La estancia estaba vacía. Ni muebles, ni alfombras, ni nada que se pareciera a un arma.
Las botas del secuestrador resonaron en el suelo de madera cuando se acercó al fuego. Sammie recorrió con la mirada la repisa de la chimenea con la esperanza de ver un candelabro, pero, al igual que el resto de la habitación, la repisa estaba desnuda. Sin embargo, sus esperanzas renacieron cuando su visión borrosa reparó en lo que parecía un conjunto de herramientas de bronce para la chimenea, apoyadas contra la pared de enfrente. Se encontraban demasiado lejos, pero ya buscaría la manera de hacerse con una; lo único que necesitaba era tiempo.
Su captor se arrodilló y la depositó en el suelo, junto a la chimenea, con una suavidad que la sorprendió. En el instante en que la soltó, ella retrocedió hasta dar con la espalda en la pared.
– No se acerque -le ordenó, orgullosa de que no le temblara la voz-. No me toque.
Él se quedó inmóvil. Sammie lo miró fijamente, deseando tener las gafas para poder verlo con claridad. Aunque apenas distinguía sus ojos entre las rendijas de la máscara, percibía el peso de su firme mirada.
– No tiene nada que temer, señorita Briggeham. Sólo deseo ayudarla…
– ¿Ayudarme? ¿Secuestrándome? ¿Reteniéndome contra mi voluntad?
– No es contra su voluntad. -Inclinó la cabeza y añadió con voz ronca-: Alégrese, tiene ante usted al Ladrón de Novias, que ha venido a rescatarla.
Eric la observó a través de las aberturas de la máscara y esperó a que el alivio y la alegría sustituyeran la aprensión que le ensombrecía los ojos.
Pero la señorita Briggeham lo contemplaba con una mirada vacía.
– ¿El Ladrón de Novias? ¿A rescatarme?
Pobre mujer. Era evidente que estaba aturdida por la gratitud.
– Pues sí. Estoy aquí para ayudarla a empezar una nueva vida…, una vida de libertad. Sé que no desea casarse con el mayor Wilshire.
Ella abrió unos ojos como platos.
– ¿Qué sabe usted del mayor Wilshire?
– Sé que es su prometido y que quieren obligarla a casarse con él.
Su expresión cambió de inmediato, y un inequívoco gesto de fastidio cruzó su semblante.
– Ya estoy harta de que la gente me diga que estoy comprometida. -Irguió la espalda y lo señaló con el dedo puntualizando cada palabra-: El mayor Wilshire no es mi prometido, y no voy a casarme con él.
Eric se quedó perplejo y con una súbita sensación de malestar. ¿Qué no era su prometida? Maldición, ¿había raptado a otra mujer? ¿Por eso no daba saltos de alegría porque él la hubiese rescatado?
La recorrió con la mirada fijándose en su aspecto desaliñado. El sombrero le colgaba del cuello, por las cintas. Su despeinado cabello oscuro le rodeaba el rostro, y varios mechones sueltos le sobresalían tiesos hacia arriba de un modo que le recordó los cuernos de un diablo… una desafortunada comparación, dadas las circunstancias. Sus ojos parecían enormes en aquella cara, una cara pálida y sosa que mostraba una expresión de claro disgusto. Desde luego no era una expresión que soliese ver en los rostros de las mujeres que rescataba.
– ¿No es usted Samantha Briggeham? -le preguntó.
Ella lo miró ceñuda y apretó los labios.
Maldita mujer obstinada. Se inclinó más hacia ella e hizo caso omiso de la punzada de culpabilidad que sintió cuando vio brillar en sus ojos un destello de pánico.
– Conteste a la pregunta ¿Es usted Samantha Briggeham?
Ella asintió con gesto rígido.
– Sí, lo soy.
Lo abrumó un sentimiento de confusión. Había acertado con la mujer. Diablos, ¿sería incorrecta la información de Arthur? Si era así, había cometido un error terrible. Se obligó a conservar la calma y estudió a la joven.
– Tengo entendido que su familia lo ha arreglado todo para casarla con el mayor.
Sammie lo observó con mirada cauta.
– Así es, pero como yo jamás en mi vida he visto un plan menos apetecible, por no decir idiota, he desarreglado lo que arregló mi bien intencionado pero mal aconsejado padre.
El malestar de Eric se triplicó.
– ¿Cómo dice?
– Esta tarde ha ido a ver al mayor Wilshire y le he explicado que, aunque lo tengo en alta estima, no siento el menor deseo de casarme con él.
– ¿Y él se ha mostrado de acuerdo?
Sammie desvió la mirada y un rubor carmesí le tiñó las mejillas.
– Pues… sí, al final.
Él apretó los puños al ver el embarazo de ella. Maldición, ¿habría intentado el mayor tomarse libertades con ella?
– ¿Al final?
Ella lo observó entrecerrando los ojos y luego se encogió de hombros.
– No es que le concierna a usted, pero incluso después de explicarle con toda la cortesía del mundo que no deseaba casarme con él, me temo que el mayor se mostró todavía un tanto… insistente.
Por Dios, aquel réprobo en efecto la había tocado. Sintiéndose confundido, Eric alzó las manos para tocarse el pelo, pero se topó con la máscara que le cubría la cabeza.
Sammie se aclaró la garganta.
– Sin embargo, por suerte para mí, en cuanto el mayor finalizó su largo discurso de “por supuesto que se casará usted conmigo, ya se han llevado a cabo todos los preparativos”, fue cuando apareció Isidro. Y salvo bastante bien la situación.
Eric dejó escapar el aliento que no sabía que estaba conteniendo.
– ¿Isidro? ¿Es su cochero?
– No. Mi cochero es Cyril. Isidro es mi sapo.
Eric supo que si no fuera por la ajustada máscara, se le habría descolgado la mandíbula.
– ¿Su sapo? ¿Y dice que salvó la situación?
– Sí. A Isidro le gusta acurrucarse en mi redecilla y acompañarme cuando salgo en el carruaje. Casi me había olvidado de él hasta que dio un salto y fue a aterrizar justo en una de las relucientes botas del mayor. Cielos, nunca he visto semejante revuelo. Cualquiera hubiera pensado que lo habían despojado de su rango, a juzgar por su reacción. Es asombroso que un hombre que afirma haber realizado tantas heroicidades militares pueda tener tanto miedo y aversión a un sapo. -Meneó la cabeza-. Naturalmente, al ver que ponía tantos reparos a Isidro, pensé que lo mejor era advertirlo sobre Cuthbert y Warfinkle.
Divertido, Eric inquirió:
– ¿Más sapos?
– No. Un ratón y una culebra de jardín. Los dos son totalmente inofensivos, pero el mayor Wilshire se puso bastante pálido, sobre todo cuando le insinué que ambos se alojaban en mi dormitorio.
Medio divertido y medio horrorizado, Eric preguntó:
– ¿De veras?
Ella le dirigió una mirada miope de inconfundible y contenida picardía.
– No, pero sólo insinué. No se me puede considerar responsable de las suposiciones incorrectas que pueda hacer el mayor, ¿no cree?
– Cierto. ¿Y qué ocurrió después?
– Bueno, mientras perseguía a Isidro por toda la habitación, de una forma que el mayor describió más tarde como “deplorable y nada femenina”, me pareció que sería justo compartir con él algunas de mis otras aficiones.
– ¿Cómo cuáles?
– Cantar. Alcé la voz para entonar lo que para mí era una versión particularmente bien interpretada de Bárbara Allen, pero me temo que el mayor opinó que mi voz era menos que aceptable; creo que la palabra que musitó por lo bajo fue “espantosa”. Pareció bastante alarmado cuando le informé de que todos los días canto varias horas. Y se alarmó todavía más cuando le hablé de mis planes para convertir su salita en un laboratorio. En realidad, armó mucho alboroto, incluso cuando le aseguré que las pocas ocasiones en que mis experimentos habían terminado provocando un incendio, las llamas se habían apagado enseguida sin causar apenas daños.
Diablos, aquella joven constituía una amenaza. Pero no se podía negar que era inteligente.
– ¿Puedo preguntar qué siguió a continuación?
– Pues que a Isidro, que estaba resultando imposible de capturar, le pareció oportuno saltar al regazo del mayor. Cielo santo, jamás habría imaginado que ese hombre tenía tal… agilidad. Cuando por fin atrapé a Isidro y lo devolví a la redecilla, y luego convencí al mayor de que se bajase del pianoforte, él se mostró bastante dispuesto a conceder que no formaríamos buena pareja. -Su expresión se tornó fiera-. Y cuando volvía a mi casa, decidida a contar a mis padres la disolución de mi compromiso, usted me secuestró de esta manera tan maleducada. Tal vez ahora quiera tomarse la molestia de explicarse.
Momentáneamente privado del habla, la mente de Eric funcionó a toda velocidad para deshacer el atroz enredo en que se había metido. Se incorporó y miró fijamente a Sammie, en cuyos ojos destelló un inconfundible recelo al tiempo que retrocedía aún más, un gesto que molestó todavía más a Eric.
– Deje de mirarme como si fuera un asesino a punto de descuartizarla -exclamó con un ronco gruñido-. Ya le he dicho que no voy a hacerle daño. Sólo intentaba ayudarla. Soy el hombre al que llaman el Ladrón de Novias.
– Ya lo ha dicho, y además en un tono que sugiere que yo debería conocerlo, pero me temo que no es así.
Eric se la quedó mirando, estupefacto. ¿Había oído mal?
– ¿Acaso nunca ha oído hablar del Ladrón de Novias?
– Me temo que no, pero por lo visto debe de ser usted -Lo recorrió con los ojos de arriba abajo, dos veces, y de hecho a él le ardió la piel bajo aquella cáustica mirada-. No puedo decir que esté encantada de conocerlo.
– Por todos los santos, muchacha. ¿Es que nunca lee los periódicos?
– Por supuesto que sí. Leo todos los artículos concernientes a la naturaleza y a temas científicos.
– ¿Y las páginas de sociedad?
– No pierdo el tiempo con semejantes memeces -Su expresión de desprecio sugería que lo consideraba muy poca cosa si su nombre aparecía sólo en las columnas de sociedad.
Eric enmudeció de pura incredulidad. Abrió la boca para hablar, pero no le salieron las palabras. ¿Cómo era posible que esa chica no supiera nada del Ladrón de Novias? ¿Es que vivía en una mazmorra? No pasaba un solo día sin que se hablara del Ladrón de Novias en los clubes de Londres, en Almack’s, en las posadas rurales y en todas las publicaciones del reino.
Y sin embargo, la señorita Samantha Briggeham jamás había oído hablar de él.
En fin, maldita sea.
Si no estuviera tan confuso por aquel hecho, se habría reído de lo absurdo de la situación… y de su propia vanidad. Resultaba obvio que no era tan famoso como creía.
Con todo, su diversión se desvaneció rápidamente cuando comprendió la gravedad de su error. La señorita Briggeham no estaba siendo obligada a contraer matrimonio. Había raptado a una mujer que no necesitaba su ayuda. Y ahora el Ladrón de Novias tendría que hacer algo inaudito: devolver a una mujer a la que había rescatado.
Una mujer que lanzaba miradas hacia el atizador de hierro con un brillo en los ojos que indicaba que le gustaría utilizarlo para atizar un golpe a su cabeza. Cerró los ojos con fuerza y maldijo en silencio su mala suerte.
Al diablo con todo; ser el hombre más célebre de toda Inglaterra era a veces un verdadero incordio.
3
– ¿Qué quiere decir con que no va a casarse con mi hija?
Cordelia Briggeham, de pie en su salita, contemplaba al mayor Wilshire con su actitud más imperiosa, en cierto modo resistiéndose al impulso de azotar con su abanico de encaje a aquel arrogante militar.
El mayor permanecía rígido como una estaca junto a la chimenea y con su larga nariz apuntada hacia Cordelia.
– Como he dicho, la señorita Briggeham y yo hemos acordado esta misma tarde que la boda proyectada no resulta aconsejable. Tenía la certeza de que a estas alturas su hija ya la habría informado.
– Mi hija no me ha informado de nada parecido.
El rostro rubicundo del mayor perdió todo el color.
– Por el cielo, ¡esa muchacha no afirmará que aún estamos comprometidos!
A Cordelia le pareció detectar un estremecimiento que sacudió la corpulencia del mayor. Acto seguido, éste bajó la vista hacia sus botas y arrugó la nariz. Qué extraño comportamiento. Tal vez era tonto.
– Mi hija no ha hecho ningún tipo de afirmación, mayor. No la he visto ni he hablado con ella desde el almuerzo. -Se volvió hacia su esposo, que estaba sentado en su sillón favorito, situado en el rincón-. Charles, ¿has hablado tú con Samantha esta tarde?
Tras ver que su pregunta era respondida con un silencio, Cordelia apretó los labios y, por segunda vez en el lapso de unos minutos, pensó en la posibilidad de aporrear a un hombre. Hombres, iban a terminar matándola.
– ¡Charles!
Charles Briggeham alzó la cabeza de repente como si ella lo hubiera pinchado con un palo. Sus ojos nublados indicaron a las claras que estaba echando una cabezadita.
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