– ¿Y cuánto pagó la empresa por la licencia?
– Fue un buen negocio -respondió ella, a la defensiva-. Esa línea de productos fue el principal sostén de la empresa durante muchos años.
– ¿Fue?
– Las ventas han disminuido desde que la televisión ya no emite el programa.
Distraída por un sentimiento de frustración, Matty renunció a continuar con su trabajo. Toda la mañana había estado intentando no pensar en Sebastian Wolseley, en los sensuales pliegues que se le formaban junto a los ojos cuando sonreía, en el modo en que éstos cambiaban de color.
Seguramente, a esa hora todavía estaría durmiendo en Nueva York. Lo visualizó con la cara contra la almohada y las largas piernas despatarradas en la cama de uno de esos amplios apartamentos con grandes ventanales del suelo al techo que dejaban pasar la luz a raudales.
Matty sonrió al recordar que pocas personas eran capaces de enfrentarse a una silla de ruedas sin sentirse incómodas, pero él había superado la prueba con un sobresaliente.
La periodista tan ansiosa por entrevistarla, sin poder ocultar su incomodidad, se había marchado cuanto antes prometiéndole una llamada telefónica. Y tal vez lo haría. «Valerosa mujer atada a una silla de ruedas se dedica a ilustrar hermosos libros…» Era una historia más atractiva que escribir sobre una fémina sana dedicada al mismo oficio.
Matty recordó que, durante unos minutos, Sebastian le habló como si no fuera una inválida, diciendo cosas que nadie habría soñado decir, incluso preguntándole si bailaba.
Y cuando se había dado cuenta de que el baile nunca formaría parte de su repertorio, no había cambiado de actitud, no se había dirigido a ella como si fuera una estúpida. Cenar con él habría sido un placer nada frecuente en su vida.
Sentada a una mesa iluminada con velas, podría haber fingido durante unas cuantas horas de arrebato que su exterior era igual al de cualquier mujer común y corriente. Con los mismos anhelos, con el mismo deseo de ser amada, de tener un hombre que la apoyara, que le hiciera el amor.
Matty cerró los ojos un instante negándose a admitir que no era y nunca sería como las demás mujeres. ¿Cómo se había atrevido Sebastian a bromear con ella, a hablarle como si pudiera levantarse de la silla y ponerse a bailar en cuanto le apeteciera?
Ya con los ojos abiertos, pensó que no era justo culparlo. Lo había visto contemplar el fondo de la copa como si fuese un abismo y no había sido capaz de mantener la boca cerrada. Ella era la única culpable de sus noches de insomnio. Porque él ocupaba su mente desde que le había tomado la mano manteniéndola entre las suyas durante un instante demasiado largo.
Sin embargo, el lunes era un día laborable. No podía darse el lujo de entregarse a sus pensamientos cuando tenía fijada una estricta fecha tope para entregar el trabajo que le habían encargado. Así que eligió una pintura al pastel y se concentró en la ilustración que tenía ante ella.
– ¡Vamos, Toby, puedes hacerlo!
Matty alzó la vista justo cuando Toby intentaba escalar una estructura de brillantes colores colocada en el jardín. Era demasiado alta para él, y el niño, muy frustrado, se esforzaba por llegar a la cumbre.
Matty se inclinó hacia delante, anhelando estar fuera para darle el empujón que necesitaba. Entonces dejó escapar su propia frustración en el papel que tenía ante sus ojos. Con unos cuantos trazos de color Hattie Hot Wheels, su otro yo, salía disparada de la silla de ruedas con los brazos abiertos, volaba hacia Toby y lo alzaba por los aires hasta subirlo a lo alto.
Otro triunfo de su superheroína cuyos poderes especiales le permitían convertir la impotencia en acción.
Entonces Fran, con una sonrisa de estímulo, ayudó a subir al pequeño sujetándole la espalda con una mano.
¿Para qué iba a necesitar Toby una superheroína cuando tenía una madre con dos buenos brazos y piernas?
– ¡Matty! -gritó Toby haciendo señas con los brazos desde lo alto de la estructura-. ¡Mírame!
– ¡Bravo, Toby! -respondió su madrina a voces desde la silla de ruedas.
Pero su sonrisa se esfumó al instante al ver la ilustración casi concluida que acababa de arruinar por culpa de su personaje dibujado en la parte superior del papel.
¿Vandalismo deliberado?
Había ilustrado decenas de historias para revistas femeninas y sabía desde el principio que ésa en particular le iba a resultar dura, pero ella era una profesional. La escena en cuestión representaba una amplia {¿aya desierta con las siluetas de una pareja de amantes contra el sol poniente. Así se ganaba la vida y no podía rechazar los encargos sólo porque cargaran su memoria de recuerdos penosos.
– Ven con nosotros, Matty -la llamó Fran-. Mañana va a llover.
No era fácil resistirse a esa llamada de sirenas, pero cada minuto que pasaba junto a Toby era un recordatorio desgarrador de lo que había perdido en aquellos segundos que le arrebataron su futuro, incluida la maternidad. Y el bebé recién nacido, con toda la alegría que le proporcionaba, empeoraba las cosas.
Matty empezaba a sentirse atrapada al otro lado del cristal, como si fuera una espectadora de la vida que se le negaba. Si sólo pudiera permitirse una nueva existencia en una casa propia, lejos de Londres…
– ¡Tal vez más tarde! -gritó a Fran justo antes de atender el teléfono, que había empezado a sonar-. Matty Lang -dijo, y por un instante sintió que se le paralizaba el corazón-. Hola, Sebastian Wolseley. Eres madrugador. ¿No es una hora intempestiva allá en Nueva York?
– Es cierto. Aunque aquí en Londres son casi las once de la mañana. Dijiste que cenarías conmigo cuando estuviera de vuelta, pero me preguntaba si podríamos cambiarlo por una comida. He reservado una mesa en Giovanni's.
Era un restaurante tan famoso que ni siquiera tenía que molestarse en algo tan funcional como disponer de una dirección. Un tipo de local donde los ricos y famosos acudían para ser vistos y lucirse. Y casi eran las once.
Tenía dos horas para ducharse, cambiarse, encontrar un estacionamiento… ¡Y el peinado!
Además, nunca iba a ningún sitio sin antes examinarlo. Tenía que asegurarse de que habría una rampa para la silla de ruedas, que el tocador de señoras no estuviera en una primera planta. Incluso, si estaba en la planta baja, evitar quedarse atrapada en la puerta del lavabo.
De acuerdo, podía con todo eso; pero no lo haría.
– Dije que tal vez nos veríamos cuando volvieras. Pero no has ido a ninguna parte -le recordó.
– Al contrario, ayer fui a Sussex -afirmó, y ella visualizó el brillo de sus ojos y el leve pliegue en la comisura de la boca, que era el inicio de una sonrisa-. Una invitación forzosa a comer con la familia.
– ¿Por qué será que se me hace difícil creer que obedezcas órdenes de nadie?
– Bueno, necesitaba pedir un coche.
– ¿A tu familia le sobran los coches?
– Es uno viejo que sólo ocupa espacio en el garaje. Me habría gustado que me acompañaras.
– Me alegro de que no me hayas invitado.
– Tienes razón. Es un aburrimiento. Bueno, como ves, he estado en alguna parte y ahora he vuelto.
– Bien sabes que no me refería a eso.
– No recuerdo que hayas estipulado un lugar preciso. ¿Es que Sussex no cuenta?
Sí que contaba. Ése era el problema, porque Matty deseaba comer con él. Ya había soñado con esa escena. Ambos estaban sentados a la mesa de un restaurante elegante y simulaban ser sólo dos personas que compartían una comida. Pero luego él se levantaría de la mesa y se marcharía andando.
Sí, un sueño del que había despertado.
– De veras que lo siento, Sebastian, pero debo entregar un trabajo que tiene fecha tope y casi se me ha agotado el tiempo. Temo que mi almuerzo se limitará a un bocadillo. Pero gracias por la invitación -Matty cortó la comunicación sin darle oportunidad para replicar.
Reclinado en el sillón de piel tras la mesa del despacho, Sebastian reconoció que podría haber manejado mejor las cosas. Giovanni's había sido su primer error.
Realmente había deseado verla, conversar con ella, pero en lugar de decírselo había arrojado una invitación a comer en el restaurante más lujoso que se le ocurrió, a sabiendas de que pocas mujeres se resistían.
Pero ella no era como otras mujeres y él no le había dado oportunidad de decidir dónde le gustaría ir. Tampoco se le había ocurrido pensar que su vida estuviera tan ocupada como para no disponer de un momento para él.
Nada nuevo. Durante años había tratado a las mujeres de un modo casual, al estilo de «o lo tomas o lo dejas».
Las mujeres decentes habían optado por lo último cuando se daban cuenta de que no ofrecía nada más.
Sólo las interesadas en acudir a restaurantes caros y mezclarse con gente famosa aceptaban sus invitaciones. Y no había estado mal. Cada uno conseguía lo que deseaba sin molestarse en disimular algo más que la más superficial de las relaciones.
Nada que fuera a interferir en lo único que realmente le importaba: su carrera.
– Sebastian, ¿has descolgado el teléfono? -preguntó Blanche al verlo con el auricular en la mano-. Oh, perdona, estás hablando.
Él alzó la vista.
– He terminado -dijo al tiempo que colocaba el auricular en su sitio-. ¿Qué deseabas?
– Nuestro cliente más importante quiere reunirse contigo. George solía invitarlo a comer y lo trataba muy bien.
– ¿Y de qué hay que hablar?
– De la gama de artículos para el próximo año.
– ¿Y tenemos algo? ¿Por qué no lo he visto? El modo en que ella se encogió de hombros fue muy elocuente.
– Al final de su vida George no prestaba demasiada atención a sus negocios -explicó al tiempo que se sentaba con cierta brusquedad en la silla frente a él-. Todavía no me puedo acostumbrar a su ausencia -balbuceó al tiempo que buscaba un pañuelo en el bolsillo.
– Lo siento, Blanche. Trabajaste mucho tiempo para él. Esto debe de ser duro para ti.
– Le tenía mucho afecto. Era un caballero -declaró con manifiesta emoción.
Sebastian se preguntó si sentiría el mismo afecto por él si se enteraba del agujero que había dejado en los fondos de pensiones. Deseó fervientemente que ella nunca tuviera que descubrirlo.
– No sabes cuánto agradecemos que la familia haya decidido mantener la empresa. Porque realmente nunca les entusiasmó, ¿no es así?
– Así es. Aunque la verdad es que tampoco se sentían exactamente entusiasmados con George.
George nunca había tenido necesidad de trabajar, pero nunca le había gustado el papel que le había tocado representar en la vida al nacer. No lo atraía ir de caza, ni la práctica de tiro, ni la pesca. Aparte de muchas otras cosas, ambos compartían esa falta de entusiasmo por los deportes favoritos de la aristocracia británica.
– Todos creímos que la compañía se iba a liquidar -continuó Blanche-. Y por supuesto que lo comprendimos. Los negocios no han prosperado en los últimos años. Eso habría significado una jubilación anticipada para todos nosotros. Pero, ¿qué diablos haría yo entonces?
– Comprendo.
Había cosas peores que una jubilación anticipada como, por ejemplo, no poder disfrutar de ella, pensó Sebastian. Pero si la empresa pudiera remontar hasta el punto de encontrar un comprador e invertir el dinero en una pensión vitalicia para los empleados, ella y todo el resto del personal nunca se verían en esa situación.
– No puedes imaginar el alivio que sentimos al enterarnos de que te harías cargo de la compañía.
– Sí, pero no podremos negociar hasta que hagamos algo respecto a la gama de productos para el próximo año. Así que, ¿por dónde empezamos?
– Ya es un poco tarde. El plazo de entrega de los pedidos…
– Blanche, si voy a pagarle a ese hombre una comida cara, me gustaría tener algo que venderle mientras él se sienta satisfecho. ¿De dónde salen los nuevos diseños? ¿Alguna vez George encargó a un artista un diseño conceptual que pudiera transformarse en un patrón para aplicar en una gama de productos?
– Últimamente no había hecho ningún encargo, pero George tenía muchos contactos. Siempre se las ingeniaba para salir con algo nuevo.
– Eso no me ayuda mucho.
– No, lo siento. Aunque podrías mirar en su bargueño -sugirió en tanto indicaba el mueble en un rincón del despacho-. A veces compraba cosas que pensaba que podrían ser útiles y las guardaba allí -dijo, otra vez con los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Por qué no vas a almorzar mientras yo busco entre sus cosas? -sugirió al tiempo que la tomaba de la mano y la guiaba a la puerta, incapaz de hacer nada más para mitigar su pena.
– Lo siento.
– No te preocupes, te comprendo.
Cuando la secretaria se hubo marchado, Sebastian se apoyó contra la puerta. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que también Blanche había estado enamorada de George. Y no le cabía duda de que el viejo pillo lo sabía y había sacado ventaja de la situación.
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