Ella se movió una pizca y él notó que se excitaba aún más. No recordaba haber deseado tanto a una mujer. Ella empezó a acariciarle el cuerpo, por debajo del albornoz, y cuando posó las manos sobre su trasero, lo atrajo hacia sí.

Evan la tomó en brazos y la sentó sobre el mostrador. Ella gimió y separó las piernas. Evan se colocó entre ellas y le acarició el cuello con la lengua mientras, con la mano, separaba de su piel el escote del vestido. Dejó sus senos al aire y se los acarició, jugueteando con los dedos sobre los pezones. Inclinó la cabeza y rodeó la aureola con la lengua antes de introducir en su boca su pezón turgente.

– Evan… -pronunció ella y arqueó la espalda. Le quitó el albornoz de los hombros y le acarició el torso, provocando que, con cada caricia, se incendiara por dentro.

Él deslizó las manos hasta sus muslos y las metió debajo del vestido. Descubrió que no había nada más que su piel.

– No llevas ropa interior -susurró, y le levantó la prenda hasta la cintura. Al acercar la mano a su entrepierna, la encontró húmeda y caliente.

Ella gimió al sentir que introducía dos dedos en la parte más íntima de su ser.

– No pensé que… ¡ahhh!… la necesitara.

– No la necesitas. Créeme. No me quejo de nada.

Jadeando, ella le bajó la ropa interior y le acarició el miembro erecto. Él respiró hondo y empujó contra su mano.

– Un preservativo -dijo ella, mordisqueándole el cuello.

– En mi cartera. Al otro lado de la habitación. ¡Maldita sea!

– En mi bolso. Está más cerca.

Mientras él seguía acariciándola, ella estiró hacia atrás y agarró el bolso mojado. Algo cayó al suelo, y ambos lo ignoraron. Con un gesto de impaciencia, ella volcó el contenido sobre el mostrador. Él vio un preservativo y es lo puso todo lo rápido que pudo. Entonces, Lacey lo rodeó con las piernas por la cintura y él la penetró con un único movimiento.

Sus gemidos inundaron la habitación. Evan se retiró casi del todo y la penetró de nuevo, disfrutando del lento viaje hasta el placer que había deseado desde el primero momento que entró en la tienda. Ella clavó los dedos en su espalda y él apretó los dientes para controlarse y no llegar al orgasmo. Cuando Lacey echó la cabeza hacia atrás y jadeó, Evan se dejó llevar, empujó con fuerza y permitió que el orgasmo se apoderara de él.

Cuando dejó de temblar, echó la cabeza hacia atrás y esperó a recuperar la respiración. Ella apoyó la frente contra su torso, exhalando de forma entrecortada contra su piel.

Un pitido rompió el encanto de la situación. Evan levantó la cabeza y frunció el ceño. Aquel sonido le resultaba familiar.

– ¿Es un buscapersonas? -preguntó Lacey.

Aquel sonido era el buscapersonas de Evan. Y, al oírlo, regresó a la realidad. ¿Qué diablos estaba haciendo? Acababa de mantener relaciones con una inquilina. Él nunca se acostaba con las inquilinas. Era una de sus normas. Dio un paso atrás y se pasó la mano por el cabello.

– Es el buscapersonas del trabajo.

Ella lo miró fijamente.

– ¿Trabajo? ¿A estas horas? ¿Y en fin de semana?

– Es mi jefe. Está en Londres esta semana. Allí es por la tarde. No importa que sea fin de semana… Trabaja todo el tiempo.

Ella no contestó, pero por la cara que puso era evidente que acababa de meterlo en la categoría de «clones impersonales». Sin decir nada, le entregó un montón de servilletas de papel y se bajó del mostrador.

– Escucha -dijo ella, mientras se recolocaban la ropa-. No sé lo que me ha sucedido pero… Lo que acaba de pasar no lo hago habitualmente.

– Lo creas o no, yo tampoco.

– Se nos ha ido de las manos. Alego enajenación mental transitoria.

– Ya somos dos -dijo él. -Esto no volverá a pasar.

Evan sabía que debía decir que estaba de acuerdo, pero las palabras se le atascaron en la garganta.

– De hecho -continuó ella-, tenemos que olvidar que ha sucedido.

Antes de que Evan pudiera contestar, llamaron a la puerta y volvió la cabeza hacia la entrada. Un hombre vestido con un mono de la American Car Association llamaba contra el cristal.

El episodio con Lacey había terminado.

Y a Evan se le ocurrió que, a lo mejor, estaba hechizado.

Capítulo 7

El martes, a las diez de la noche, Lacey cerró con llave la puerta de Constant Cravings y comenzó a cruzar el jardín. Las ventas de los tres últimos días habían sido un poco flojas y ella había aprovechado el tiempo para hornear los encargos que le habían hecho. Lo malo era que había tenido demasiado tiempo para pensar y que su mente sólo se centraba en una única cosa. Evan Sawyer.

De acuerdo, en realidad, en un par de cosas… En Evan Sawyer y en el sexo magnífico que había compartido con él.

No se habían visto desde que se despidieron la noche del sábado, y cualquiera pensaría que ese tiempo habría sido suficiente para que se olvidara de él. Pero no. Pensaba en él cada tres segundos o así. Incluso a veces, más a menudo. El tacto de sus caricias y de sus besos, la sensación de tenerlo en el interior de su cuerpo, el sabor de su boca, el roce de su piel… Era como si todo hubiera quedado grabado en sus sentidos. Tres días después, todavía estaba nerviosa y excitada.

Además, Evan no sólo había conseguido que se excitara, sino que también la había sorprendido. Era un hombre divertido e inteligente, y muy agradable. Demasiado.

No esperaba verlo el domingo, pero el hecho de que él no hubiera entrado en la tienda, ni el día anterior ni ese mismo día, hacía evidente que se había tomado en serio lo que ella le había dicho acerca de que debían olvidar lo que había sucedido entre ellos.

Y era lo mejor, sin duda. Aun así, a pesar de que Evan estuviera haciendo lo que ella le había pedido, tenía que admitir que el hecho de que la hubiera dejado en paz del todo, la molestaba. Era evidente que no la había encontrado tan divertida, inteligente y encantadora como ella a él. Y el hecho de que estuviera tan afectada le sorprendía. ¿Por qué no podía dejar de pensar en él?

Ese día recibió un mensaje suyo por correo electrónico. Al ver su nombre en la bandeja de entrada de Constant Cravings, se le aceleró el corazón.

Te agradecería que pasaras por mi despacho antes de irte a casa esta noche. No importa la hora, trabajaré hasta tarde.

Evan

El tono impersonal del mensaje y la falta de detalles provocaron que un montón de preguntas invadieran su mente. ¿Para qué quería verla? ¿Había estado pensando en ella? ¿Quería repetir lo sucedido? ¿Quería averiguar si la segunda vez que hicieran el amor sería igual de explosivo?

No importaba si eso era lo que quería o no. Porque ella no lo quería. De ninguna manera.

Maldita sea, sí que lo quería. Desesperadamente. Quería sentir su cuerpo contra el de ella, penetrándola. Saborear sus besos. Acariciarle sus preciosos músculos. Descubrir si todo había sido real o sólo un producto de su imaginación.

Pero caer en esa tentación no era buena idea. Sólo porque fuera un hombre divertido e inteligente, no significaba que fuera su tipo. Pero tampoco era que tuviera que casarse con él.

No había nada de malo en que Evan apagara el fuego que él mismo había encendido. No, no había nada de malo, pero ella tampoco estaba convencida de que fuera una buena idea.

Respiró hondo, adoptó una postura distante y entró en la zona oeste del edificio. Después tomó el ascensor hasta la quinta planta, donde se encontraban los despachos de dirección. Tras recordarse que debía permanecer tranquila, llamó a la puerta donde había una placa con el nombre de Evan. Segundos más tarde, al abrirse la puerta, toda su tranquilidad se vino abajo.

Esperaba encontrarlo con su aburrido traje de chaqueta y corbata, y no con una camiseta negra que resaltaba sus hombros y con unos pantalones vaqueros que, a juzgar por lo desgastados que estaban, debían ser sus favoritos. Evan estaba muy sexy y tenía un aspecto delicioso.

– Tenemos que hablar -dijo él, y abrió la puerta del todo.

Ni siquiera le había dicho «hola». Idiota arrogante. ¿Y había pasado tres días fantaseando con él? De hecho, se alegraba de que hubiera sido tan brusco, porque había conseguido apagar las llamas que él mismo había encendido.

Lacey alzó la barbilla y entró en el despacho. Después, se volvió para mirarlo y se cruzó de brazos. Al ver cómo cerraba la puerta, no pudo evitar fijarse en su trasero. Y recordó lo mucho que le había gustado acariciárselo. Entonces, él se volvió y se apoyó contra la puerta, mirándola con una expresión inteligible.

Cuando el silencio empezaba a incomodarla, ella dijo:

– ¿Querías hablar? Bueno, te escucho.

Él la miró durante varios segundos, frunció el ceño y le preguntó:

– ¿Cómo estás, Lacey?

Ella pestañeó.

– Bien. ¿Y tú?

– No estoy seguro. Los últimos días han sido extraños. Me preguntaba si te había ocurrido algo extraño desde que nos vimos la última vez.

«Sí, no puedo dejar de pensar en ti», pensó. Entonces, se estremeció al recordar los pequeños desastres que le habían ocurrido durante los tres últimos días.

– Alguna cosa, supongo que sí -admitió.

– ¿Como qué?

– Se me ha pinchado una rueda.

– A mí también.

Ella se estremeció de nuevo.

– Se me ha roto el lavavajillas.

– A mí, la nevera.

– Creo que algún niño metió una cera de color rojo en la secadora de la lavandería de mi edificio y se me ha estropeado un montón de ropa.

– En la tintorería me han perdido todos los trajes y las camisas.

– Las ventas han bajado en la tienda.

– Dos clientes han decidido no renovar los contratos.

Lacey dejó el bolso en el suelo.

– Veamos… El temporizador de mi horno se paró y se me quemaron dos hornadas de galletas. Se me rompió el tacón de mis sandalias favoritas en el supermercado, me caí sobre las naranjas y tiré un montón. Me olvidé las llaves dentro de casa, se me cayó el correo a un charco y he tenido algunos sueños extraños -«contigo. Y eran sueños eróticos», pensó-. ¿Ya ti?

– El microondas se ha vuelto loco y, al abrirlo, salpicó toda la comida por la cocina. Sasha ha decidido que le gusta el sabor a piel y ha mordisqueado todos los pares de zapatos que tengo. Se me han quedado las llaves dentro de casa y mi vecino, que tiene una copia, no estaba. Sasha también ha mordisqueado algunas de mis cartas.

Asombrada, Lacey dio unos pasos hacia atrás y se apoyó en el escritorio.

– Es muy extraño.

– Lo es -convino él.

Ella soltó una carcajada.

– Al menos no has tenido sueños extraños.

– Oh, sí que he tenido sueños. Pero no creo que empleara la palabra «raros» para describirlos.

– ¿Y cuál emplearías?

Él la miró de arriba abajo y dijo:

– Eróticos.

De pronto, Lacey sintió que se incendiaba por dentro. Antes de que pudiera contestar, él se acercó a ella despacio.

– ¿Quieres saber quién era la protagonista de mis sueños, Lacey?

Tuvo que tragar saliva para encontrar la voz.

– ¿Carmen Electra?

El reprodujo el sonido de un timbre de concurso de televisión.

– Respuesta equivocada -se detuvo a poca distancia de ella. Lacey se agarró con fuerza al escritorio para no caer en la tentación de tocarlo. -Tú -dijo él, con ardor en la mirada-. Tú eras la mujer que aparecía en mis sueños.

Aunque sabía que lo mejor era no decir nada, no pudo aguantar la curiosidad.

– ¿Y en tus sueños aparecía un barco pirata del siglo XIX?

Él asintió despacio.

– Yo era el capitán.

– Y me secuestraste de mi casa.

– Porque me pertenecías.

– Me cortaste el vestido. Con tu puñal.

– Te gustó.

– No tenía nada más que ponerme.

– A los dos nos gustaba eso.

– Me hiciste el amor -susurró ella.

– Cada vez que tenía la oportunidad.

– Cada vez que podías -dijo, y sintió que una ola de calor la invadía por dentro al recordar lo que ella había soñado. Evan sobre ella, debajo de ella, dentro de ella, acariciándola con las manos y la boca…

Él la miró a los ojos.

– Quizá, todo lo demás pudiera ser una coincidencia, pero ¿que hayamos soñado lo mismo? Eso me convence de que mi idea se confirma.

– ¿Qué idea? -preguntó, confiando en que tuviera algo que ver con que ese sueño se convirtiera en realidad. Deseaba acariciarlo, pero tenía miedo de que una vez que empezara, no pudiera parar. ¿Era por eso por lo que él no la había tocado? ¿Tenía miedo de lo que sucedería si lo hiciera? ¿Tenía el mismo dilema que ella?

En lugar de contarle su idea, le dijo:

– Hoy he ido a visitar a Madame Karma.

– ¿De veras? ¿Por qué?

– Quería hablar con ella sobre mi racha de mala suerte. No parecía nada sorprendida, y me ha dicho que era porque estaba luchando contra el destino. Suponía que tú habrías sufrido una serie de eventos similares. Y por lo que me has contado, tenía razón.