– ¿Si, querida?

– ¿Ha hablado Samantha contigo esta tarde acerca de su compromiso?

– Ya no existe compromiso alguno…

La voz del mayor se desvaneció poco a poco cuando Cordelia le clavó una mirada glacial.

– No he visto a Sammie desde el almuerzo -dijo Charles. Se volvió hacia el mayor-: Un asado excelente, mayor. Debería haber…

– ¿Qué tienes que decir de la insolente afirmación del mayor, Charles? -lo apremió Cordelia.

Su marido parpadeó velozmente.

– ¿Qué afirmación?

– ¡Que Samantha y él ya no están comprometidos!

– Tonterías. No he oído nada de eso. -Y se volvió hacia el mayor, ceñudo-. ¿Qué sucede? Ya están en marcha todos los preparativos.

– Sí, bueno, eso era antes de que la señorita Briggeham me hiciera una visita esta tarde.

– Ella no ha hecho semejante cosa -afirmó Cordelia, rezando por estar en lo cierto. Señor, ¿qué embrollo habría creado Sammie esta vez?

– Por supuesto que sí. Me dijo que no creía que fuéramos a hacer buena pareja. Después de… eh… hablarlo un poco, coincidí con ella en su valoración de la situación y tomé las medidas apropiadas. -El mayor se aclaró la garganta-. Para decirlo sin rodeos, la boda ha sido anulada.

Cordelia miró el sofá y llegó a la conclusión de que se encontraba demasiado lejos para que ella se desmayara como las circunstancias exigían. Maldición.

¿Qué no habría boda? Vaya, aquello suponía un problema espinoso. No sólo podía producirse un escándalo dependiendo de lo que hubiera hecho Sammie para disuadir al mayor, sino que ya le parecía estar oyendo a la odiosa Lydia Nordfield cuando se enterase de aquella debacle: “Pero, Cordelia -diría Lydia agitando las pestañas como una vaca en medio de una granizada-, es una verdadera tragedia que Sammie ya no esté comprometida. El vizconde de Carsdale ha mostrado interés por mi Daphne, sabes. Y Daphne es realmente encantadora. ¡Por lo visto, voy a casar a todas mis hijas antes que tú!”.

Cordelia cerró los ojos con fuerza para borrar aquella horrible e hipotética situación. Sammie valía diez veces más que la insípida de Daphne, y casi le hirvió la sangre ante tamaña injusticia. Daphne, cuyo único talento consistía en agitar un abanico y reír tontamente, iba a cazar a un vizconde simplemente porque poseía un rostro atractivo. Mientras tanto, Sammie se quedaría para vestir santos, lo cual la obligaría a ella a pasarse los próximos veinte años escuchando la cháchara presuntuosa de Lydia. ¡Oh, aquello resultaba simplemente insoportable!

Lo había arreglado todo para que Sammie se casara con un caballero de lo más respetable, ¿y ahora el mayor Wilshire pretendía desbaratar todos sus planes? “Hum. Eso estaba aún por ver”.

Con la mandíbula apretada, Cordelia se fue acercando al sofá por si acaso necesitaba hacer uso de él, y luego volvió su atención hacia el mayor.

– ¿Cómo es posible que un hombre que se considera honorable deshonre a mi hija de esta manera?

Charles se levantó y se estiró el chaleco.

– Ciertamente, mayor. Esto es de lo más irregular. Exijo una explicación.

– Ya se lo he explicado, Briggeham. No habrá boda. -Clavó una mirada de acero en Cordelia-. Usted, señora, me llevó a confusión al describirme a su hija.

– Yo no hice nada de eso -replicó Cordelia con su gestó más elegante-. Le informé de lo inteligente que es Samantha, y usted sabía muy bien que no acababa de salir de la escuela.

– Descuidó mencionar su afición por los sapos viscosos y otras alimañas, su predilección por arrastrarse por el suelo, su aterradora falta de talento musical y su costumbre de montar laboratorios y provocar incendios.

Cordelia salió disparada hacia el sofá. Tras emitir dos suspiros jadeantes parecidos a un gorjeo, se desplomó con un grácil movimiento.

– ¡Qué cosas más terribles dice! ¡Charles, mis sales!

Mientras aguardaba las sales, la mente de Cordelia funcionaba a pleno rendimiento. Cielo santo, el mayor debía de haber conocido a Isidro, Cuthbert y Warfinkle. ¡Qué mala suerte! “Oh, Sammie, ¿por qué no podías haber llevado contigo simplemente un libro?” ¿Y qué era aquello de arrastrarse por el suelo? Por supuesto, sabía que la falta de talento musical y el bendito laboratorio podían resultar un problema, pero ¿a qué se refería con lo de provocar incendios? Por Dios, ¿qué historias truculentas le habría contado Sammie a aquel hombre?

Exhaló un suspiro a la vez que se preguntaba por qué tardaba tanto Charles en traerle las salas. Había mucho que hacer para remediar aquella catástrofe, y no podía quedarse toda la noche tendida en el sofá.

– Aquí tienes, querida. -Charles agitó el frasco de sales debajo de la nariz de su esposa con tanto entusiasmo que la hizo llorar.

Cordelia se incorporó y le apartó la mano.

– Ya es suficiente, Charles. Se trata de revivirme, no de llevarme a la tumba. -Compuso una mueca lo más severa posible y miró ceñuda al mayor-. Vamos a ver, mayor. Usted no puede…

En ese momento se abrió de golpe la puerta del estudio e irrumpió en la habitación Cyril, con expresión desencajada.

– ¡Señora Briggeham! ¡Señor Briggeham! Ha ocurrido algo espantoso.

– Por Dios santo, ya lo creo que sí -repuso Charles fijándose en el aspecto desaliñado del cochero-. Lleva la corbata completamente deshecha y tiene manchas de hierba en los pantalones. Y qué es eso que tiene en el pelo ¿ramitas? En fin, está usted hecho una pena. ¿Qué le ha sucedido para dejarlo en semejante estado?

Cyril intentó recuperar el resuello y se secó la frente con el dorso de la mano.

– Es la señorita Sammie, señor. -Tragó saliva, y al hacerlo se le movió la nuez-. Ha… ha desaparecido.

– ¿Qué ha desaparecido? -repitió Charles con desconcierto-. ¿Quiere decir de la casa?

– Sí señor. Cuando regresaba de la visita que hizo al mayor…

– ¡Ooh! ¡Ooh! Entonces era verdad -gorjeó Cordelia volviendo a caer desmayada sobre el sofá- ¡Mi pequeña! ¡La han deshonrado!

– No, señora Briggeham. La han secuestrado -corrigió Cyril inclinando la cabeza.

Cordelia se puso en pie de un brinco.

– ¿Secuestrado? Oh, es usted un idiota ¿Por qué se le ha ocurrido algo tan ridículo? ¿Quién demonios iba a querer secuestras a Sammie? ¿Y por qué razón?

Como respuesta, Cyril le tendió un ramo de flores.

Cordelia luchó contra el impulso de poner los ojos en blanco.

– Muy amable de su parte, Cyril, pero no es momento para cortesías.

– No, señora Briggeham. Esto es lo que me entregó el secuestrador. Me lo lanzó tras arrancar del suelo a la señorita Sammie como su fiera un hierbajo mientras ella recogía insectos para el señorito Hubert, y se la llevó en un gran caballo negro. -Le tendió las flores-. Llevan una nota.

Cordelia se quedó mirando el ramillete, completamente sin habla por primera vez en su vida, que ella recordara.

Charles retiró la nota de las flores y rompió el sello de lacre. Su semblante perdió todo el color, y Cordelia se preguntó si tendría que pasarle las sales a él, pero de algún modo consiguió mantenerse en pie sobre sus piernas inseguras.

– ¿Qué dice Charles? ¿La han secuestrado de verdad? ¿Exigen un rescate?

Mirándola por encima de la vitela de color marfil, Charles no pudo ocultar su perplejidad.

– En efecto, la han secuestrado, Cordelia.

También por primera vez en su vida, a Cordelia se le doblaron las rodillas sin haber previsto dónde iba a caer. Por suerte se derrumbó sobre el sofá.

– Dios santo, Charles, ¿Qué canalla se ha llevado a nuestra Sammie? ¿Cuánto dinero pide?

– Nada. Léelo tú misma.

Cordelia tomó la nota de los dedos temblorosos de su marido y la sostuvo lejos de ella como si fuera una serpiente. Lo que leyó la hizo tambalearse.


Estimados señor y señora Briggeham:

Escribo esta nota con el fin de sosegar sus temores respecto de su hija Samantha. Pueden tener la seguridad de que se encuentra perfectamente a salvo y que no sufrirá daño alguno por mi mano. Simplemente le he ofrecido la oportunidad de ser libre, de tener una vida propia, sin la perspectiva de tener que casarse con un hombre con quien no desea desposarse. Abrigo la esperanza de que ambos encontrarán en sus corazones el deseo de que ella obtenga la felicidad que se merece.


EL LADRÓN DE NOVIAS.


Cordelia tenía la mirada fija en la firma y la mente convertida en un torbellino.

El Ladrón de Novias.

El hombre más famoso y más buscado de toda Inglaterra había raptado a su niña.

– Santo cielo, Charles. Hemos de llamar al magistrado.


Estalló un relámpago, seguido de un profundo trueno que retumbó en las ventanas de la casa. Segundos más tarde se oyó el repiqueteo de la lluvia contra el tejado. Eric reprimió un juramento. Lo último que necesitaba era que una tormenta retrasara el momento de irse de la cabaña junto con la señorita Briggeham.

Bajó la mano y susurró con su voz de Ladrón de Novias.

– Le ruego me permita ayudarla a levantarse.

Ella le lanzó una mirada hosca.

– Puedo arreglármelas sola, gracias. -Y sin quitarle el ojo de encima, se puso de pie.

Eric la observó mientras se limpiaba el polvo de su sencillo vestido y a continuación se ajustaba el sombrero recogiéndose varios mechones de pelo sueltos debajo del mismo. Era menuda, su cabeza apenas le llegaba a la altura del hombro.

Lo poco que alcanzaba a ver de su cabello enmarañado bajo el sombrero parecía denso y brillante. Como la estancia estaba iluminado sólo por el mortecino fuego, resultaba imposible distinguir el color exacto de sus ojos, pero era muy claros -azules, diría él- y muy grandes en comparación con sus pequeñas facciones. Excepto los labios, que, al igual que los ojos, parecían demasiado grandes para su cara. Si bien no se la podía describir como hermosa, aquel rostro de ojos demasiado grandes y labios llenos le resultaba interesante.

Recorrió con la mirada las formas de su cuerpo, y alzó las cejas bajo la máscara; pero si era toda curvas, la tal señorita Briggeham. Ni siquiera aquel vestido mojigato conseguía ocultar la generosa curvatura de sus senos. Su mirada bajó más, y Eric se preguntó si las caderas de la joven tendrían la misma madurez que su busto. Aquel pensamiento lo hizo reaccionar como si le hubieran lanzado un cubo de agua a la cara. “Maldita sea, compórtate. Tienes que llevar a esta muchacha a su casa sin que te ahorquen por haberte tomado la molestia”.

Volvió a fijar la vista en el rostro de Samantha y vio que ella lo estaba observando con suspicacia.

– Exijo saber qué piensa hacer conmigo.

Tuvo que admirar aquella demostración de valor. Lo único que la estropeó fue el rápido subir y bajar del pecho de la joven.

– No tema. La devolverá a su caso, al seno de su familia.

Los ojos de Samantha perdieron parte del recelo que mostraban.

– Perfecto. Quisiera partir de inmediato, si no tiene inconveniente. No me cabe duda de que mi familia estará preocupada.

Eric miró hacia la ventana.

– Está lloviendo. Esperaremos a que amaine.

– Preferiría salir ya.

– Yo también, pero quiero dejarla intacta en su casa. -Para aliviar la tensión que percibía en la postura de ella, añadió-: Voy a proponerle un trato. Nos quedaremos aquí un cuarto de hora más. Si para entonces no ha cesado de llover, nos iremos de todos modos.

– ¿Y cómo sé yo que está diciéndome la verdad?

– Le doy mi palabra de honor.

Samantha lanzó un resoplido muy poco femenino.

– Viniendo de un hombre al que llaman “Ladrón”, no estoy muy segura de que eso sea un consuelo.

– Ah, pero sin duda sabrá que existe el honor incluso entre los ladrones, señorita Briggeham. -Flexionó las rodillas y se acomodó en el suelo, echándose hacia atrás hasta quedar recostado contra la pared-. Venga a sentarse conmigo y charlaremos un poco -la invitó con su ronco acento al tiempo que palmeaba el suelo a su lado-. Prometo que no la morderé. Mientras estemos aquí retenidos, no está de más que nos pongamos cómodos.

Al ver que ella vacilaba, Eric se levantó y se acerco a la chimenea. Acto seguido sacó el atizador de su soporte de bronce y se lo tendió a Samantha.

– Tenga. Cójalo, si así se siente más segura.

Ella observó el atizador y luego al hombre.

– ¿Por qué iba a darme usted un arma?

– Como muestra de confianza. La he secuestrado por equivocación y la llevaré de vuelta a su casa. Con sinceridad, ¿le he causado algún daño?

– No, pero casi me ha matado del susto.

– Lo siento de veras

– Y además, durante la refriega he perdido las gafas y se me ha caído la bolsa.

– Una vez más, le ofrezco mis sinceras disculpas. – Señaló el atizador con un gesto de la cabeza-. Cójalo. Le doy permiso para propinarme un porrazo si trato de hacerle daño.