Se recostó contra la rugosa fachada de piedra de la casa y se frotó las articulaciones entumecidas antes de lanzarse a través del prado en sombras en dirección al lugar donde había atado a Viking, en la linde del bosque. Pobre señorita Sammie; estaba claro que no deseaba casarse con el mayor Wilshire, y él no se lo reprochaba. Si bien el mayor no era un mal tipo, sus peroratas sobre la guerra y el importante papel que desempeñó en ella podían llegar a aburrir a las piedras. Era un hombre que podría llevar a la señorita Sammie directamente al manicomio. Y la señorita Sammie era la sal de la tierra; siempre tenía para él una palabra amable y una sonrisa, siempre le preguntaba por su madre y su hermano, que vivían en Brighton.
Cruzó el prado con la espalda erguida por la determinación; había que hacer algo para ayudar a la pobre señorita Sammie.
Arthur sólo conocía a un hombre que pudiera ayudarla: el individuo misterioso cuyo nombre estaba en boca de todo el mundo desde Londres hasta Cornualles, el hombre al que el magistrado buscaba tan ávidamente por sus osadas proezas.
El célebre y legendario Ladrón de Novias.
Por la ventana de su estudio privado, Eric Landsdowne, conde de Wesley, observaba a Arthur Timstone cruzar el césped de camino a los establos.
En sus oídos volvieron a sonar las palabras del encargado de las cuadras: “la situación es terrible, señor. La pobre señorita Sammie no quiere tener nada que ver son ese estirado del mayor Wilshire, pero su padre insiste. Verse obligada a casarse de esa manera, vaya, eso va a romperle el corazón a la señorita, y no conozca a nadie que tenga un corazón más tierno”.
Eric había permanecido sentado a su escritorio, escuchando a su fiel sirviente; ninguno de los dos reconoció ni siquiera con un pestañeo por qué Arthur le traía aquella noticia, pero ambos sabían exactamente el motivo. El secreto que compartían los unía con más fuerza que un clavo, aunque rara vez hablaban de ello durante el día, cuando los criados estaban despiertos, por miedo a que los oyeras.
Un error así podía costarle a Eric la vida.
Pero el simple hecho de saber que Arthur compartía su secreto, que no se hallaba completamente solo en el peligroso estilo de vida que había escogido, le proporcionaba un gran consuelo. Quería a Arthur como a un padre, y ciertamente el sirviente había pasado más tiempo con él durante sus años de formación que su propio padre.
Ahora, al observar a Arthur atravesando a grandes zancadas el césped perfectamente cuidado, con su cabello entrecano iluminado por el sol matinal, Eric se fijó en su ligera cojera y se le encogió el corazón. Arthur ya no era un hombre joven, y aunque nunca se había quejado, Eric sabía que sus articulaciones envejecidas le producían con frecuencia rigidez y dolor. Le había ofrecido un dormitorio bien amueblado en la casa solariega, pero él lo había rechazado. Tan generosa oferta hizo aflorar lágrimas en los ojos azul claro de Arthur, pero prefirió quedarse en su alojamiento situado encima de los establos, cerca de los caballos que amaba y cuidaba.
Una sonrisa curvó los labios de Eric, pues sabía que Arthur también había rechazado su oferta debido a que no quería arriesgarse a entrar furtivamente en la casa principal en mitad de la noche, después de verse con su amada. Aunque entre ellos no existían secretos, rara vez hablaban de sus respectivas vidas amorosas. Arthur se sentiría mortificado si sospechase que Eric estaba al tanto de sus citas a altas horas de la noche, pero éste se alegraba por él.
“Quizá no sea una cojera en absoluto, sino más bien una manera de andar con alegría”, pensó Eric.
Desvió la mirada hacia el bosque que se veía a lo lejos, y sus pensamientos regresaron al asunto que lo ocupaba.
Compartía con los Briggeham sólo una amistad informal, al igual que con la mayoría de las familias de la zona. Vivía la mayor parte del tiempo en Londres, en estrecho contacto con el abogado que llevaba sus asuntos, y en Wesley Manor pasaba solamente unas semanas en verano. Durante aquellas breves estancias, esquivaba con mano experta las maniobras casamenteras de las madres del pueblo, de las cuales la señora Cordelia Briggeham era una de las más notables. Por supuesto, la señora Briggeham conocía, al igual que las otras madres de Tunbridge Wells, su inveterada aversión al matrimonio, si bien no estaba al corriente de todos sus motivos. Por desgracia, dicha aversión servía sólo como un reto para las intrépidas casamenteras azuzadas por sus hijas.
Tenía que reconocer que las tres hijas pequeñas de los Briggeham eran raras bellezas. Una de ellas, no recordaba cuál, se había casado recientemente con el barón de Whiteshead. De Samantha guardaba sólo un vago recuerdo; frunció el entrecejo tratando de recordar cómo era, pero sólo consiguió evocar una imagen borrosa de cabello castaño y gruesas gafas. Sabía, gracias a la maquinaria del chismorreo, que se la consideraba una excéntrica marisabidilla y que, tristemente, carecía de atractivo femenino, un hecho que resultaba más notorio debido a la extrema belleza de sus hermanas.
Como contraste, no le costó traer a la mente al mayor Wilshire: un hombre grande, tempestuoso y arrogante que tenía un porte militar rígido como una vara. Eric lo encontraba soportable sólo en pequeñas dosis. Que él supiera, el mayor no sonreía casi nunca, y reír era algo que desconocía totalmente. Lucía unos bigotes poblados y entrecanos, llevaba un inquisitivo monóculo y solía ladrar órdenes con una vez retumbante, como si aún mandara en un campo de batalla.
Con todo, el mayor era inteligente y, según decían, no le faltaba amabilidad. ¿Por qué no querría casarse con él la señorita Briggeham? Ya había rebasado con creces el primer rubor de juventud, y si era tan poco atractiva como había oído comentar, no podría atraer a muchos pretendientes. Arthur le había dicho que ella afirmaba no amar al mayor. Un resoplido se escapó de los labios de Eric, que sacudió la cabeza. Ya le gustaría conocer algún matrimonio que hubiera sido por amor; desde luego no lo fue el de sus padres, y Dios sabía que tampoco el de Margaret…
Se apartó de la ventana y anduvo por la alfombra de Axminster hacia su escritorio de caoba. Cogió la miniatura de su hermana. Se había hecho pintar el retrato justo antes de que él se incorporara al ejército. “Llévatelo contigo, Eric -le había dicho Margaret con una sonrisa alentadora que no ocultaba la profunda preocupación que se leía en sus ojos oscuros-. De esa forma estaré siempre a tu lado, cuidando de que estés a salvo”.
Se le hizo un nudo en la garganta. Aquel rostro encantador lo había acompañado a lugares que prefería olvida. Margaret había sido el único retazo de belleza en aquellos años. Sí, ella lo había mantenido a salvo, y sin embargo él no había logrado mantenerla a salvo a ella.
Contempló su imagen en la miniatura, y un vívido recuerdo acudió a su mente: el día en que nació su hermana. El disgusto de su padre con su esposa por haberle dado una hija. La tristeza de su madre agotada. La entrada a hurtadillas aquella noche en la habitación de los niños para contemplar aquel bulto diminuto e inquieto. “No importa que no le gustes a papá -susurró él, con el corazón de un niño de cinco años rebosante de osadía-. Tampoco le gusto yo. Pero yo cuidaré de ti”. Después rodeó con un dedo el puño minúsculo de la pequeña y así, simplemente así, quedó la cosa.
Una miríada de imágenes pasaron raudas por su mente. Enseñar a Margaret a montar a caballo. Ayudarle a rescatar a un pájaro con un ala rota. Curarle los rasguños que se había hecho al caerse de un árbol, para que su padre no la regañara. Escapar a la quietud del bosque para eludir las constantes tensiones y discusiones que había en casa. Enseñarle a pescar, y al cabo de un tiempo rara vez atrapar más peces que ella. Representar obras de teatro de Shakespeare. Verla crecer y pasar de ser una mocosa traviesa a convertirse en una hermosa jovencita que lo llenó de profundo orgullo. “Nosotros éramos lo único que teníamos en esta familia tan infeliz, ¿verdad Margaret? Hacíamos que fuera soportable el uno para el otro. ¿Qué habría hecho yo sin ti?”.
Pero le había fallado.
Sus dedos se cerraron alrededor de la miniatura. Al igual que Samanta Briggeham, Margaret había sido obligada a casarse, un hecho por el que Eric no había perdonado a su padre, ni siquiera cuando yacía en su lecho de muerte. Su padre había vendido a la inocente y bella Margaret como si fuera una posesión cualquiera al anciano vizconde de Darvin, que deseaba un heredero. Durante años había circulado por la zona los rumores acerca del libertinaje de Darvin, pero poseía los atributos que buscaba el padre de Eric cuando hizo el trato: dinero y varias propiedades. A pesar de lo sustancial de sus bienes, la avaricia de Marcus Landsdowne lo hacía desear más. En ningún momento pensó en los sentimientos de Margaret, y aquel matrimonio la destrozó. En aquella época Eric se encontraba luchando en la península Ibérica y no estaba al corriente de la situación.
Llegó demasiado tarde para rescatar a Margaret.
Pero a su regreso juró que ayudaría a otras como ella y que llamaría la atención sobre su difícil situación. ¿Cuántas pobres jóvenes eran forzadas cada año a contraer un matrimonio no deseado? Se estremeció al calcular el número. Había intentado convencer a Margaret de que abandonase a Darvin, prometiendo ayudarla, pero ella se negó a incumplir sus votos matrimoniales y respetó de mala gana su decisión.
Desde la primera vez que se enfundó su disfraz, cinco años atrás, había ayudado a escapar a más de una docena de muchachas. Y al hacerlo con tanta teatralidad, en vez de valerse de discretos medios financieros, consiguió que aquel problema atrajera la atención de todo el país.
Había alcanzado su objetivo, quizás demasiado bien. Varios meses atrás, un reportero del Times lo había apodado el “Ladrón de Novias”, y ahora por lo visto toda Inglaterra anhelaba conseguir información acerca de él, en particular el magistrado Straton, que estaba decidido a desenmascarar al Ladrón de Novias y poner fin a lo que él denominaba “los raptos”.
Se ofrecía una sustancial recompensa por su captura, lo cual encendía aún más el interés por sus actividades. Recientemente, Arthur le había informado de un rumor que afirmaba que varios padres airados de novias “robadas” se habían unido con el objetivo común de capturar al Ladrón de Novias.
Eric se pasó los dedos por la garganta. El magistrado, por no mencionar a los padres, no quedaría satisfecho hasta que el Ladrón fuera ahorcado por sus delitos.
Pero Eric no tenía intención de morir.
Aún así, la búsqueda del Ladrón de Novias había aumentado hasta el punto de que cada vez que Eric se ponía el disfraz arriesgaba la vida. Pero el hecho de saber que iba a liberar a otra pobre mujer del insoportable destino que había robado a Margaret su felicidad hacía que aquel riesgo mereciera la pena. Y contribuía a aliviar su sentimiento de culpa por no haber logrado ayudar a su hermana.
No permitiría que el dolor y la desesperación que dominaban la vida de su hermana destruyeran también a la señorita Samantha Briggeham.
Él la liberaría.
Samantha iba sentada en el carruaje de la familia, contemplando por la ventanilla cómo disminuía la luz. Unas franjas de vivo color naranja y violeta se extendían por el cielo marcando el comienzo del crepúsculo, su momento favorito del día.
Se ajustó las gafas, respiró hondo y trató de calmar su estómago inquieto. Cuando llegase a casa tendría que hablar con sus padres, perspectiva nada halagüeña pues intuía que no iba a gustarles el recado que venía de hacer.
Mientras miraba por la ventanilla observó un diminuto destello de color en la luz menguante. Cielos, ¿podría haber sido una luciérnaga? En tal caso, Hubert se alegraría mucho; llevaba meses intentando criar insectos raros, tanto en el bosque como en su laboratorio, a partir de las larvas que había traído de las colonias. ¿Podrían estar dando fruto sus experimentos?
Indicó a Cyril que detuviera el carruaje y extrajo una pequeña bolsa de su redecilla. Una voz interior le dijo que sólo estaba retrasando la inevitable discusión con sus padres, pero tenía que capturar los insectos para Hubert; la mente de catorce años del chico se sentía fascinada por la suave luz intermitente que emitían.
Se apeó del carruaje y aspiró el fresco aire de la tarde. El intenso aroma a tierra mojada y hojas muertas le hormigueó las fosas nasales y la hizo estornudar, con lo cual las gafas le resbalaron hasta la punta de su nariz respingona. Volvió a ajustárselas con su gesto habitual y examinó la zona en busca de luciérnagas mientras Cyril se recostaba en el pescante para esperarla. Estaba acostumbrado a aquellas paradas inesperadas en el bosque.
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