Incluso Kyle se había dado cuenta.
Kate siempre había mostrado un interés especial en Caitlyn cuando visitaba el rancho. Oh, Dios, Sam echaba mucho de menos a aquella vieja dama. Había sido como una abuela para ella y, tras su muerte, le había ofrecido a Kyle la oportunidad perfecta para conocer a su hija. Le gustara a Sam o no.
– ¿Queréis quedaros un rato en mi casa? -preguntó Kyle, haciéndola volver al presente.
– Yo…Creo que deberíamos volver a casa -Sam bajó un poco la ventanilla, esperando que el aire fresco la ayudara a olvidar los recuerdos-. Caitlyn tiene que bañarse y…
– ¿Puedo montar a Joker? -preguntó Caitlyn con una tímida sonrisa.
Kyle soltó una carcajada.
– Eres una chica de ideas fijas, ¿eh?
– ¿Pero puedo?
Samantha palmeó el hombro de su hija.
– Ya te he dicho que ahora Joker es propiedad de McClure.
Kyle frunció el ceño pensativo.
– A mí no me importaría que lo montaras.
– ¿Es que te has vuelto loco? -preguntó Sam, estupefacta-. Ese caballo no deja que lo metan en un remolque y no permitirá que lo monte una niña pequeña.
– Yo no soy pequeña.
– ¡No me contestes! -replicó Sam. Vio entonces que acababan de pasar por el desvío de su casa-. Espera un momento…
– No pasa nada. A Joker a veces le gusta salirse con la suya, pero podremos manejarlo -le aseguró Kyle a la niña y Samantha sintió que se sonrojaba violentamente. ¿Cómo se atrevía a desautorizarla de aquella manera?
– No, claro que no. He dicho que no va a montar y no va a montar. Como ya le he dicho a Caitlyn en más de una ocasión, estamos en un barco con un solo capitán.
Kyle volvió a soltar una carcajada. Las tensas líneas de su rostro se suavizaron lo suficiente como para hacerle recordar a Sam lo mucho que lo había amado, lo mucho que había confiado en él. Oh, su aventura había terminado mucho tiempo atrás, pero había habido una época en la que Kyle la tenía hechizada en cuerpo y alma.
Se tensó cuando cruzaron la cerca del rancho e intentó tranquilizarse. Los nervios o el enfado solo servirían para empeorar la situación. Kyle aparcó cerca del establo y, mientras Samantha estaba bajando de la camioneta, Caitlyn pasó por delante de ella y corrió hacia el corral en el que normalmente pastaba Joker.
En cuanto su hija estuvo suficientemente lejos como para no oírlos, Samantha giró hacia Kyle.
– No puedes hacer eso, ¿sabes? -le reprochó, sin apenas mover los labios.
– ¿Hacer qué?
– Desautorizarme delante de Caitlyn. Es mi hija y, hasta este momento, la he criado sola sin tu ayuda. Así que tampoco te necesito.
– ¿Ah, no? -preguntó él con una sonrisa lacónica. En aquel momento, no había nada que Samantha deseara más que abofetearlo.
– No.
– A lo mejor cambias de opinión cuando le diga que soy su padre.
– No se lo dirás.
– Sí se lo voy a decir. Ya es hora de que lo sepa.
– Espera un poco todavía, ¿de acuerdo? -insistió Samantha.
Apenas era capaz de pensar. La cabeza le daba vueltas y amenazaba con empezar a dolerle. Al mirar a Caitlyn, deseaba llorar. Su hija se había subido a la cerca y le tendía un puñado de hierba al caballo, intentando conseguir que se acercara.
– ¿Qué es lo que te preocupa? -le preguntó Kyle.
– Todo -admitió-. Ella, tú, yo. Oh, Dios mío, es todo tan complicado…
– Por eso creo que cuanto antes le digamos a Caitlyn la verdad, mejor nos sentiremos todos.
– Tendríamos que esperar algún tiempo.
– Ya has perdido casi nueve años, Sam.
– Así que ahora estás dispuesto a hacer de padre – se burló ella-. Tú, el eterno mujeriego. ¿Sabes? Hace falta algo más que fertilizar un óvulo para ser padre – giró sobre sus talones y caminó hacia su hija.
Era imposible hablar civilizadamente con él. Por supuesto, tendría que decirle a Caitlyn la verdad, pero, maldita fuera, se la diría a su manera y cuando considerara que era el momento oportuno. Kyle tendría que tener un poco de paciencia.
– Vámonos, Caitlyn. Tenemos que marcharnos.
– Pero…
– Nada de peros.
– Pero quiero montar a Joker. Me prometiste que podría hacerlo -Caitlyn no se movía de donde estaba.
– Yo no te prometí nada -Sam fulminó a Kyle con la mirada, indicándole que él era el responsable de todo aquel lío-. En otra ocasión quizá, si el señor McClure está de acuerdo. Pero ahora tenemos que irnos.
– Creo que será mejor que vuelvas a la camioneta, Caitlyn, por favor -le dijo Kyle-.Tu madre es la que pone las normas, y ya sabes lo mandona que puede llegar a ser cuando se le mete algo en la cabeza.
Caitlyn se mordió el labio y le dirigió a Kyle una mirada asesina con la que lo estaba acusando de ser un mentiroso y un traidor.
– Tú no puedes decirme lo que tengo que hacer – replicó, alzando la barbilla con aire desafiante.
– ¿Ah no? -Kyle jamás dejaba un desafío sin respuesta.
– Súbete a la camioneta, Caitlyn -le ordenó Sam, temiendo que la situación empeorara.
– Haz lo que te dice tu madre.
– ¡Kyle me ha dicho que podía montar a Joker, pero me ha mentido! -con desgana, Caitlyn bajó de la cerca.
– No, solo está haciendo lo que yo le he pedido. Y ahora, vámonos.
Sam dejó pasar a su hija al interior de la cabina y vio que tenía los ojos llenos de lágrimas de frustración. Una pequeña lágrima se deslizó por su mejilla mientras Kyle se sentaba tras el volante. Rápidamente, se la secó, pero a Kyle no le pasó inadvertido aquel gesto. Sombrío, puso el motor en marcha. Magnífico, pensó Sam, pensando en el futuro. Los próximos seis meses prometían ser un puro infierno.
– Kyle ha vuelto -comunicó el forastero desde una cabina situada justo a las afueras de Jackson. El calor era insoportable.
– ¿Y piensa quedarse? -la voz del otro lado de la línea sonaba débil, pero con determinación.
– Yo diría que sí. No tiene muchas opciones.
– ¿Y Samantha?
– Ya lo ha visto. Y también su hija.
– Bueno, bueno.
– Sí, todo encaja.
– Genial.
– Ahora lo único que necesitamos es un poco de suerte -respondió el forastero, deseando poder encontrar una habitación con aire acondicionado.
– ¿Suerte? Deberías conocerme suficientemente bien como para saber que yo no creo en la suerte. Nunca he creído en ella.
Padre. Era padre.
Kyle se quitó la camisa y miró su reflejo en el espejo mientras alargaba el brazo para tomar la cuchilla de afeitar. Tenía una hija, una hija de nueve años tan guapa como su madre y, sospechaba, igualmente explosiva.
¿Cómo podía no haberse enterado, no haberlo sospechado siquiera? ¿Y por qué Sam no se lo había contado?
Lo que le había dicho a ella era verdad. Había salido huyendo de Wyoming porque Sam lo había conmovido en lo más profundo, mucho más de lo que lo había hecho hasta entonces ninguna mujer, y se había asustado.
Se cubrió la cara de espuma, con intención de afeitarse, pero los recuerdos no le dejaban hacer nada.
Durante aquel largo verano, había llegado a obsesionarse tanto con Sam que había perdido una parte de sí mismo. La parte asociada al orgullo masculino. Sam no era el tipo de mujer que le gustaba. Era demasiado cabezota y tenía una lengua demasiado rápida. Era demasiado independiente, en suma. A los diecisiete años era capaz de disparar un rifle mejor que él, enlazar un caballo o marcar al ganado sin pestañear. Y aunque Sam nunca lo había admitido, estaba seguro de que tampoco tendría demasiados problemas para castrar un toro.
Y él se había enamorado de ella. Apasionadamente. Mucho más apasionadamente de lo que un hombre debía enamorarse de una mujer.
Al final del verano, había vuelto a Minneapolis, donde lo estaba esperando Donna, dispuesta a ayudarlo a olvidar su obsesión por Sam. Donna era todo delicadeza y feminidad. Donna Smythe jamás le llevaba la contraria. Le reía las bromas, hacía lo que le pedía y le sonreía con adoración. Era todo lo contrario de Sam.
La vida entera de Donna tenía como único objetivo hacer feliz a Kyle. Y para cuando Kyle había decidido que no podía continuar con aquella farsa, para cuando estaba empezando a aburrirse de su atención y de sus sonrisas, los habían atrapado juntos en la cama. Como un estúpido, se había dejado arrastrar al matrimonio. Para sacar a Sam de su corazón y de su cabeza, se había casado con una mujer que supuestamente le convenía, una mujer de su misma clase… Y se había sentido miserable. Toda su familia estaba emocionada con aquella boda…Toda, excepto Kate.
Ella se había encargado de recordarle que era muy joven, que había muchas mujeres en el mundo y que aquella educada belleza podía no ser lo que realmente quería. Pero estaban en juego el orgullo de Kyle y la reputación de Donna. Además, él la quería, no con la pasión con la que había adorado a Sam, pero, a su manera, la quería.
El matrimonio estaba condenado al fracaso desde el principio. Kyle no podía soportar aquella sensación de estar prisionero. Asistían periódicamente al club de campo, estudiaba por las noches y trabajaba en el negocio de la familia, tal como su mujer quería. Donna estaba segura de que algún día tendría que dirigir el imperio financiero de su abuelo, cuando a él era lo último que le apetecía.
Poco después de la boda, cuando habían comenzado las peleas y se había hecho evidente que las ambiciones de Donna estaban muy lejos de las suyas, Kyle había llegado a la conclusión de que estaba atrapado para siempre con una mujer a la que no conocía, una mujer de sonrisa hipócrita que no lo veía como un hombre, sino como una suerte de trofeo. Donna intentaba decirle cómo tenía que vestir, qué coche debían tener y adonde debían ir para asegurarse de heredar lo que debía ser suyo. Le advertía que vigilara de cerca a sus hermanos y a sus primos para no poner en peligro su herencia.
Aquello le hacía sentirse enfermo. Donna también hablaba de tener hijos y enviarlos a los mejores internados del país. Ella recibía clases de baile y música y acudía a todas las fiestas del club de campo.
En menos de cuatro meses, Kyle ya estaba desesperado. Las discusiones se transformaron en violentas peleas y Donna llegó a convertirse en un auténtico dragón, decidida a moldearlo a su manera. Cuando Kyle se enfrentaba con ella, le recordaba que había renunciado a numerosos pretendientes, todos ellos de muy buenas familias, para casarse con él. Le reprochaba lo decepcionada que estaba. Le decía que había vuelto diferente de Wyoming y que, fuera lo que fuera lo que le había ocurrido allí, no había sido en absoluto bueno.
Kyle disentía con ella en silencio.
Peleaban, Donna lloraba y él la consolaba. Durante algún tiempo, hacían después del amor, hasta que al final Kyle terminó durmiendo en la habitación de invitados. Y todo acabó una noche en la que Kyle se negó a asistir a una cena benéfica. Se había pasado el día trabajando con su padre, tratando con abogados y contables. No soportaba tener que pasar la velada con los pomposos amigos de Donna.
Aquella noche, en la soledad de su dormitorio, contemplaba las luces de Minneapolis. Pero sus pensamientos estaban en Wyoming, en aquel cielo salpicado por millones de estrellas. Se recordaba haciendo el amor con Sam bajo la luz plateada de la luna y se preguntaba por qué no podía conjurar la imagen de su esposa con idéntico deseo.
A la mañana siguiente, encontró a Donna en la cocina. El maquillaje no conseguía ocultar la irritación de sus ojos y un cigarro ardía entre sus dedos. No se había molestado en vestirse y una bata rosa mostraba sus hombros mientras permanecía sentada en la mesa, frente a las puertas de la terraza, en la que se amontonaba la nieve.
– Todo ha terminado -dijo, mordiéndose el labio.
– ¿Qué?
– No te hagas el tonto, no te va. Estoy hablando de nosotros, de ti y de mí y de este maldito matrimonio que has odiado desde el principio.
Kyle no podía mentir y Donna se deshizo en lágrimas, pero cuando él intentó abrazarla para consolarla, lo apartó violentamente. Ya había llamado a un abogado, le había preguntado por las posibilidades de anular su matrimonio y había puesto en funcionamiento todo el proceso.
– Pronto serás libre otra vez -le dijo por fin-. Eso es lo que quieres, ¿no?
– Creo que deberíamos hablar.
– ¿Por qué? No serviría de nada. No me quieres. En realidad nunca me has querido. Y ese verano… Parecías diferente cuando volviste de Wyoming, más vivo, más interesado -entrecerró los ojos un instante y se encogió de hombros-. Oh, diablos, eso ya no importa. Pensaba que podría hacer que me amaras, pero no lo he conseguido -se le quebró la voz y pestañeó con fuerza mientras apagaba el cigarro.
– Lo siento.
– No lo sientas -sorbió con fuerza y buscó un pañuelo en el bolsillo de la bata-. Sabía que no eras un hombre capaz de sentar cabeza, así que es normal lo que ha pasado. Lo único que me importa ahora es mi orgullo. Quiero poder decir que fui yo la que decidió que nos separáramos.
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