– Kate Fortune era una mujer extraordinaria. Madre de cinco hijos, aunque solo cuatro pudieron crecer a su lado. Abuela de, ¿cuántos?, ¿doce nietos? Y también bisabuela -había sonreído con tristeza-.Aunque enviudó diez años atrás, nunca le faltaron las fuerzas para dirigir Fortune Cosmetics. Sobrevivió a la muerte de su marido, Ben, y a la pérdida de un hijo. Bueno, todo eso ya lo sabéis. Lo primero que me pidió fue que, cuando ella muriera, os entregara a cada uno de vosotros los dijes con la fecha de vuestro nacimiento que llevaba en el brazalete -pasó una bandeja de plata con sobres alrededor de la mesa y, cuando la bandeja llegó a su lado, Kyle descubrió su nombre mecanografiado en uno de ellos.
«Oh, Kate», pensó con tristeza mientras abría el sobre y sacaba un dije de plata.
Sterling se aclaró la garganta y levantó los papeles que tenía ante él.
– «Yo, Katherine Winfield Fortune, en plenas facultades…».
Todo el mundo estaba pendiente del abogado y Kyle sentía todos sus músculos en tensión. Aquello era terrible. Tenía la sensación de que el mundo se había detenido y se estaba abriendo bajo sus pies.
Su hermana Jane estaba sentada a su lado, posando la mano en la manga de su abrigo. Intentaba ser valiente, pero el labio inferior le continuaba temblando. Como madre soltera, se la suponía capaz de enfrentarse a cualquiera de los desafíos que le planteara la vida. Pero ninguno de ellos, ni hijos, ni hijas, ni nietos, podían creer que hubieran perdido a alguien tan querido y fundamental en sus vidas.
– Oh, Dios mío -sollozó Jane.
Kyle tomó la mano de su hermana y se cruzó con la mirada sombría de Michael. Los ojos de Michael reflejaban la tristeza de los de Kyle. Michael. Siempre responsable. Allí donde Michael había hecho las cosas bien, Kyle siempre metía la pata. Michael cargaba con todo tipo de responsabilidades. Kyle huía siempre de ellas.
Jane se estiró en la silla. Pestañeó, enderezó los hombros y se sirvió un vaso de agua. Atendiendo a una señal de Allison, sirvió un segundo vaso. Allie era una belleza, la modelo de Fortune Cosmetics, la sonrisa de mil vatios de la empresa. En aquel momento su hermoso rostro estaba pálido, demacrado. Estaba sentada entre su hermano Adam y Rocky, su melliza. E incluso a Rocky, siempre sonriente y animada, se la veía apagada.
Rocky parecía estar apoyándose en la fortaleza de Adam, que la palmeaba con aire ausente el hombro mientras Sterling leía. Adam era el hijo mayor de Jake y Erica Fortune. Había crecido rodeado de hermanas y había sido el hijo rebelde. Había dado la espalda a la fortuna de la familia y se había dedicado a recorrer el país durante años, antes de enrolarse en el ejército. Había abandonado la vida militar tras la muerte de su esposa. En ese momento, Adam era un viudo con tres hijos y estaba intentando colaborar con la familia.
Kyle no lo envidiaba. Diablos, aquel día era imposible envidiar a nadie de la familia. Se aflojó el cuello de la camisa e intentó concentrarse.
Sterling lo miró un instante y continuó leyendo. A Kyle le caía bien aquel tipo. No tenía pelos en la lengua y no le gustaba andarse con rodeos. Con las gafas en la punta de la nariz y el pelo blanco impecablemente peinado, continuaba leyendo:
– Y a mi nieto, Grant McClure, le lego el caballo Fuego de los Fortune.
Kyle observó, la reacción de su hermanastro, pero Grant continuaba mirando por la ventana, sin estremecerse siquiera al oír su nombre. Parecía completamente fuera de lugar con los vaqueros, la cazadora, el gorro y la polvorienta camioneta que había dejado aparcada en medio de los BMWs, los Cadillacs y los Porsches de la familia. Kyle se apostaría cualquier cosa a que su hermanastro estaba deseando montarse en el avión, abandonar las luces de la ciudad y regresar a la dura vida que él amaba, en medio de ninguna parte, en Clear Springs, Wyoming.
Al lado de Grant, estaba Kristina, la única hija de Nate y Bárbara, el padre y la madre adoptiva de Kyle, respectivamente. Kristine se mordía el labio nerviosa mientras intentaba fingir interés. Mimada más allá de lo posible, se echaba el pelo hacia atrás y miraba por encima del hombro, ansiosa por salir cuanto antes del sofocante despacho del abogado.
Kyle no podía culparla. Habían soportado ya el funeral, el entierro y el bufé que se había servido después para los amigos más íntimos de la familia. Habían recibido cientos de cartas de pésame, un verdadero jardín de flores y coronas y miles de dólares en cheques para ser entregados a las obras benéficas favoritas de Kate. Después estaban las especulaciones de la prensa sobre su muerte, los comentarios provocados por el hecho de que hubiera volado sola en el avión de la compañía, pilotándolo ella misma, y las hipótesis sobre por qué habría perdido el control de los mandos para terminar pereciendo de una forma horrible… Kyle apretó los dientes.
– «…Y a mi nieto Kyle, le dejo el rancho de Clear Springs, Wyoming, con todo el ganado y el equipo, excepto el semental de Grant» -Kyle apenas prestó atención hasta que el abogado leyó las condiciones-. «Kyle debe residir en el rancho durante al menos seis meses antes de poder traspasar la escritura y hacer los arreglos necesarios para venderlo…».
Era como si su abuela quisiera encadenarlo al rancho, al paraíso de su infancia. Oyó que su hermano Michael contenía la respiración, probablemente a causa del valor del rancho y de que Kyle nunca había hecho nada por sí solo.
Más tarde, Michael habló con él a solas para echarle un discurso sobre la responsabilidad, la necesidad de que tomara el control de su vida y de que aprovechara la oportunidad que Kate le estaba brindando.
Kyle no le hizo mucho caso. Él no necesitaba regañinas. Sabía perfectamente que había arruinado su vida y no creía que fuera asunto de Mike lo que hiciera o dejara de hacer en el futuro. Era su propia juventud la que había arruinado.
Pero su hermano tenía razón en una cosa: le estaban ofreciendo una oportunidad de demostrar su valía en el rancho. Y él iba a hacer las reparaciones que fueran necesarias para posteriormente venderlo, aunque probablemente no era eso lo que su abuela quería.
– ¿Y qué esperabas? -le preguntó en voz alta a su abuela, en medio de la habitación vacía-. ¿De verdad creías que podías controlarme desde la tumba? Pues bien, estabas equivocada. Voy a vender esta casa, así – chasqueó los dedos y se acercó a la ventana, pero antes de cerrarla, fijó la mirada en la noche estrellada y en la casa del rancho vecino, donde brillaba la luz en una de las ventanas. Sam.
Una inesperada oleada de emoción golpeó su corazón. Durante un breve instante, se preguntó si su abuela no habría decidido llevarlo al rancho para acercarlo a la única mujer capaz de hacerle desear estrangularla en un instante y hacer el amor con ella al siguiente. Pero era imposible. Nadie, absolutamente nadie, se había enterado de su aventura con Sam.
Fijó la mirada en la ventana iluminada, en aquella luz cercana que parecía estar dándole la bienvenida, y apretó los dientes al darse cuenta de que no había nada que le apeteciera más que cruzar aquellos campos bañados por la luz de la luna, llamar a la puerta y estrechar a Sam entre tus brazos.
Pero cruzar la alambrada que separaba su rancho del de los Rawlings era lo último que pretendía hacer.
Volvió la cabeza tan bruscamente que estuvo a punto de golpearse con una viga. Se sentía frustrado, preocupado y manipulado cuando pensaba en Sam. Como si su abuela estuviera escuchándolo gruñó:
– De acuerdo, Kate, has ganado. Ya estoy aquí. Ahora solo falta que me digas una cosa: ¿qué demonios se supone que puedo hacer con Sam?
Capítulo 3
– Magnífico, sencillamente magnífico.
Sam pateó el suelo con las botas; estaba en el porche trasero de su casa, donde una polilla chocaba una y otra vez contra la luz exterior. Miró de reojo hacia la alambrada que se extendía en el límite de los dos ranchos y se preguntó si Kyle también estaría despierto.
Había estado luchando durante todo el día contra un dolor de cabeza insoportable que había comenzado en cuanto había vuelto a poner los ojos sobre Kyle Fortune, tras diez largos años de separación. Mientras se encargaba de las tareas del rancho, había estado pensando en él, deseando no tener que volver a verlo jamás, pero sabiendo en lo más profundo de su estúpido corazón que no le quedaría otro remedio.
¿Por qué Kate, una mujer de la que Sam admiraba su valor y su visión de futuro, habría dejado el rancho a Kyle cuando tenía más de doce descendientes entre los que elegir? Kyle era el menos indicado para dirigir el rancho, el peor candidato para adaptarse a Wyoming. ¿Por qué no a Grant, que nunca había abandonado Clear Springs? ¿O a Rachel, de la que mucha gente decía que era igual que su abuela? Rocky, la prima de Kyle, era una mujer intrépida y valiente y siempre había adorado Clear Springs. Pero no, Kate había elegido a Kyle y además lo había atado a aquel lugar durante seis largos meses.
Entró en la cocina sin hacer ruido, se acercó al fregadero y se lavó la cara con agua fría, dejando que las gotas cayeran sobre la pechera de la blusa.
Bebió un largo sorbo de agua del grifo. Si tuviera un mínimo de sensatez o valor, llamaría a Kyle, le diría que necesitaba hablar con él y después, cuando volviera a estar frente a ese rostro maravilloso otra vez, le confesaría que era padre de una hija, de una niña preciosa.
– Muy bien, ¿y después qué? -se preguntó en voz alta…
Kyle daría media vuelta y saldría corriendo, en el caso de que la historia decidiera repetirse, o le pediría las pruebas de paternidad y después, en cuanto se hubiera demostrado científicamente su paternidad, reclamaría la custodia parcial de su hija.
– Maldito sea… -se interrumpió bruscamente al ver el reflejo de Caitlyn en la ventana del fregadero-. ¿Qué haces levantada?
– ¿Y tú qué haces maldiciendo?
Sam suspiró, esbozó la sonrisa especial que reservaba para su hija y se encogió de hombros.
– De acuerdo, me has pillado -admitió-. Supongo que estoy enfadada.
– ¿Por culpa de tu amigo? -Caitlyn la miraba de forma extraña; con el ceño fruncido por la preocupación y aquellos ojos azules idénticos a los de su padre señalándola con expresión acusadora.
– Sí, por culpa de él.
– Pero tú siempre me dices que no debo dejar que otras personas me afecten tanto.
– Un buen consejo, supongo que yo también debería seguirlo. Y ahora, ¿por qué no me explicas qué haces levantada tan tarde? Creía que te habías ido a la cama hace una hora.
– No puedo dormir.
– ¿Por qué?
– Hace mucho calor.
– ¿Y…?
Sam se acercó a su hija, la hizo volverse con delicadeza y la condujo hacia el dormitorio.
– Y… -Caitlyn se mordió el labio preocupada.
– ¿Qué te pasa, Caitlyn?
– Es Jenny Peterkin -admitió la niña por fin.
– ¿Qué ha pasado con Jenny? -a Samantha no le gustaba aquel tema de conversación. Jenny era una niña de diez años, absolutamente mimada que se había convertido en una pesadilla para Caitlyn durante el segundo grado.
– Creo que me ha llamado.
– ¿Crees?
– Sí, cuando estabas en el establo, alguien ha llamado por teléfono, ha preguntado por mí y ha dicho que era Tommy Wilkins, pero su voz no era la suya y se ha empezado a reír -tragó saliva y miró hacia el suelo.
– ¿Y qué te ha dicho Tommy, o Jenny, o quienquiera que fuera?
– Que… que soy una bastarda.
«Oh, Dios mío, dame fuerzas», rezó Sam antes de contestar.
– Tú ya sabes cómo son esas cosas, Caitie. Y que lo mejor que se puede decir de las personas que te han llamado es que son tontainas sin sentimientos -dijo Sam, dolida por el sufrimiento de su hija-. Ellos no saben nada de ti.
Se inclinó para abrazar a Caitlyn. Aquella no era la única vez que la falta de padre había convertido a su hija en blanco de bromas, y probablemente tampoco sería la última, pero cada vez le dolía más.
– ¿Es verdad?
– ¿El qué?
– He buscado esa palabra en el diccionario. Y., y yo soy bastarda porque no tengo papá.
– Es verdad que yo no me casé con tu padre, pero claro que tienes padre, cariño. Todo el mundo lo tiene.
– ¿Pero dónde está el mío? ¿Y quién es? -a Caitlyn le temblaba ligeramente el labio y los ojos se le llenaron de lágrimas.
– Es un hombre que vive muy lejos de aquí, ya te lo expliqué.
– Pero también me dijiste que algún día lo conocería.
– Y lo harás.
– ¿Cuándo?
– Me temo que antes de lo que yo querría -contestó Sam con una triste sonrisa.
– ¿Y me gustará?
– Creo que sí. A la mayoría de la gente le gusta.
– Pero a ti no.
– Es más complicado que eso, ya lo entenderás. Y ahora, ¿quieres un poco dé chocolate antes de irte a la cama?
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