Sammie no hizo caso de la chispa de diversión que contenía su voz y le arrebató el atizador de las manos. Retrocedió rápidamente y lo empuñó con fuerza, dispuesta a dejar a su captor inconsciente si no cumplía su palabra. Pero en lugar de saltar sobre ella, él se limitó a sentarse en el suelo, recostar la espalda contra la pared y ponerse a observarla.

Sammie, con el atizador en la mano, pensó qué hacer a continuación. La lluvia golpeaba los cristales, y tuvo que admitir que no era buena idea internarse en el bosque en medio de la oscuridad y el agua. Pero ¿cómo podía fíarse de aquel hombre? Cierto, le había dado el atizador, pero seguro que creía poder desarmarla si ella decidía atacarlo. Aspiró profundamente y obligó a sus pensamientos a alinearse en orden lógico.

El Ladrón de Novias. Rebuscó en su memoria y se dio cuenta de que quizá lo hubiera oído mencionar, pero como casi siempre hacía oídos sordos a los chismorreos en que se recreaban su madre y sus hermanas, no estaba segura. No obstante, ahora que lo pensaba, el apodo le sonaba vagamente.

Lo mejor era entablar una conversación con aquel hombre; tal vez pudiera extraerle alguna información que la ayudar a decidir si podía fíarse de él, o bien alguna pista que fuera de utilidad a las autoridades.

Todavía empuñando el atizador, se sentó en el suelo en el extremo opuesto de la habitación vacía y contempló con los ojos entornados la mancha negra y borrosa que era su secuestrador. Manteniendo un tono ligero, preguntó:

– Dígame, señor… eh… Ladrón, ¿ha raptado a muchas novias reacias?

Una risa profunda emanó de la mancha negra.

– Es un verdadero golpe a mi orgullo que usted nunca haya oído hablar de mí. He socorrido a más de una docena de novias. Mujeres desgraciadas, todas ellas a punto de ser obligadas a casarse en contra de su voluntad.

– Si no le importa que lo pregunta, ¿cómo las “socorre”, exactamente?

– Les proporcione un pasaje al continente o a América, junto con fondos suficientes para que puedan establecerse en su nueva vida.

– Eso ha de resultar bastante oneroso

Le pareció que él se encogía de hombros

– Dispongo de fondos suficientes

– Entiendo. ¿Acaso los roba también?

Él rió de nuevo

– Es usted muy suspicaz, ¿no cree? No, no tengo necesidad de robar chucherías ni soberanos de oro. El dinero que doy es mío.

Sammie no pudo ocultar su sorpresa. Vaya, ¿qué clase de hombre era aquél? Tras dedicar unos instantes a asimilar aquellas palabras, asintió lentamente.

– Creo que empiezo a entenderlo. Es usted como Robin Hood, sólo que en lugar de robar joyas roba novias. Y en lugar de entregar el dinero a los pobres ofrece como regalo la liberta.

– Nunca lo había pensado de ese modo, pero así es.

Sammie comprendió de pronto, y soltó un resoplido.

– Y se disponía a ofrecerme a mí esa libertad…, salvarme de mi casamiento con el mayor Wilshire.

– Así es. Pero es evidente que usted es una joven de sólidas convicciones y que ha arreglado el problema sola. -Murmuró algo que sonó sospechosamente a “si lo hubiera sabido, me habría ahorrado muchos problemas”, pero Sammie no estaba segura-. Dígame, señorita, ¿por qué no desea casarse con el mayor?

Cielos, una explicación completa podría llevar horas. Sammie se aclaró la garganta y contestó:

– Tenemos muy poco en común y no haríamos buena pareja. Pero, la verdad, no me interesa casarme con nadie. Estoy muy contenta con mi vida, y la soltería me permite tener libertad para dedicarme a mis intereses científicos. Temo que la mayoría de los hombres, incluído el mayor, intentaría frustrar mis estudios. -Agitó la mano en un gesto que pretendía quitar importancia al asunto-. Pero basta de hablar de mí. Por favor, cuénteme algo más sobre eso de raptar novias. Es posible que usted lo vea como una manera de ayudarlas, pero seguro que las familiar de esas jóvenes consideran que sus actos son delictivos.

– En efecto, así es.

– E imagino que al magistrado le gustaría encontrarlo.

– Cierto, le gustaría verme con la soga al cuello

Sammie se inclinó hacia delante, fascinada a pesar de sí misma.

– Entonces ¿por qué hace esto? ¿qué puede ganar corriendo semejante peligro?

Su pregunta sólo encontró silencio por varios segundos, hasta que la voz ronca de él sonó más dura que antes.

– Una persona a la que yo quería fue obligada a casarse con un hombre al que aborrecía y no pude salvarla. Por eso intento ayudar a otras como ella. Una mujer ha de tener derecho a elegir no casarse con un hombre que no le agrade. -Hizo una pausa y a continuación tan suavemente que Sammie tuvo que aguzar el oído, añadió-: Lo que gano es la gratitud que veo brillar en los ojos de esas mujeres. Cada una de ellas afloja, un poco más, el nudo de culpabilidad que me atenaza por no haber podido ayudar a quien yo quería.

– Oh, Dios -exclamó Samantha, y soltó un prolongado suspiro de emoción contenida-. Qué increíble… nobleza. Y qué romántico. Arriesgar su vida por una causa tan digna… -Un estremecimiento que no tenía nada que ver con el miedo le recorrió la espalda-. Dios sabe que yo le habría agradecido su ayuda, si de hecho la hubiera necesitado.

– Sin embargo, usted no necesitaba mi ayuda, lo cual me coloca en la extraña situación de tener que devolverla a su casa.

– Sí, supongo que así es.

Sammie lo miró fijamente desde el otro extremo de la habitación; el corazón le palpitaba tan fuerte que se preguntó si él podría oírlo. De pronto deseó poder verlo mejor, pues aquel hombre personificaba todas las cualidades de sus fantasías secretas, todos los sueños que llevaba ocultos en lo más hondo de su alma, aquella alma insípida, socialmente inepta, propia de un ratón de biblioteca. Él era grande y fuerte, y estaba segura de que su máscara escondía un rostro fascinante, lleno de seguridad y carácter. Era arrojado, valiente, gallardo y noble.

Un héroe.

Era como si se hubiera materializado desde su imaginación y salido de las páginas de su diario personal, el único sitio donde se atrevía a revelar sus deseos más íntimos y secretos, deseos alimentados por sueños imposibles de que un hombre así encontrase a una mujer como ella, digna de su atención, la tomara entre sus brazos y la llevara a lugares mágicos.

Dejó escapar un sentido suspiro, uno de aquellos suspiros femeninos y soñadores, inútiles, nada prácticos, que con tan poca frecuencia se permitía. Tenía que saber más… de él y de la vida emocionante y peligrosa que llevaba. Dejó el atizador en el suelo, se levantó, cruzó la habitación y se sentó a su lado.

Observó fijamente su máscara, y sus miradas se encontraron. Sammie sintió un hormigueo peculiar y ansió poder discernir el color de aquellos ojos. Al débil resplandor del fuego sólo lograba distinguir que eran oscuros. E insondables.

– ¿Alguna vez ha tenido miedo? -le preguntó, procurando no parecer ansiosa.

– Pues sí. Cada vez que me pongo este disfraz. -Se acercó un poco, y ella contuvo la respiración-. No tengo ningún deseo de morir, sobre todo a manos del verdugo.

Olía maravillosamente. A cuero y caballos, y a… aventura.

– ¿Lleva un arma? -quiso saber.

– Un cuchillo en la bota. Nada más. No me agrada el tacto de las pistolas.

A Sammie le pareció ver un destello de dolor en sus ojos.

– Dígame, ¿adónde pensaba envíarme? -preguntó-. ¿A América o al continente?

– ¿Adónde le habría gustado ir?

– Oh -suspiró ella cerrando los ojos ante la simple idea de poder escoger. Sintió un profundo anhelo, como un torrente impetuoso que abriera una grieta en el muro tras el cual ocultaba sus deseos más íntimos-. Hay tantos lugares que quisiera conocer…

– Si pudiera viajar a cualquier parte, ¿adónde iría?

– A Italia… No, a Grecia… No, a Austria. – Abrió los ojos y se echó a reír-. Me parece que es una suerte que no requiera sus servicios, señor, porque no sabría decidir adónde debería usted envíarme.

Los ojos de él parecieron perforar los suyos, y poco a poco dejó de reír. El peso de aquella intensa mirada la helaba y quemaba a un tiempo.

– ¿Ocurre algo? -inquirió.

– Debería hacer eso más a menudo, señorita Briggeham.

– ¿El qué? ¿Mostrarme horriblemente indecisa?

– No; reír como ha hecho ahora. Se ha… transformado.

Sammie no estaba segura de si era un cumplido, pero aún así, pronunciadas con aquella voz aterciopelada, las palabras la envolvieron como una confortable capa de miel.

– Dígame -susurró Eric-, si tuviera que escoger un solo sitio, ¿cuál sería?

Por alguna extraña razón, Sammie sintió que su corazón se asentaba.

– Italia -susurró-. Siempre he soñado con ver Roma, Florencia, Venecia, Nápoles… todas las ciudades. Explorar las ruinas de Pompeya, pasear por el Coliseo, visitar los Uffizi, contemplar las obras de Bernini y de Miguel Ángel, nadar en las cálidas aguas del Adriático… -Su voz se fue perdiendo en un vaporoso suspiro.

– ¿Explorar? -repitió él-. ¿Pasear? ¿Nadar?

Un repentino calor abrazó sus mejillas y experimentó una súbita vergüenza al darse cuenta de que, con aquellas imprudentes palabras, de manera inadvertida había revelado a aquel desconocido cosas que sólo había compartido con Hubert.

Sintió una punzada de humillación. ¿Se estaría riendo de ella? Lo miró entrecerrando los ojos, intentando ver los suyos, temiendo la burla segura que iba a encontrar en ellos; pero para su sorpresa, la mirada fija de él no revelaba diversión alguna, sólo una profunda intensidad que, extrañamente, la puso nerviosa y le suscitó cierta conmoción.

Deseosa de romper aquel incómodo silencio, apuntó:

– Supongo que nadie conoce su verdadera identidad.

Él titubeó unos instantes y luego dijo:

– Si alguien la conociera, me costaría la vida.

– Sí, supongo que sí -Sintió solidaridad hacia él-. Ha escogido usted una vida solitaria, señor, al perseguir tan noble causa.

Él asintió despacio, como sopesando aquellas palabras.

– Sí que lo es. Pero es un precio pequeño a pagar.

– Oh, no. Yo… yo también suelo sentirme sola. Y conozco la sensación de vacío que eso conlleva.

– Sin duda tiene amigos

– Algunos. -Hizo un gesto carente de humor-. En realidad, muy pocos. Pero tengo a mi familia. Mi hermano pequeño y yo estamos muy unidos. Con todo, a veces sería agradable…

– ¿Si?

Se encogió de hombros, pues de pronto se sintió cohibida.

– Tener a tu lado a una persona que no sea un niño y que te entienda. -Fijo la mirada en su vestido arrugado, y a continuación volvió a clavarla en él-. Espero que algún día encuentre usted a alguien o algo que alivie su culpa y su soledad, señor.

Él la contempló y después, lentamente, alzó una mano y le pasó un dedo enguantado por la mejilla.

– Yo también lo espero

Sammie contuvo la respiración al sentir aquel breve contacto que rozó su piel como una suave brisa. Incapaz de moverse, simplemente se le quedó mirando, confusa por el insólito calor que palpitaba en su interior. Antes de que pudiera analizar aquella sensación, él se puso en pie con un movimiento fluído y le tendió una mano.

– Vamos. Ha dejado de llover. Es hora de volver a casa.

– ¿A casa? Sammie miró aquella mano extendida y se sacudió mentalmente el estupor de la ensoñación. Sí, por supuesto. A casa. Donde le correspondía estar, con su familia…

¡Santo cielo, su familia! Debían de estar desesperados. Seguro que a esas alturas Cyril ya había dado cuenta de su desaparición. El estómago le dio un vuelvo de culpabilidad cuando cayó en la cuenta de que había quedado tan cautivada por su secuestrador, que había olvidado lo preocupados que debían de estar sus padres y Hubert.

– Sí -contestó al tiempo que ponía una mano en la de Eric y le permitía que la ayudar a levantarse-. Debo irme a casa. -En realidad así lo deseaba. Entonces ¿a qué se debía la sorda sensación de pesar que la inundaba?

Sin una palabra más, ambos salieron de la cabaña. Eric la ayudó a montar y acto seguido hizo lo propio detrás de ella, sujetándola entre sus firmes muslos.

Su brazo musculoso la apretó contra su pecho. El calor que irradiaba su cuerpo se filtró en el suyo, pero no obstante una legión de escalofríos le bajó por la espalda.

– No se preocupe, no la dejaré caer.

Antes de que Sammie pudiera asegurarle que no estaba preocupada, partieron al galope atravesando el bosque. Esta vez, en lugar de miedo, no experimentó otra cosa que felicidad. Cerró los ojos y saboreó todas las sensaciones: el viento que le azotaba el rostro, el olor a tierra mojada, el rumor de las hojas. Se imaginó que era una hermosa princesa abrazada por su apuesto príncipe mientras cruzaban raudos el reino de camino a algún exótico paraje. Unas fantasías tontas, pueriles. Pero sabía que los momentos pasados con aquel héroe enmascarado constituirían un tesoro, y que jamás los viviría otra vez.