Caitlyn entrecerró los ojos, como si supiera que estaba siendo manipulada.

– Pero mamá…

– La próxima vez que Jenny, Tommy o quien quiera que esté haciendo esas llamadas te diga algo parecido, dile que te deje en paz. No, mejor todavía, no le digas nada, pásame a mí el teléfono. Yo me encargaré de ellos. ¿Estás mejor ahora?

– Sí, supongo que sí.

Habían desaparecido las lágrimas de sus ojos, y, de momento al menos, también su disgusto. Suspirando, Caitlyn se asomó a la ventana y miró hacia el establo.

– Estaba pensando… -miró a su madre de reojo.

– ¿En qué estabas pensando, cariño?

– Me prometiste que me regalarías un caballo el día de mi cumpleaños.

– Sí, es cierto, pero tu cumpleaños no será hasta que llegue la primavera.

– Sí, lo sé, pero antes llegará Navidad.

– Todavía faltan seis meses para entonces -seis meses, la misma cantidad de tiempo que Kyle tenía que pasar en Wyoming.

Madre e hija subieron por la escalera de madera que conducía al dormitorio de Caitlyn, a la misma habitación en la que Sam había pasado sus años de infancia.

Abrió la ventana. Una ligera brisa meció las cortinas, llevando con ella la fragancia del heno y de las rosas del jardín. Los grillos cantaban y su dulce coro solo era interrumpido por los ocasionales gemidos de algún ternero perdido o por los tristes aullidos de los coyotes.

Caitlyn se dejó caer en la cama e intentó disimular un bostezo.

– Te quiero, mamá -musitó contra la almohada. En aquel momento se parecía tanto a Kyle que a Sam le dolió el corazón.

– Yo también -la besó y se levantó, pero antes de que hubiera abandonado la habitación, Caitlyn le pidió:

– Deja la luz encendida.

– ¿Por qué?

– No sé.

– Claro que lo sabes, duermes a oscuras desde que tenías dos años, ¿te ocurre algo? ¿Hay algo que te preocupe, además de las llamadas de Jenny Peterkin?

Caitlyn se mordió el labio, señal inequívoca de que algo la inquietaba. Sam volvió a sentarse en la cama.

– Vamos, cariño, dime lo que te pasa.

– No lo sé -admitió Caitlyn, a punto de hacer un pueblero-. Solo es una sensación.

A Sam se le secó la garganta.

– ¿Una sensación? ¿De qué tipo?

– Como… como de que alguien me está observando.

– ¿Alguien? ¿Quién?

– ¡No lo sé! -respondió Caitlyn, tapándose con la sábana hasta el cuello, como si de pronto hubiera bajado la temperatura en la habitación.

– ¿Has visto a alguien? -oh, Dios, ¿habría alguien acechando a su hija?

– No he visto a nadie, pero… no sé, es como, como cuando sientes que alguien te está mirando fijamente. A veces Zach Bellows me mira de una manera extraña, y aunque está sentado detrás de mí y no puedo verlo, sé que me está mirando. Me da mucho miedo.

– Claro que sí -a Sam le latía el corazón de forma salvaje-. Pero si no has visto a nadie… ¿cuándo has tenido esa sensación?

– Un par de veces en el colegio y otras cuando estaba en una tienda.

– ¿Y había alguien contigo cuando ha ocurrido? ¿Estabas con alguna amiga o con alguna profesora que pueda haberse dado cuenta de quién te estaba mirando? -preguntó Sam, intentando no dejarse llevar por el pánico.

Caitlyn negó con la cabeza.

– Entonces, ¿por qué estás asustada esta noche?

Caitlyn se mordió el labio.

– Es solo que… todo es muy raro.

– Bueno, pues ya está -Sam esbozó una sonrisa, aunque por dentro estaba destrozada-.Vas a dormir conmigo. Y no te preocupes por si alguien está o no vigilándote. Tenemos el mejor perro guardián del mundo y…

– ¿Fang? -Caitlyn soltó una carcajada y la preocupación desapareció de sus ojos.

– Sí, y por la noche siempre cierro las puertas y las ventanas con cerrojo. Además, seguro que todo es cosa de tu imaginación. Vamos.

Llevando la sábana con ella, Caitlyn corrió hacia el dormitorio de su madre, saltó a la cama y se acurrucó bajo las sábanas.

– ¿Podemos ver la televisión?

– Creía que estabas cansada.

– Por favor…

Preguntándose si estaría siendo engatusada por la más joven actriz del planeta, Sam le dio permiso para ver la televisión. Comprobó que las puertas estaban bien cerradas, se aseguró de que Fang estaba en su lugar favorito, al pie de las escaleras, y dirigió una última mirada hacia el rancho de los Fortune. La noche, iluminada por la luna creciente, era serena, en absoluto siniestra. Él único problema que le deparaba el futuro inmediato era Kyle Fortune. Sam subió las escaleras, atenta como siempre al crujido del tercer escalón, pero consciente de que su vida ya nunca volvería a ser la misma.

Kyle sacudió las moscas con la carpeta mientras caminaba por el establo, observando los toneles de grano, las herramientas, los productos veterinarios y las balas de heno. Aunque todavía no eran las nueve de la mañana, ya había estado en el establo, en los tres cobertizos y en el taller. Pretendía comparar las notas y las cifras que había encontrado en los libros de contabilidad del estudio para a continuación pasarlas al ordenador que había encargado por teléfono. Un portátil con módem e impresora. El rancho Fortune por fin iba a abandonar el pasado.

En los establos comenzaba a hacer calor. El olor penetrante de los caballos y el cuero conformaban la esencia que Kyle siempre había asociado con aquel lugar.

Oyó relinchar a Joker en el corral y deseó que Grant se lo llevara cuanto antes. Porque él siempre lo asociaría a su reencuentro con Sam.

Aquel inoportuno pensamiento se apoderó de su cerebro. Sacó las gafas de sol del bolsillo de la camisa y se las puso para salir al exterior.

El caballo volvió a relinchar.

– Tranquilo, tranquilo -lo consoló una voz infantil.

Kyle se paró en seco. Haciendo equilibrios sobre la cerca, había una niña de entre ocho y doce años. Un mechón de pelo rubio escapaba de la cola de caballo en la que llevaba recogido el pelo. El polvo y el barro salpicaban su atuendo, una sencilla camiseta amarilla y unos vaqueros cortados. No podía verle la cara, porque estaba de espaldas a él, concentrada en el caballo.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó Kyle. La niña se sobresaltó de tal manera que estuvo a punto de caerse.

– ¿Quién eres tú? -preguntó Caitlyn, con sus ojos azules brillando de indignación.

– Creo que eso me toca preguntarlo a mí -caminó hasta ella, mirándola con atención, y al instante comprendió que era la hija de Samantha. Tenía la misma inclinación orgullosa de barbilla, los mismos labios llenos y una nariz idéntica.

– Soy Caitlyn -contestó desafiante-. Caitlyn Rawlings.

– Me alegro de conocerte. Yo soy Kyle Fortune -la niña le sostuvo la mirada sin pestañear-. Conozco a tu madre, ¿ella también ha venido?

– No -la niña pareció ligeramente temerosa, como si no confiara en él, o como si supiera que no debería estar allí.

– ¿No? -Kyle se inclinó contra la cerca, observando a aquella niña traviesa tan parecida a su madre-. ¿Pero ella sabe que estás aquí?

Caitlyn se mordió el labio, como si estuviera contemplando la posibilidad de decir una mentira.

– A lo mejor…

– Bueno, ¿lo sabe o no lo sabe?

La niña desvió la mirada.

– Cree que he ido a casa de Tommy. Vive ahí… -señaló hacia el oeste-. Pero he atajado por los campos y…

– Has terminado hablando con Joker.

– Sí. Será mejor que me dé prisa -respondió, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que podría tener problemas. Saltó al suelo, se sacudió el polvo de las manos y preguntó vacilante-: ¿Te apellidas Fortune? ¿Como la señora Kate?

– Era mi abuela, sí.

– Tienes suerte -contestó la niña con una sonrisa.

– Me dejó en herencia este rancho.

– ¿Entonces ahora vives aquí? -sus ojos brillaron como el lago bajo el sol del verano-.Vaya, pues sí que tienes suerte.

– ¿Tú crees? -Kyle miró a su alrededor-. Sí, supongo que sí. En cualquier caso, solo estaré aquí hasta Navidad.

– ¿Y después qué?

– Probablemente venda el rancho.

– Si yo fuera la dueña de este rancho, nunca lo vendería. Mi madre dice que es el mejor rancho del valle.

– ¿De verdad? -una niña interesante, aquella Caitlyn Rawlings. Precoz, inteligente, y sospechaba que también astuta.

– Tengo que largarme. Si no la llamo pronto, mi madre llamará a casa de Tommy -giró sobre los talones y se alejó de allí mientras Kyle la observaba marcharse.

Instintivamente, supo que era una niña que jugaba a cazar saltamontes, a tirar piedras al arroyo y a construir fuertes con balas de heno. Sí, pensó mientras la veía deslizarse entre las alambradas y empezar a correr por los campos. Definitivamente, era la hija de Sam.

– Vaya, vaya, lo que hay que ver -dijo Grant mientras cruzaba la mosquitera y miraba a su hermano, media hora después de que Kyle y Caitlyn se hubieran conocido-. Si no te conociera, pensaría que eres un auténtico vaquero.

– Estupendo -contestó Kyle con inmenso sarcasmo.

– ¿Tienes café?

– Instantáneo.

Grant sonrió de oreja a oreja.

– ¿Qué? ¿No tienes un capuchino, o un café exprés, o cualquiera de esas endiabladas cosas que se beben en la ciudad?

Kyle bufó. No podía discutir con su hermanastro. Él comenzaba la jornada en Minneapolis con cualquiera de las dos bebidas que había mencionado, aunque no iba a admitirlo. Lo que sí tenía que reconocer era que las botas le apretaban un poco y que los vaqueros, recién salidos de una tienda de la localidad, todavía le quedaban un poco ajustados.

– Mira, insúltame si quieres. Solo pienso quedarme aquí hasta que pueda venderlo. Y ya solo me quedan ciento ochenta días para poder hacerlo.

– Muy noble por tu parte -observó Grant.

– ¿Y quién ha dicho nunca que yo sea noble?

– Nadie, créeme.

– Me lo imaginaba -él nunca se había dedicado a perseguir causas nobles, pero tampoco creía que a nadie tuviera que importarle. Por supuesto, admiraba a aquellos que luchaban por algo en lo que creían, pero por su parte, mientras no violara la ley o hiciera demasiado daño a alguien, lo demás no le importaba demasiado. De lo único que se arrepentía, y más profundamente de lo que estaba dispuesto a admitir, era de cómo se había portado con Sam. Al volver a verla, se había dado cuenta de lo cerca que había estado de ella. Pero eso había sido mucho tiempo atrás. Cuando eran niños.

Grant colgó su sombrero detrás de la puerta y se sentó en una silla, frente a la mesa de madera de arce, mientras Kyle servía dos tazas de aquello a lo que en el rancho llamaban café.

– Así que has vuelto a ver a Sam -comentó Grant mientras Kyle le tendía la taza.

– La vi ayer. Estaba trabajando con ese diablo que has heredado.

– Ella es la única capaz de dominarlo.

– ¿Ah sí?

– Sí, Sam se ha convertido en una espléndida amazona.

¿Había una nota de admiración en la voz de su hermanastro? Por alguna razón incomprensible, Kyle sintió el aguijón de los celos.

– Puedo imaginármelo.

Grant bebió un trago de café y arrugó la nariz.

– Parece que nadie se ha tomado la molestia de enseñarte a cocinar.

– Háblame de Sam -se sentó en un banco de madera, apoyando la pierna en una silla cercana.

– Ha sido una auténtica bendición. Cuando Jim enfermó, se ocupó de todo. Trabaja como antes lo hacía su padre. Él le enseñó todo lo que ella sabe sobre los ranchos y, cuando murió, Sam fue capaz de dirigir tanto su rancho como este -hizo girar el café en la taza y frunció el ceño-. Kate confiaba completamente en Sam cuando no estaba por aquí, aunque contrató a un tipo, Red Spencer, como capataz. No era tan duro como Jim, y Sam lo ayudaba en lo que podía. Red se marchó y cayó todo el peso del rancho sobre los hombros de Sam. Kate intentó encontrar a alguien que pudiera sustituirla, pero no había nadie tan honesto y franco como Samantha Rawlings. Después, bueno, Kate murió y Sam se hizo cargo de todo.

– Hablas de ella como si fuera capaz de hacer milagros -en aquella ocasión, Kyle tenía la certeza de que su hermano hablaba de Sam en un tono casi reverencial-. No estarás enamorado de Sam, ¿verdad?

Grant sonrió y se pasó la mano por el pelo.

– ¿Yo? En absoluto, y compadezco al pobre tonto que lo haga. Es cabezota como una mula. A mí me gustan las mujeres con menos carácter.

– Sí, claro -Kyle no estaba del todo convencido y no se molestó en disimularlo. Grant, aunque soltero, no era inmune a las mujeres, y menos a las que eran atractivas e inteligentes, como Sam-. Hoy he conocido a su hija.

– ¿A Caitlyn?

– Mmm. Ha estado aquí hace una media hora. Se parece mucho a su madre.

– Sí. Y tiene el mismo carácter. Esa niña es capaz de ganarse el corazón de cualquiera.

– ¿Igual que Sam?

Grant sonrió divertido.