mueca y tiró del dobladillo del vestido hacia abajo-. Este vestido no me queda muy bien. Mi maniquí usa unas cuantas tallas menos que yo. Menos mal que la tela se estira.

– A mí me parece que te queda bien. Perfecto, diría yo.

– ¿Es otro cumplido? Estoy alucinada. Pero para continuar con este ambiente distendido, yo también te haré un cumplido. Ese albornoz te queda mejor que a cualquier maniquí.

La expresión de su mirada indicaba que no estaba bromeando y Evan notó que se le aceleraba el pulso. Al parecer, a algunas mujeres no les importaba que los hombres llevaran albornoces con corazones de color rosa.

– Gracias… Entonces, ¿hacemos una tregua?

– Tregua -contestó ella con una sonrisa-. Al menos, hasta que lleguen los de la asistencia en carretera. ¿Quieres un café normal o descafeinado?

– Normal. No quiero quedarme dormido de camino a casa. ¿Necesitas ayuda?

– Gracias, pero creo que puedo encargarme de una cafetera.

Tratando de pensar en algo que no fuera ella, Evan se volvió para mirar las fotos y los collages que decoraban las paredes mientras Lacey molía el café.

– Ésas son del jardín de mi madre -dijo ella, al ver que él se detenía frente a la foto de un jarrón de cristal lleno de flores de color rosa pálido.

– He visto estas flores en otras ocasiones. ¿Qué son?

– Peonías. Hace años le regalé a mi madre esa planta para el Día de la Madre. Es mi flor y mi aroma preferido.

– ¿Sacaste tú la foto?

– Sí. Me quedaba mucho espacio por de-corar y no podía gastarme dinero, así que agarré mi cámara y… ¡tachan! Los collages también los he hecho yo.

– Son muy buenos.

– Gracias. Hacerlos es muy relajante. Pongo música, me sirvo una copa de vino y dejo volar a mi imaginación.

Él señaló un collage que mostraba escenas de playa.

– Eso es lo que a mí me parece relajante. Estar cerca de la playa.

– Eh, quizá deberíamos grabar este momento, porque parece que, por fin, estamos de acuerdo en algo. Para mí, la playa es el mejor lugar para relajarse. El ruido del mar, la brisa marina, la arena bajo mis pies… -suspiró-. Algún día espero comprarme una casa en la playa.

– Lo mismo que yo. En la que pueda sentarme en la terraza y disfrutar del mar mientras me tomo el café del desayuno.

– Y yo el después de cenar -sonrió-. Si tuviera un balcón con vistas al océano, estaría todo el día fuera. Incluso, probablemente, querría dormir allí.

– Otra vez estamos de acuerdo -dijo él, y la imaginó acurrucada contra él, tumbados bajo las estrellas y rodeados por el ruido del mar.

– Guau. Hemos estado de acuerdo dos veces seguidas. ¿Quién iba a pensarlo?

– Yo no -cada minuto que pasaba se daba cuenta de que aquella mujer tenía algo más que un cuerpo estupendo, una actitud desafiante y una propensión a hacerlo enfadar. Se fijó en un collage sobre cachorros y no pudo evitar sonreír-. Éste es estupendo. ¿Tienes perro?

Ella negó con la cabeza.

– Tuve uno cuando era pequeña. Un labrador que se llamaba Lucky. Ahora me encantaría tener uno, pero en mi edificio están prohibidos los animales.

Él se acercó al mostrador y la observó mientras llenaba dos tazas de café recién hechos.

– Mi perra es mezcla de labrador, o eso creo. Por su tamaño, creo que también tiene algo de san bernardo.

– ¿Tienes perro?

– Una encantadora perrita de cuatro años que recibe con besos a todo el que aparece.

– No me parecías el tipo de hombre de los que tienen perro.

– Supongo que estoy lleno de sorpresas.