– ¡Y tú un pésimo amante!

Kyle se quedó boquiabierto y Samantha se mordió la lengua. No era eso lo que pretendía decir, pero ya no podía retractarse. Su breve aventura había sido salvajemente apasionada. Entonces ella era virgen y Kyle solo tenía dieciocho años. Tragó saliva, intentando luchar contra los recuerdos.

– Déjame en paz, Kyle.

– No pienso hacerlo, Samantha.

– Estoy hablando en serio. Ya no soy esa ingenua de diecisiete años que adoraba hasta la tierra que pisabas.

Kyle tensó la barbilla.

– ¿Quieres saber la verdad? ¡Pues te la voy a decir! -diez años de furia contenida se apoderaron entonces de Samantha-. Creía que te amaba, Kyle, pero yo a ti no te importaba absolutamente nada. Supongo que me encontrabas divertida, era una buena opción para pasar un buen rato en el pajar o en el arroyo, pero, desde luego, no una mujer con la que pudieras casarte o a la que pudieras llegar a querer.

– Dios mío -susurró Kyle.

– Seguramente no me habría importado, Kyle. Seguramente habría podido olvidarlo, pero a los tres meses te casaste con otra mujer. Y ni siquiera tuviste el valor de contármelo personalmente. Supongo que yo no significaba nada para ti. Solo era una estúpida chica de pueblo, suficientemente buena para acostarse con ella, pero no para, para…

– ¿Para qué? ¿Para casarme contigo? -se volvió hacia ella-. ¿Era eso lo que querías?

Lo único que Sam quería entonces era que la amara.

– Sí, supongo que eso era lo que quería. Yo creía en el compromiso. La verdad es que fue una suerte para mí que fueras tan voluble, porque podría haber cometido el error más grande de mi vida.

– Si de verdad te importa tanto el compromiso, ¿entonces dónde está el padre de Caitlyn?

– No te atrevas a preguntármelo otra vez -le advirtió-.Y creo que sería mejor mantener a mi hija fuera de esta conversación -sin esperar respuesta, rodeó a Kyle y subió a la cabina de su camioneta.

Con las mejillas encendidas y el pulso latiéndole erráticamente miró a Kyle a través del espejo retrovisor. No se había movido de donde estaba. Permanecía rígido, con las piernas entreabiertas y dejando que el viento azotara su pelo mientras clavaba en ella su mirada.

Sam sentía un intenso dolor en el corazón. Las lágrimas amenazaban con aparecer, pero fue capaz de contenerlas. Apretó las manos sobre el volante mientras maldecía en silencio el día que había conocido a Kyle Fortune y se había dejado seducir por su atractiva sonrisa.

Capítulo 4

– Mujeres -gruñó Kyle, sacudiéndose el polvo de las manos, como si al hacerlo pudiera deshacerse también de Sam.

Pero era inútil. De alguna manera, en menos de veinticuatro horas, Samantha había conseguido invadir su cerebro, metérsele bajo la piel. Y tenía la desagradable sensación de que no iba a poder olvidarse fácilmente de ella. Miró al semental, que a su vez lo estaba observando a él como si fuera una atracción de feria.

– Las mujeres son los seres más fascinantes de la creación, pero también los más irritantes. Sobre todo una que yo conozco -Kyle miró por encima del hombro, pero lo único que vio fue la nube de polvo dejada por la camioneta de Sam.

Samantha se había marchado. Suponía que debería alegrarse, pero le resultaba imposible. Las pullas que le había lanzado le habían dolido.

Se había comportado como un canalla. A los dieciocho años, era un auténtico engreído, un niño rico, un canalla. En Minneapolis, se dedicaba a salir con cuantas jóvenes podía; todas ellas hijas de millonarios. Eran chicas que estudiaban en universidades privadas, conducían Porsches y BMWs, pasaban los veranos en Europa y las vacaciones de invierno en las Bahamas. Chicas de sonrisa perfecta, nariz operada y figura esbelta. Muchas de ellas eran inteligentes, algunas divertidas, e incluso las había que se rebelaban contra su familia. Pero ninguna de ellas era como Sam. Sam había sido como una ráfaga de aire fresco en medio del desierto.

Sam no se parecía a ninguna de las mujeres que Kyle había conocido. Kyle se había fijado en ella por primera vez durante aquel verano, y el hecho de que ella prácticamente lo hubiera ignorado había azuzado su inicial interés por ella.

Así que había intentado lucirse delante de Sam. Con la más atractiva de sus sonrisas, la había observado caminar desde los establos hasta el cobertizo en el que guardaban las herramientas, fijándose en el movimiento de su trasero bajo los vaqueros, que, por cierto, dejaban muy poco a su hiperactivada imaginación.

Sam había agarrado la herramienta que estaba buscando, unas tenazas para el alambre o algo parecido, y mientras regresaba a los establos, había dicho en voz suficientemente alta como para que él pudiera oírla:

– ¿Por qué no haces una fotografía? Eso te durará más.

Aunque había sido un duro golpe para su ego, Kyle había hecho exactamente eso. Había ido a buscar la cámara de Jane y había gastado un carrete tras otro en Samantha Rawlings, una chica que no se dejaba impresionar ni por su Corvette, ni por sus trofeos de tenis, ni por el hecho de que lo hubieran aceptado en la universidad de Cornell ni por absolutamente nada que tuviera que ver con él. Sus ojos, tan verdes como el bosque en la mañana, permanecían fríos; sus labios jamás se curvaban en una sonrisa cuando él hacía algunas de sus bromas. Y cuando se atrevía a tocarla, arqueaba las cejas con altivo desdén. Se negaba a montarse en su coche, fingía no notar que a menudo se quedaba mirándola, y no parecía importarle que saliera con otras chicas del pueblo. Cuanto más lo ignoraba, más intrigado estaba Kyle por ella. Y solo había empezado a comprenderla el día que se había enfrentado con ella en los establos, en donde Sam estaba comprobando si los caballos tenían suficiente agua y comida.

– No te gusto mucho, ¿verdad? -le preguntó.

– La verdad es que no he pensado mucho en ello -estaba de espaldas a él, mientras medía la cantidad de grano que había en uno de los comederos y lo rellenaba con una antigua lata de café.

– Claro que sí.

– Vaya, tienes una gran opinión de ti mismo, ¿verdad? -le dirigió una mirada silenciosa con la que le estaba diciendo que madurara. El establo estaba en sombras, vencidas solamente por los rayos de sol que conseguían atravesar las polvorientas ventanas. Lo único que se oía era el movimiento de los caballos y el rechinar de sus dientes mientras mascaban el grano.

– Solo me gustaría conocerte mejor -¿de verdad le estaban sudando las manos?

– Claro.

– ¿Por qué no me crees?

Sam se volvió hacia él y sacudió la cabeza.

– Porque lo que tú quieres es conocerme a mí y a todas las chicas que viven en Clear Springs -palmeó el hocico de una yegua y abandonó su pesebre. Se acercó a los toneles de grano, llenó la lata y entró en el siguiente pesebre, donde un ansioso alazán dejó escapar un relincho de alegría.

– Simplemente tanteo el terreno.

– Pues yo ni siquiera participo en el juego -cerró la puerta del pesebre y comenzó a hablarle al caballo con dulzura. Mientras servía el grano, acariciaba el lomo del animal.

A Kyle le sublevaba que Samantha Rawlings les prestara más atención a los caballos que a él.

Durante una temporada, nada cambió en ese aspecto. Pero si alguna cualidad tenía Kyle, era la de ser un hombre persistente.

Durante las primeras semanas que había pasado en el rancho, Samantha no quiso darle ni la hora. Su abuela, que pasaba parte del verano en Wyoming, al descubrirlo un día empapado en sudor y bebiendo un refresco de cola mientras miraba a Samantha con los ojos entrecerrados decidió darle un consejo.

– Sam no es como la mayoría de las chicas que conoces, ¿todavía no te has dado cuenta?

Kyle estaba tan concentrado en Samantha que estuvo a punto de morirse del susto y el refresco terminó empapándole la camisa.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó a su abuela, incapaz de detener el rubor que subía por su cuello.

– Que hace falta algo más que un coche reluciente y una sonrisa radiante para llamar su atención. Estuvo saliendo con Tadd Richter, ¿sabes?, un chico que no tiene absolutamente nada. Así que no esperes impresionarla con tu dinero. Para ella lo que cuenta es lo que tienes dentro.

Kyle no la quería creer. ¿Qué podía saber su abuela? Ella era una anciana, y además viuda.

Sin embargo, sus trucos habituales, aquellos con los que solía despertar el interés de otras chicas, no habían conseguido atravesar la coraza que rodeaba el corazón de Samantha.

– Podrías intentar ser tú mismo -le sugirió Kate, con los ojos centelleando como si estuviera descubriendo su más profundo secreto. Le palmeó cariñosamente el hombro, como había hecho desde que Kyle podía recordar.

– ¿Yo mismo? Yo siempre soy yo.

– ¿Estás seguro? -arqueó las cejas con incredulidad-. Piensa en ello, Kyle -le aconsejó, y añadió-: Y no dejes aquí esa botella de refresco porque atraerá a las abejas. Llévala a donde tiene que estar.

Kyle había apretado los dientes, reprimiendo la necesidad de decirle que dejara de meterse en su vida. Pero incluso a los dieciocho años, Kyle sabía que su abuela quería lo mejor para él. Además, su abuela estaba intentando superar la muerte de Den, fallecido de un ataque al corazón. Aquel viaje a Wyoming era el primero que hacía desde que sus hijos, Jake, y el padre de Kyle, Nathaniel, habían ocupado el lugar de su padre en el imperio Fortune. Kate, por supuesto, había estado en todo momento al mando de la compañía supervisando la transición, pero al final había decidido tomarse unas semanas libres. Tiempo suficiente para meterse en su vida, pensaba Kyle.

Ignorando las sugerencias de su abuela, pasó las dos semanas siguientes intentando llamar la atención de Samantha. Pero Samantha continuaba inmune a sus encantos, y cuanto más lo ignoraba, más se obsesionaba con ella.

Por las noches, pasaba horas despierto en la cama, mirando hacia las estrellas y conjurando imágenes de Samantha. Imágenes que siempre lo torturaban. Se preguntaba qué habría bajo aquellos vaqueros viejos, debajo de sus camisetas. Sus pechos no eran demasiado grandes, probablemente serían como la palma de su mano, pero, aun así, él habría dado todo lo que tenía por verlos. ¿Tendría los pezones grandes y oscuros, o pequeños y rosados? En su mente, había visualizado su cuerpo empapado después de un baño en el arroyo, o cubierto en sudor por el calor del deseo, y siempre cálido y acogedor en su interior. Pensaba en abrazarla y besarla, en acariciar sus costillas y alcanzar sus senos, en bajarle la cremallera del pantalón y hundir la mano en el interior de sus bragas para tocar su húmedo calor.

¿Habría hecho todo aquello algún otro chico? Al pensar en ello cerraba los puños con frustración. ¿Lo habría hecho Tadd Richter, ese chico del que se decía que era un matón de mala vida, que vivía en una caravana a las afueras del pueblo? ¿La habría besado él quizá?

Kyle gimió y consideró la posibilidad de acercarse al pueblo para ir a buscar a Shawna Davies. Había salido con ella en un par de ocasiones y sabía que lo único que tenía que hacer era besarla y decirle unas cuantas palabras amables para hacer con ella todo lo que quisiera. El problema era que Shawna no le interesaba. Desde que había puesto los ojos en Samantha Rawlings, ninguna otra mujer le llamaba la atención.

– Soy idiota -dijo, en voz tan alta que su hermano lo oyó.

– Tú lo has dicho -respondió Mike desde la litera de abajo.

– Duérmete.

– Lo estoy intentando.

Diablos, qué desastre. Por primera vez en su vida, solo deseaba a una mujer. Solo había una mujer que lo interesaba. Una mujer a la que no podía tener.

– Menuda forma de babear -bromeó Mike a la tarde siguiente.

Iban cabalgando por Murdock Ridge, contemplando el ganado que pastaba en los campos que rodeaban el rancho. Las vacas espantaban las moscas con el rabo y los terneros retozaban cerca de sus madres.

Pero no era el ganado lo que despertaba la atención de Kyle, al menos desde que había visto a Samantha ayudando a su padre a poner en marcha un viejo tractor. Samantha, sin saber que estaba siendo observada, se inclinaba por debajo del motor, con los vaqueros ciñéndose como una segunda piel a sus piernas.

– No estoy babeando -musitó Kyle, sin apartar la mirada de ella.

– Lo que tú digas -Mike, un año mayor que él y con años luz de experiencia sobre su hermano en cuestión de mujeres, tiró de las riendas-, pero creo que estas enamorado.

– Yo no estoy enamorado…

– Y un infierno. Estás loco por Sam y ella no te hace ningún caso, ¿verdad? -sonrió y lo miró de reojo-. Jamás habría sospechado que vería el día en el que una chica, y sobre todo una chica tan… bueno, tan sencilla y con una lengua tan afilada, pudiera enamorarte. Pero me gusta. Me gusta mucho.