Sammie echó a andar por el sendero hacia el punto donde había visto el resplandor. Se alegró al imaginar el rostro delgado y serio de Hubert, todo sonrisas si ella regresaba con un tesoro como aquél. Quería al adolescente con todo su corazón: su mente aguda y brillante, su cuerpo alto y larguirucho y sus pies grandes y torpones, a los que aún no se había acostumbrado.
Sí, Hubert y ella estaban hechos de la misma pasta; usaban gafas similares y poseían los mismos ojos azules y el mismo cabello castaño, tupido y rebelde. A los dos les gustaba nadar, pescar y explorar el bosque en busca de especímenes de flora y fauna, actividades que más de una vez habían puesto furibunda a su madre. De hecho, Samantha y Hubert tenían un nombre secreto para mamá: “Grillo”, porque emitía una serie de agudos gorjeos justo antes de “desmayarse” -siempre de manera artística- sobre uno de los muchos divanes estratégicamente distribuídos por el hogar de los Briggeham.
“Seguro que mamá va a cantar como un grillo cuando sepa dónde he estado. Y lo que he hecho”.
Unos minúsculos destellos de luz amarilla atrajeron su mirada, y el corazón le dio un vuelco de emoción. ¡Eran de verdad luciérnagas! Había varias cerca del suelo, junto a la base de un roble a poca distancia de allí.
– No eche a correr por ahí, señorita -le advirtió Cyril cuando ella se dirigió hacia el roble-. Está oscureciendo y mi vista ya no es la de antes.
– No te preocupes, Cyril. Aún hay luz de sobra, y no pienso alejarme más. -Se arrodilló, atrapó con delicadez el raro insecto en su mano y lo metió en la bolsa.
Acababa de introducir otro más cuando le llamó la atención un sonido procedente de la densa floresta. ¿El débil relincho de un caballo? Alzó la cabeza e intentó escuchar, pero sólo oyó el murmullo de las hojas en la brisa.
– ¿Has oído algo, Cyril?
El negó con la cabeza.
– No, pero es que mis oídos ya no son los de antes.
Con un encogimiento de hombros, Sammie volvió a concentrarse en su tarea. Sin duda se había equivocado. Después de todo, ¿quién iba a andar cabalgando en las tierras de su familia, y ahora que se estaba haciendo rápidamente de noche?
A lomos de Campeón, la observó en silencio por entre los árboles. La luna derramaba pálidos haces de luz, y se le encogió el corazón al fijarse en la postura de la muchacha.
Maldición, la joven en apuros estaba rezando. De rodillas y doblada por la cintura, tanto que la nariz casi rozaba el suelo. La rabia y la frustración le hicieron hervir la sangre. Maldita sea, él iba a salvarla de aquella aflicción.
Campeón se removió y relinchó suavemente. Él puso una mano sobre el brillante pescuezo del animal para tranquilizarlo y observó a la señorita Briggeham. Al parecer ella había oído el ruido, porque levantó la vista. Un débil haz de luz arrancó destellos a sus gafas cuando miró en derredor. A continuación, con lo que parecía un encogimiento de hombros, bajó la cabeza y reanudó sus oraciones.
La había seguido a través del bosque y había aguardado mientras ella se encontraba en la casa del mayor Wilshire, preguntándose por qué lo habría visitado. Se veía a las claras que el rato que habían pasado juntos no había terminado bien, pues ahora estaba arrodillada en el suelo rezando en medio del bosque, mientras iba oscureciendo. La compasión le oprimió el corazón.
Echó una mirada al cochero y se percató de que estaba dormitando en el pescante. Perfecto. Había llegado el momento.
Con serena concentración, se enfundó su ajustada máscara negra de modo que le cubriese toda la cabeza salvo los ojos y la boca, y tiró de la tela para situar dos pequeñas aberturas sobre sus fosas nasales. Su larga capa negra caía sobre la silla a su espalda, y sus manos estaban ocultas por unos entallados guantes de cuero. Su camisa, pantalón y botas también de color negro lo volvían casi invisible en la creciente oscuridad.
Entonces clavó la mirada en la angustiada muchacha, que permanecía de rodillas junto al roble.
“No tema, señorita Samantha Briggeham. La libertad la espera”.
2
Sucedió con la velocidad de un rayo.
De rodillas para tomar delicadamente una luciérnaga en la mano, Sammie alzó la cabeza al percibir un rumor en los arbustos cercanos. A continuación surgió de entre los árboles un caballo negro que saltó por encima de un pequeño matorral. El corazón estuvo a punto de parársele por la sorpresa, y acto seguido la embargó el miedo al darse cuenta de que el caballo se dirigía directamente hacia ella.
Se puso en pie de un brinco y retrocedió a toda prisa. Acertó a distinguir la silueta de un jinete que evidentemente no la veía a ella, pues había virado en su dirección. Abrió la boca para advertirlo con un grito, pero antes de que pudiera emitir siquiera un gemido, un fuerte brazo la izó del suelo.
El aire abandonó sus pulmones con un sonoro suspiro y sintió un latigazo en el trasero al verse depositada sobre la silla de montar de un golpe que le hizo temblar todos los huesos. Las gafas salieron volando y la bolsa de insectos se le escurrió entre los dedos. Pasó por su lado lo que parecía un ramo de flores. Entonces oyó el grito angustiado de Cyril:
– ¡Señorita Sammie!
Un fuerte brazo la sujetaba como una barra de hierro, presionándola de lado contra un cuerpo grande y musculoso, mientras el caballo se internaba al galope en el bosque.
– No se preocupe -le susurró al oído una voz profunda y aterciopelada, teñida de un leve acento escocés-. Está perfectamente a salvo.
Sin habla a causa de la impresión, Sammie intentó mover los brazos, pero su captor la tenía atrapada por los costados con los suyos. Al volver la cabeza se encontró con una máscara negra. El pánico le recorrió la espalda y le atenazó la garganta. ¿Qué clase de loco era aquél? ¿Un salteador de caminos? Pero en ese caso, ¿por qué se la había llevado en vez de simplemente exigirle el dinero?
Entonces comprendió de pronto. Santo cielo, ¿estaba siendo secuestrada? Sacudió la cabeza para despejarla. La lógica le decía que era una idea absurda, pero el hecho era que estaba cabalgando en medio de la noche, cautiva de un hombre enmascarado, lo cual indicaba que se trababa de un secuestro. ¿Por qué motivo querrían secuestrarla a ella? Si bien su familia disfrutaba de holgura económica, no era lo bastante rica para pagar un rescate exorbitante ¿Habría cometido un error el raptor equivocándose de mujer? No lo sabía, pero tenía que escapar.
Aspiró tan profundamente como pudo y abrió la boca para chillar. El sonido apenas había saldo de su garganta cuando el brazo que la ceñía por la cintura apretó con más fuerza y ahogó el grito hasta convertirlo en un mero jadeo.
– No grite -le susurró él al oído- No voy a hacerle daño.
Nada convencida, Sammie abrió la boca de nuevo, pero se detuvo al sentir los labios de él contra su oído.
– No quiero meterle un pañuelo en la boca, pero si es necesario lo haré.
Sammie se tragó el grito que le temblaba en los labios. Aunque no era propensa al pánico, no pudo evitar el estremecimiento de alarma que la recorría de arriba abajo.
– Le exijo que detenga este caballo y me suelte. Inmediatamente.
– Pronto, muchacha
– Ha cometido usted un error. Mi familia no puede pagar un rescate.
– No es un rescate lo que busco. -Se inclinó más hacia ella y su aliento le provocó un escalofrío-. No tema, señorita Briggeham, ya está a salvo…
La invadió un pánico helado. El secuestrador sabía cómo se llamaba. Así pues, no era un error de identidad. Pero ¿quién era él? “Está a salvo”. A salvo. ¿De qué demonios estaba hablando? Por Dios bendito, debía de estar loco de verdad.
– ¿Cómo es que usted…?
– Guarde silencio, se lo ruego -susurró él-. Ya hablaremos cuando lleguemos a la casa.
¿Una casa? La inundó una nueva oleada de miedo, pero se obligó a concentrarse. Respiró tan hondo como se lo permitió el brazo que la sujetaba y rápidamente comenzó a sopesar sus opciones de manera lógica. Era obvio que no podía razonar con aquel hombre, persuadirlo de que la soltase. ¿Tendría intención de hacerle daños? La cólera barrió parte de su miedo, y apretó con fuerza los labios; si aquel hombre tenía pensado herirla o forzarla, le esperaba una buena pelea.
Escapar. Eso era lo que debía hacer, pero ¿cómo? El caballo corría a galope tendido. Trató de revolverse un poco, pero el musculoso brazo no hizo si no ceñirla con más fuerza, le oprimió las costillas y expulsó el aire de sus pulmones comprimidos. Aunque lograra arrojarse de la silla -lo cual, a juzgar por la fuerza de él, parecía imposible-, sin duda la caída la mataría o la heriría de gravedad. Y entonces quedaría a merced de su secuestrador.
Apartó aquel turbador pensamiento.
¿Quién diablos era aquel hombre? Observó su rostro enmascarado con los ojos entornados. Tenía toda la cabeza cubierta por una máscara negra. Había una rendija para la boca, dos orificios pequeños para la nariz y unos cortes estrechos y oblongos para los ojos. Intentó determinar de qué color eran, pero no pudo.
La aprensión le puso la carne de gallina al notar la fortaleza de aquel cuerpo. Incluso a través de las varias capas de ropa, no había forma de confundir la dureza de sus músculos. Su pecho, que presionaba contra el costado de ella, poseía la flexibilidad de una pared de ladrillo, y los muslos que la acunaban eran como piedras. El secuestrador la sostenía como si fuera una muñeca en su regazo. No había manera de superarlo físicamente.
A menos que encontrara un arma para golpearlo en la cabeza. Sintió una perversa satisfacción ante la idea de dejar inconsciente a aquel bandido.
Por desgracia, iba a tener que esperar hasta que llegasen al destino que él tenía en mente. Entonces huiría de él, ya fuera propinándole un porrazo o superándolo en inteligencia.
Mientras tanto, se obligó a centrarse en lo inmediato. Se estaban adentrando profundamente en los bosques, pero sin sus gafas, toda referencia que pudiera haber reconocido era un mero borrón. Entre los árboles se filtraban brillantes rayos de luz de luna, pero aún así el camino quedaba sumido en la oscuridad. Sammie se maravilló de que su secuestrador pudiera ver siquiera, entre la oscuridad y la máscara que llevaba puesta.
Avanzaron durante casi una hora, pero por más que lo intentó no consiguió distinguir dónde se encontraban. El brazo que la sujetaba no cedió en ningún momento, y ella se obligó a no pensar en la fuerza del cuerpo masculino que la ceñía. Sentía las posaderas doloridas y le picaban los brazos por la falta de circulación debida al fuerte abrazo.
Por fin el caballo aminoró la marcha y comenzó a avanzar al trote. Era obvio que se aproximaban a la casa que él había mencionado, pero, sin las gafas, Sammie no la distinguió en la oscuridad. No tenía la menor idea de dónde estaban, y se preguntó si él no habría cabalgado a propósito en círculos para despistarla. Con todo, para cuando detuvo el caballo, ella ya tenía planeada su estrategia. Era simple, clara y lógica: apearse del caballo, buscar un objeto con que atizar a su secuestrador, darle sin miramientos, volver a subir al caballo y buscar el camino de vuelta a casa.
El secuestrador tiró de las riendas y el animal resopló. Entornando los ojos, Sammie distinguió el contorno de una casa de campo. Su captor desmontó y la depositó en tierra. Ella sintió frustración al comprobar que sus rodillas, hechas gelatina, amenazaban con doblarse; si él no la hubiera sostenido por los brazos, se habría derrumbado. ¿Cómo iba a atacar a aquel libertino si ni siquiera era capaz de mantenerse en pie? Hizo rechinar los dientes y afianzó las rodillas, al tiempo que rezaba por recuperar rápidamente la sensibilidad en sus miembros entumecidos.
– Diablos, ¿le he hecho daño? -Aquel ronco susurro contenía una nota de preocupación que sorprendió a Sammie. Antes de que pudiera responder, él la tomó en brazos y la llevó hacia la casa-. No debería haberla apretado con tanta fuerza, pero es que no podía dejar que se cayera. Vamos dentro y le echaré un vistazo.
Sammie juró en silencio que si él intentaba echarle un vistazo le arrancaría los ojos. Tenía ganas de aporrearlo con los puños, pero, para su disgusto, sus brazos mostraban tanta fuerza como un puré de gachas. No obstante, un hormigueo le ascendía por los miembros y le recorría la piel, indicación segura de que pronto se recuperaría.
Tal vez fuera mejor que él la creyera débil e indefensa; eso seguramente le haría bajar la guarda. Y entonces ella podría buscar en la casa algo que le sirviese de arma -un cuchillo afilado, un atizador para el fuego- y escapar.
Él abrió la puerta y entró, tras lo cual la cerró con el pide. En la chimenea ardía un fuego mortecino que bañaba la pequeña habitación con un pálido resplandor dorado. Sammie parpadeó, miró alrededor, y el alma se le cayó a los pies.
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