Seguro que, al ser hombre, Sebastian olvidaría lo sucedido y ambos continuarían con su relación profesional. Porque ella en ningún momento pensó que el beso hubiera sido algo especial para él. Había sido uno de esos besos oportunos. Los labios de ella habían estado a mano y él… bueno, no sabía a ciencia cierta en qué había pensado. Sin embargo, podría haber habido un mensaje como «eres una mujer… y te deseo».
Había sido un beso que podría conducir a algo más, o tal vez no. En todo caso había sido memorable y lo único que tenía que hacer era evitar que Sebastian se sintiera culpable por haberla invitado a dar un paseo. No quería que pensara que ella podría tomar la caricia como una declaración de… cualquier cosa.
Como gesto de independencia, Matty se alejó de él y acercó la silla a la orilla del estanque.
– Verás, estaba pensando en hacer un friso para la habitación de Toby -comentó con naturalidad, entre dos bocados de helado. Fue fácil. Hacía mucho tiempo que gobernaba el arte de ocultar sus sentimientos-. Utilizando el alfabeto -añadió y, al ver que no contestaba, se volvió a mirarlo. Parecía más interesado en los patos que en sus palabras-. Si quieres, podría hacer una maqueta para tu reunión de la próxima semana -insistió.
– Agradezco todas las ideas -dijo él finalmente, acomodándose en el césped junto a ella-. Pero Blanche pedirá al departamento de producción que se encargue o*e todos los diseños de maquetas.
Lo que significaba que no quería implicarla en su empresa más de lo necesario, pensó Matty.
– Si eso es lo que prefieres… -accedió con un tono que intentaba ocultar cualquier sugerencia de sentirse rechazada.
¿No era eso lo que ella misma quería?
– Para eso se les paga, Matty -declaró, al parecer consciente de su desilusión.
– No te preocupes -replicó despreocupadamente, esforzándose por recuperar el respeto a sí misma-. Te cobraré cada minuto de mi tiempo.
– Eso está muy bien -dijo al tiempo que la miraba-. Si pago por tus servicios me corresponde a mí decidir lo que hagas -agregó con suavidad, pero con firmeza.
Una advertencia para que no lo pusiera a prueba de esa manera, pensó Matty.
– ¿Qué tienes pensado?
Durante un instante sus ojos se encontraron y la atmósfera entre ellos se tornó tan cálida y peligrosa que si Matty hubiera estado de pie, habría retrocedido.
Entonces, Sebastian permaneció con los ojos cerrados un segundo, como si cerrara una puerta. Cuando los volvió a abrir estaban serenos, ligeramente distantes.
– Primero, quiero que me acompañes a echarle una mirada al equipo informático.
– ¿Sí? -preguntó. Naturalmente que le interesaba acompañarlo, porque podría hacer sugerencias sobre la composición. Pero estaba claro que demasiado tiempo junto al inquietante Sebastian Wolseley no era prudente. Ni siquiera debió haber ido al picnic en el parque. Lo más sensato sería interponer a Blanche entre ellos. Y Matty intentó actuar con sensatez-. No sé casi nada sobre equipos informáticos.
– No quiero que me acompañes por eso. Es posible que me equivoque, pero mis investigaciones me han hecho concluir que son las mujeres quienes compran la mayoría de las tarjetas de felicitación.
– ¿Y pie necesitas para eso? Se me ocurre que lo único que necesitas es hacerlas en tono rosa -sugirió con inocencia.
– ¿He tocado algún punto sensible? ¿Voy a tener que oír una conferencia basada en el manual de las feministas? -preguntó sonriendo.
– ¿Estás familiarizado con el tema?
– Como todos los hombres de mi generación, Matty -comentó al tiempo que moldeaba el helado con la lengua, excitando zonas del cuerpo femenino que Matty había olvidado que existían-. ¿Es en este momento cuando tengo que decir que me avergüenzo profundamente de lo que he dicho?
Matty sabía que le estaba tomando el pelo, pero se sentía tan aliviada de dar rienda suelta a una emoción que no tenía que esconder, que lo miró con exagerado enfado.
– No te creería, incluso aunque lo hicieras.
– Sí, señora -replicó con sorna.
Matty tuvo la certeza de que él disfrutaba de la situación. Y eso era bueno. Volvían a los antiguos pinchazos bien intencionados.
– Lo que necesitas es un amable comerciante detallista dispuesto a poner en funcionamiento el equipo y así sondear el mercado -sugirió.
– Aunque podría ser complicado. Verás, tendría que ser un comerciante independiente, porque si logro interesar al comprador mayorista que veré la próxima semana, querrá un contrato en exclusiva para su cadena de tiendas.
– Nada menos que ochocientas tiendas.
– Como dijiste, es un buen montón de tarjetas -convino Sebastian.
– Puede ser, aunque los comerciantes independientes también tienen derecho a ganarse la vida -rebatió Matty.
– Estoy de acuerdo. Pero desgraciadamente son ven: tas al por menor. Las cadenas comerciales son las únicas que pueden comprar grandes cantidades. Y cuantas más ventas haya, más dinero ganarás.
– ¿Crees que voy a comprometer mis ideales en beneficio propio?
– ¿No es ésa la razón que te ha traído a compartir tu almuerzo conmigo?
Era cierto que había dicho algo por el estilo, no podía negarlo.
– Una de las razones. Bueno, voy a pensarlo. Por lo demás, si el público compra las tarjetas, también comprará el abecedario a juego.
– De acuerdo entonces, pero no olvides que necesito que le eches una mirada al prototipo. Sé que puedo confiar en ti para que me digas lo que piensas. Estoy seguro de que nunca te dejarías llevar por mi opinión si detectas imperfecciones en el sistema.
– Ni por un segundo. Cuenta con ello.
– ¿Dispones de tiempo libre el sábado por la mañana? ¿O tienes un encargo que necesita toda tu atención?
Nada importante. Pero en la batalla de su propia conservación se negaba a entregarle una invitación abierta para disponer de su tiempo o de su corazón.
– Puedo disponer de un par de horas para ti. ¿Te viene bien?
– No, quiero que estés conmigo el sábado y también en la reunión que tendré con el comprador próxima-mente. No necesito decirte cuánto nos jugamos en ello.
– No me quieres allí, Sebastian.
– ¿No?
Sebastian no se mostró particularmente sorprendido ante su reticencia. Desde su primera llamada, había hecho lo imposible para mantenerlo a distancia. Era más fácil coquetear con un hombre al que nunca se volvería a ver. Despedirlo con unas palabras cortantes para no tener que esperar una llamada telefónica. Rechazar para evitar el dolor de sentirse rechazada.
Sebastian se dio cuenta de que era muy fácil herirla. Se preguntó cuántas personas que le encargaban trabajos sabían que estaba postrada en una silla de ruedas.
El teléfono e Internet eran instrumentos útiles para mantener una distancia segura entre ella y sus clientes. Para protegerlos de la realidad y a ella de los prejuicios.
Sin embargo, su incapacidad física no disminuía su valor como persona, sino todo lo contrario. El hecho de enfrentarse con buen talante a los problemas que la vida le arrojaba diariamente, hacía de Matty una mujer muy especial.
Sebastian acabó de tomar su helado y, tras chuparse un pulgar, se volvió a ella.
– Me alegra oír que tengas en consideración lo que no quiero, Matty. Aquí estoy, sentado en el parque, en un día muy hermoso, junto a una mujer que me inspira pensamientos muy eróticos y lo único que realmente no quiero es hablar de negocios -declaró al tiempo que volvía la cabeza para mirarla.
– Mentiste -murmuró, sonrojada.
– Todo el mundo miente, Matty -declaró. Luego esperó a que ella le dijera que estaba equivocado, que era un cínico. Pero no lo hizo. No era tan ingenua-. Al menos lo he confesado. Pudiste haber dejado que comiera solo. Al ver que no lo hacías, pensé que te alegraba mi compañía. Desgraciadamente, eres una mujer tenaz y no vas a renunciar…
– ¿Cuál es el punto en cuestión? -lo cortó bruscamente.
– El punto en cuestión es que preferiría no estropear este momento hablando de negocios. Pero, como soy un chico bueno, te dejaré…
– Son tus negocios -volvió a interrumpirlo.
– No quieres acompañarme a comer con el posible comprador la próxima semana porque… -Sebastian hizo un ademán para que ella completara la frase.
Pero ella señaló al estanque con lo que le quedaba del cono de helado.
– Voy a dar de comer a los patos.
– Mejor -repuso con una sonrisa mientras partía el bocadillo y arrojaba pedacitos al agua-. Mucho mejor.
– ¿No ha venido Matty contigo? -preguntó Blanche mientras lo seguía al despacho.
– No, pero he estado pensando cómo podemos utilizar sus ilustraciones -contestó, y acto seguido le explicó brevemente lo que tenía en mente-. Habrá que modificar ligeramente el material gráfico y, como no disponemos de mucho tiempo, Matty ha ido directamente a su casa a trabajar en ello.
– Matty es una mujer encantadora -Blanche se limitó a comentar.
– Yo también lo creo.
– Pero vulnerable.
– ¿Cuál es el punto en cuestión?
– No se me ha pasado por alto la forma en que te mira, Sebastian. Sé que sus sentimientos no son asunto tuyo, pero no deberías estimularla. No es justo.
– Ella no es Blanche Appleby y yo no soy George.
– Puede que no -rebatió sonrojándose ligeramente-. Pero sería un gesto bondadoso por tu parte atenerte estrictamente a los negocios.
– Espero que simpatices un poco conmigo, Blanche. Si hubieras mirado en la otra dirección, habrías visto cómo la miraba yo y, créeme, sean cuales sean sus sentimientos, Matty hace muy bien en mantenerme a distancia.
Blanche lo miró fijamente unos segundos.
– No le hagas daño, Sebastian -dijo finalmente y, sin esperar respuesta, salió del despacho.
Capítulo 7
MATTY no durmió nada bien aquella noche. Había trabajado hasta muy tarde en el ordenador, adaptando las ilustraciones a fin de dejar espacio suficiente para el nombre de un niño. También había añadido pequeños detalles a modo de marco para darles un aspecto un poco más acabado.
Se había entregado al trabajo con absoluta concentración, en gran parte para evitar que Sebastian Wolseley irrumpiera en sus pensamientos.
Estuvo muy bien hasta que llegó a la letra X, y entonces el vivido recuerdo de Sebastian en el parque confesándole sus pensamientos eróticos y el beso que a ella le provocó los mismos pensamientos, se apoderaron de su mente.
Matty revivió la escena, hasta el momento en que se dedicaron a alimentar a los patos sin volver a hablar de lo ocurrido. Más tarde, pasearon lentamente por el parque camino a la oficina.
Hablaron de música, de arte en general buscando gustos e intereses comunes. Descubrieron que a ambos les encantaba Mozart, el jazz moderno y Frank Sinatra. Y que sus gustos en arte moderno coincidían plenamente.
Justo cuando se acercaban al coche de ella, Matty le preguntó por qué se había trasladado a Nueva York. En lugar de satisfacer su curiosidad, él preguntó:
– ¿Puedo ayudarte?
– No, gracias. Puedo manejarme sola -respondió intentando no hacer torpezas al acometer la complicada tarea de instalarse ante el volante.
Era algo que hacía automáticamente, casi sin pensar. Pero con Sebastian observando la maniobra se sintió incómoda, consciente de sí misma.
Minusválida.
Por fin aferrada al volante, volvió la cabeza para despedirse de él. Había anticipado que le daría un fraternal beso de despedida en la mejilla, como cuando besaba a Fran.
Pero ni siquiera hizo eso. Se limitó a cubrirle una mano con la suya.
– ¿Llevarás el disco a la oficina cuando hagas los cambios?
– Estaré muy ocupada, pero lo mandaré con un mensajero.
Matty pensó que iba a protestar, pero no lo hizo.
– Llama a Blanche. Ella se encargará de todo -dijo en cambio.
Matty tragó saliva al tiempo que se decía que era estúpido sentirse desilusionada. A fin de cuentas, era eso lo que ella quería.
– Lo haré.
– Hasta el sábado, entonces. ¿Te parece bien a las ocho, o es demasiado pronto para ti?
Ella negó con la cabeza.
– Las ocho es buena hora.
Con un último toque a su mano, Sebastian se alejó.
Ella lo miró por el espejo retrovisor hasta que desapareció de su vista. Entonces puso en marcha el motor y, completamente decidida a no permitirle entrar en su mente, se concentró en la carretera.
A partir de la X tuvo que esforzarse para acabar con las dos últimas letras antes de copiar todo el trabajo en un disco.
Cuando finalmente reposó la cabeza en las almohadas, dispuesta a dormir cómodamente, los sueños no la dejaron en paz.
Y muy temprano en la mañana, se había puesto a hacer su programa de ejercicios con más energía de lo habitual. Trabajó con las piernas, brazos y hombros hasta sentir que le quemaban.
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