– Trato hecho, señor Fortune -respondió Caitlyn con una sonrisa radiante.

– Puedes llamarme Kyle. Si me llamas señor Fortune me haces sentirme como un viejo. Además, podría confundirme y pensar que soy como mi padre o mi hermano. Y, créeme, ellos son mucho mayores que yo -esbozó una sonrisa radiante y Sam apenas pudo respirar.

De pronto, su expresión cambió. Sutilmente al principio; solo se adivinaba una ligera tensión en las comisuras de su boca. Pero la misma sensación, aquel presentimiento al que no era capaz de poner nombre, se reflejó de pronto en sus ojos.

Lo sabía. ¡Había visto su propio rostro reflejado en la mirada de su hija! Sam sintió un sudor frío. El corazón le latía tan violentamente en el pecho que apenas podía moverse.

Cerró los puños automáticamente.

Sabía que Kyle tenía derecho a saber la verdad. Y también Caitlyn. ¡Tenía que decírselo!

Lentamente, como si estuviera mirando una piscina turbia y de pronto el agua comenzara a aclararse, las dudas desaparecieron del rostro de Kyle. Y Sam tuvo el convencimiento de que había descubierto la verdad.

Aquel era el momento. ¡Aquel era el momento de decirle la verdad! Oh, Dios. Comenzaron a sudarle las palmas de las manos y justo cuando abrió la boca sonó una bocina. Una furgoneta plateada se detuvo cerca del establo y Fang dejó escapar desde la cocina un desganado ladrido.

– Tengo que irme -dijo Caitlyn, saltando. Segundos después, corría sobre la grava del aparcamiento.

– ¡Espera! -Kyle se la quedó mirando fijamente, con expresión de estupefacción.

– Ten cuidado -le advirtió Samantha, al tiempo que saludaba a Mandy con la mano-. Iré a buscar a las niñas cuando acabe la clase.

– Estupendo. Yo estaré en casa con el resto de la prole.

Caitlyn desapareció en el interior de la furgoneta y se despidió de ellos asomando las manos por la ventanilla.

– Es encantadora -dijo Kyle lentamente, cuando desapareció de la vista la furgoneta. Fruncía ligeramente el ceño y se mordía el labio, como si estuviera pensando-. ¿Cuántos años tiene?

– Nueve -contestó Samantha, atragantada. Se hizo un largo silencio entre ellos. Kyle se quitó las gafas de sol y se las colgó en el bolsillo de la camisa.

– ¿Cuándo cumple los años?

A Sam se le desgarró el corazón.

– Pasa, Kyle.

Kyle estaba sumando uno y uno y había llegado a una conclusión: tres. Dos padres y un hijo. Su hijo. Sam señaló hacia la cocina.

– Tengo té frío, tarta y…

– No quiero ningún té.

– Bueno, en ese caso te serviré algo más fuerte. Mi padre dejó un par de botellas de…

– Es hija mía, ¿verdad? -había nubes de tormenta en su mirada y su boca había adquirido un rictus glacial.

– Dios mío -suspirando, Samantha se apartó de las preguntas y las acusaciones que le estaba lanzando con la mirada.

Tenía la sensación de que las piernas no iban a poder sostenerla mientras entraba en aquella cocina en la que tantas veces había jugado Caitlyn cuando era niña, construyendo fuertes debajo de la mesa, apilando bloques al lado de la despensa o haciéndole miles de preguntas cuando Samantha no estaba corriendo por la casa como un torbellino. La vida que conocían había cambiado para siempre.

– Es hija mía, ¿verdad? -pateó un pedrusco que había en el porche para apartarlo de su camino. Fang ladró.

Sam se aferró con la mano al pomo de la mosquitera.

– Mira, Kyle, tenemos que hablar. Si quisieras pasar… -abrió un poco más la puerta para invitarlo a pasar, pero Kyle le dio un golpe a la mosquitera y agarró a Sam con fuerza por los hombros, haciéndola volverse y mirar hacia su furioso rostro.

– ¡Contéstame, maldita sea! ¿Es hija mía o no?

El genio de Sam estalló entonces como un rayo.

– Sí, Kyle, es hija tuya, ¡claro que es hija tuya! -le apartó violentamente la mano y lo fulminó con la mirada-. Dios mío, ¿es que no lo has visto en sus ojos, o en su nariz o en la curva de su barbilla?

– No sabía que…

– ¿Y de verdad creías que podría haberme acostado con otro hombre tan poco tiempo después de que te fueras? ¿De verdad lo creías?

– La gente pensaba que Tadd Richter…

– Jamás me acosté con Tadd, Kyle! ¡Tú eres el único hombre que ha habido en mi vida! ¿Cómo podías pensar que había estado con Tadd o con cualquier otro tan poco tiempo después de que…? ¡Oh, todo esto es inútil!

– No sabía que estabas embarazada.

– ¿Y cómo ibas a saberlo? -le preguntó Sam, encendida-. Te fuiste de aquí tan rápido como pudiste y, en menos que canta un gallo, te casaste con otra mujer.

– Sam…

– No estás ciego, Kyle, Caitlyn es tu viva imagen. ¡Lleva la impronta de los Fortune en todo su cuerpo! Es hija tuya, te guste o no. Ahora podemos pasar a la sala y hablar de esto civilizadamente, a no ser que prefieras montar un numerito en el porche.

– ¿Ella lo sabe?

– ¿Tú qué crees?

Kyle se frotó el cuello, maldijo en voz alta y entró en la cocina

– No me lo puedo creer.

– Entonces no te lo creas.

– Quiero decir… ¡Oh, diablos! No sé lo que quiero decir -admitió, mientras intentaba dominar su enfado-. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿No crees que tenía derecho a saberlo?

– No -se aferró al respaldo de una de las sillas de la cocina.

– ¿No? -repitió-. ¿No? ¿Es que estás loca? ¿En qué mundo vives? Actualmente, los padres también tenemos derechos. ¿O es que no estás al tanto de cómo se están resolviendo últimamente los casos judiciales de custodia?

Un frío helado se instaló en lo más profundo del corazón de Sam. La custodia. No podía estar pensando en denunciarla por haberle impedido disfrutar de sus derechos paternos, ¿no? No, Kyle Fortune, el eterno playboy, no podía hacer algo así. Era imposible que quisiera que a una niña de nueve años le cambiara completamente la vida. Pero por mucho que intentara hacerse entrar en razón, Sam no podía evitar sentir miedo…

– Hace mucho tiempo que renunciaste a los derechos que tenías sobre mi hija.

– Ni siquiera sabía que existía, de modo que difícilmente he podido renunciar a nada.

– Renunciaste a ella cuando renunciaste a mí.

– Yo no…

– Te casaste, Kyle -volvió a decirle, sintiendo un antiguo dolor en su corazón. Un dolor que se había esforzado denodadamente en enterrar.

Permanecieron ambos en silencio. Solo se oía el tictac del reloj del salón y el zumbido del refrigerador. El semblante de Kyle estaba cada vez más sombrío.

– Para cuando fui capaz de ir al médico, después de haber pasado dos meses sin período y haberme comprado uno de esos test de embarazo, ya habías enviado tu invitación de boda.

– Pero podías habérmelo dicho…

– ¿Cuándo? ¿En la despedida de soltero? ¿O quizá en el ensayo de la ceremonia? No, habría sido mejor en la propia boda, en esa parte de la ceremonia en la que el sacerdote pregunta si alguien conoce alguna razón por la que no deba celebrarse el matrimonio. ¿Debería haberme levantado entonces y haber anunciado que llevaba en mi vientre a un hijo del novio? -no podía controlar sus palabras hirientes, ni tampoco dejar de evocar el dolor, la amargura que había sentido al ver la invitación de aquella boda en su casa.

Su padre acababa de llevar el correo y su madre había abierto aquel sobre de color crema. Samantha, a la que el médico acababa de confirmar sus sospechas, se había parado en seco al ver la invitación y había estado a punto de desmayarse.

La habitación había comenzado a darle vueltas y, empujada únicamente por su fuerza de voluntad, había corrido al baño, donde había estado vomitando y se había visto obligada a confesarle a su madre que iba a tener un hijo de Kyle Fortune. Aquel había sido su secreto, un secreto que jamás habían compartido con nadie. Pero Kyle acababa de enterarse de la verdad.

– ¿Por qué no te sientas? Puedo ofrecerte un té. Hay tarta de…

– ¡No quiero ninguna maldita tarta! -tronó Kyle, dando una patada a una silla que se estrelló contra la pared-. Maldita sea, Samantha, acabas de decirme que soy padre. Tengo una hija que es casi una adolescente y ni siquiera sabía de su existencia. Toda mi vida acaba de volverse del revés, ¿y lo único que se te ocurre es invitarme a un pedazo de tarta?

– Solo estoy intentando mantener la calma.

– ¿Por qué? Este no es el tipo de conversación que puede mantenerse de forma tranquila, Sam. ¿Pensabas decírmelo alguna vez? -preguntó Kyle, pasándose la mano por el pelo, como si estuviera intentando en vano conservar la compostura.

– Sí.

– ¿Cuándo?

– Justo antes de decírselo a ella.

– ¿Y cuándo pensabas decírselo?

– Cuando cumpliera dieciocho años.

Kyle se la quedó mirando completamente atónito y sacudió lentamente la cabeza.

– ¿Dieciocho años?

– Sí.

– ¿Cuando Caitlyn fuera adulta?

– Suficientemente madura para comprenderlo.

– ¡Qué estupidez! -caminó hasta el fregadero y fijó la mirada en la ventana abierta-. ¿Y no crees que ella podría querer saber que tenía… que tiene un padre? ¿No te parece que tiene derecho a saber la verdad? ¿Es que no sabes que es un delito mantener en secreto ese tipo de información?

– Pero no es ningún delito perseguir a alguien durante todo un verano, quebrar sus defensas, convencerla de que eres el hombre más especial que ha pisado jamás este mundo, hacer el amor con ella y abandonarla para casarse con otra mujer, ¿verdad?

– Eso no fue así.

– Deja las mentiras para alguien que te crea, Kyle.

– Te quería…

– No empieces otra vez, ¿quieres? No empieces. Era una estúpida, una ingenua romántica, pero ya no soy esa tonta de diecisiete años -se acercó a la despensa, la abrió, se puso de puntillas y sacó una botella cubierta de polvo-. No sé tú, pero yo necesito una copa.

– Nadie necesita una copa.

– Claro que sí. La última vez que necesité una copa fue el día que murió mi padre, pero hoy, definitivamente necesito tomar algo fuerte. Además, eres la última persona que tiene derecho a darme lecciones de moralidad.

Sacó dos vasos, los llenó de whisky y le tendió uno a Kyle.

– Salud -se burló-, no todos los días puede celebrar uno la paternidad.

Con los labios apretados y los ojos brillando con furia, Kyle contestó:

– Quizá debería ser yo el que propusiera un brindis.

– ¿Por qué no?

– Por Caitlyn -dijo con voz ronca, mientras acercaba su vaso al de Sam.

Sam sintió que se le secaba la garganta. Sin desviar la mirada de la de Kyle, se llevó el vaso a los labios y estuvo a punto de atragantarse al sentir el líquido ardiente en su garganta.

– Espero poder conocerla mejor -continuó Kyle.

– Tienes seis meses por delante.

– No -Kyle se terminó el whisky de un solo trago-, tengo el resto de mi vida.

– ¿Qué se supone que quiere decir eso?

– Simplemente que tengo mucho tiempo que recuperar.

– Espera un momento. No puedes presentarte de pronto como si tal cosa y llevarte por delante la vida de una niña.

– Te equivocas, Sam -respondió él con arrogancia-. Puedo hacer lo que me apetezca.

– ¿Porque eres un Fortune?

– No -se acercó a la puerta y la abrió de una patada-, porque, a menos que seas la mayor mentirosa de este lado del Mississippi, soy el padre de Caitlyn.

– Me gustaría dejar algo claro, Kyle…

– ¿Adonde ha ido Caitlyn? -la interrumpió él. Salió de la casa y caminó a grandes zancadas hacia su camioneta.

– Al río -contestó Sam mientras lo seguía, completamente aterrada.

– ¿En el río?

– Está recibiendo clases de piragüismo con Sarah, su amiga.

Kyle llegó hasta su camioneta.

– ¡Espera un minuto! ¿Adonde crees que vas? -le exigió Sam, sintiendo que el pánico se apoderaba de su corazón.

– Voy a conocer a mi hija.

– ¿Ahora?

– Creo que ya he esperado suficiente -abrió la puerta-. ¿Vienes?

– Puedes estar seguro.

Kyle se puso las gafas de sol.

– Monta.

– Pero… no estoy lista. No tengo el bolso ni…

– No lo necesitas. Así que, móntate en la camioneta o apártate de mi camino.

– Por el amor de Dios, Kyle, escucha, ¡piensa un momento!

A Sam no le gustaba sentirse manipulada. Siempre se había enorgullecido de tomar sus propias decisiones, pero en aquel momento no tenía mucho donde elegir.

Con un rápido giro de muñeca, Kyle puso el motor en marcha.

– De acuerdo, de acuerdo -gritó ella, subiéndose a la camioneta-. Pero vamos a hacer esto a mi modo. Kyle bufó disgustado mientras ella se sentaba a su lado.

– Creo que ya llevas demasiado tiempo haciendo las cosas a tu manera.

– Yo solo estaba pensando en el bien de Caitlyn.

– Y un infierno -metió la primera marcha y pisó con fuerza el acelerador.

Las vacas y los caballos alzaron la mirada. El cielo estaba despejado, azul, solo algunos jirones de nubes se acumulaban en los picos más altos de las montañas. Nada había cambiado, pero para Sam y para su hija la vida ya nunca volvería a ser igual.