Caminó arriba y abajo. Miró el reloj. Al cabo de un rato, los retortijones de hambre la llevaron de su cuarto a la cocina. Rafael no tenía cocinero porque no se fiaba de la gente ajena a su círculo y generalmente los matones no desarrollaban sus habilidades culinarias, pero sí tenía comida precocinada, así que siempre había algo en la nevera.
Se obligó a caminar despacio, como si no tuviera mucha energía. Los dos hombres sentados en el salón miraron hacia ella. Para su tranquilidad, ninguno de ellos era Orlando Dumas. Sus nombres eran Amado y Héctor y, si es que alguna vez había sabido sus apellidos, ya se le habían olvidado. Estaban bien, eran de los de la media: ni demasiado listos, ni demasiado tontos. Genial. Podría arreglárselas.
– ¿Te encuentras mejor? -preguntó Héctor.
– Un poco. -Se había olvidado de seguir tosiendo, pero su voz todavía estaba un poco ronca-. Voy a calentar un poco de sopa para comer. ¿Queréis? -Lo dudaba, porque veía platos y vasos en la mesita de centro, lo cual indicaba que ya habían comido. Además, Amado tenía en la mano una enorme bolsa de Doritos.
– No, ya hemos comido. Gracias de todos modos.
Héctor tenía bastantes buenos modales, para ser un matón.
Drea fue a la cocina, calentó una taza de sopa en el microondas y se la tomó de pie en el mostrador. Su corazón latía a toda velocidad, sentía cómo el nerviosismo empezaba a correr por sus venas. Miró de nuevo el reloj: las dos de la tarde.
Hora de que comenzara el espectáculo.
Capítulo 7
Después de cerrar la puerta de su habitación, Drea cogió su ordenador portátil e introdujo la contraseña. Había estudiado esto a conciencia, no porque hubiese estado planeando desde el primer momento saquear la cuenta bancaria de Rafael y huir, sino por una especie de «por si acaso».
Si Rafael hubiera jugado limpio con ella, se habría conformado con seguirle la corriente manteniendo el statu quo mientras la quisiera, luego habría cogido sus joyas y se habría marchado. Eso era lo que esperaba que sucediese, y había desempeñado su papel convenciéndolo de que era completamente inofensiva para que él no tuviera que preocuparse por si ella veía o escuchaba algo.
Además, ¿qué pasaría si hubieran matado a Rafael? A las personas como él le pasaban ese tipo de cosas. No veía por qué habría que dejar todo ese dinero en el banco, sus cuentas congeladas, hasta que la policía entrara y se lo llevase todo.
Así que había hecho planes de futuro… su futuro.
La verdad es que no tenía ni idea de dónde o cómo Rafael guardaba los otros libros, los de la gran cantidad de dinero que no había sido blanqueado. No los había buscado, creía que estaba fuera de su alcance en lo que se refería a los riesgos que estaba dispuesta a asumir. Pero la cuenta bancaria que Rafael utilizaba para sus gastos personales, y desde la que hacía transferencias a la cuenta que había dispuesto para ella, bueno, era diferente.
El ático disponía de un módem para conectar los ordenadores; Orlando le había recomendado a Rafael que utilizase ese sistema en lugar del inalámbrico, ya que con el sistema inalámbrico era más fácil que alguien accediese a su información. El número IP del portátil de Drea era diferente al de Rafael, pero desde la salida del módem sólo se mostraba un número IP al otro lado, lo que significaba que si ella accedía a la cuenta bancaria de Rafael, para el banco el acceso procedía del IP correcto.
Conseguir la contraseña de Rafael había supuesto meses de miradas furtivas, observando sus manos y descifrando la secuencia de teclas que pulsaba. Si él hubiese cambiado su contraseña cada cierto tiempo, ella no habría sido capaz de descifrarla pero, como la mayoría de la gente, él no se preocupaba de hacer eso. Su contraseña tampoco era demasiado original: utilizaba el número de su teléfono móvil. Tenía dos teléfonos móviles, uno cifrado que le había conseguido Orlando y otro que utilizaba para sus asuntos ordinarios. Drea no sabía el número del teléfono cifrado, pero a menudo lo llamaba a su teléfono normal. Cuando logró descifrar tres de las teclas, se dio cuenta de cuál era la contraseña.
Entró en la página web del banco e introdujo la contraseña como si fuera Rafael, conteniendo la respiración hasta que la información de la cuenta finalmente apareció en la pantalla. Lo primero que hizo fue entrar en la configuración de su cuenta y cambiar la dirección de correo electrónico para que las notificaciones llegaran a su cuenta y no a la de él. Durante su investigación se enteró de que los bancos enviaban un correo a sus clientes cuando se hacía una transferencia poco habitual de demasiado dinero, y ella no quería que hoy Rafael recibiese ese correo.
Quién sabía cuánto tiempo pasaría antes de que a él -o peor aún, a Orlando- se le ocurriera entrar en su cuenta de correo electrónico. En un primer momento, cuando Rafael se diera cuenta de que ella había desaparecido, registraría su habitación. Él nunca se imaginaría que ella se dejaría toda su ropa, así que creería que le había pasado algo y pondría a sus hombres a buscarla. Por desgracia, eso también significaba que debía dejar su ordenador portátil porque él se daría cuenta inmediatamente de que no estaba. No le importaba; no había ningún archivo que necesitase guardar, ni tenía ninguna foto guardada en él.
Además, quería que Rafael supiera lo que había hecho -después de que ella hubiera tenido tiempo de sobra para escapar, por supuesto-. Quería que supiera que se las había hecho pagar. Cabía la posibilidad de que él no se diera cuenta de que su cuenta bancaria estaba vacía hasta que le devolvieran algún cheque, para lo cual podrían pasar días. Eso en el mejor de los casos, pero podría pasar que la pelota rebotara hacia ella. Sin embargo, no creía que fuera así; tenía intención de escaparse lejos y rápido. Tendría que cambiar de nombre, invertir algún dinero en conseguir un nuevo DNI que entorpeciese por lo menos la primera búsqueda, pero ella lo sabía todo sobre reinventarse a sí misma y la idea no le preocupaba.
Una vez resuelto el problema del correo electrónico, volvió a la información de la cuenta de Rafael y echó el primer vistazo a la última línea. Un súbito regocijo la invadió. Dos millones ciento ochenta y ocho mil cuatrocientos treinta y tres dólares y dos céntimos. Le dejaría los dos céntimos, pensó, porque sólo quería transferir cantidades redondas.
Quizá debería ser lista y quedarse sólo con los dos millones y dejar los ciento ochenta y ocho mil. Así no le devolverían ningún cheque inmediatamente, lo que podría inclinar la balanza a su favor. Por otra parte, como él había dicho, cien mil eran cien mil. Ese era el precio de judas que él le había puesto a ella, así que era evidente que ella valía cien de los grandes. ¿Por qué no iba a aceptarlos?
Dos millones cien mil dólares. Sonaba bien. Tecleó la información de su cuenta, libró todos los obstáculos electrónicos y con sólo pulsar una tecla se hizo millonaria instantáneamente. Esperó un minuto, entró en su propia cuenta y comprobó con satisfacción los bonitos y grandes números. Por si Rafael descubría de alguna manera lo que había hecho, cambió la contraseña para impedir que simplemente transfiriese de nuevo el dinero a su cuenta. Ahora él no podía tener acceso al dinero porque, para el banco, él se lo había dado a ella para que hiciera con él lo que quisiera.
El siguiente paso: transferir esa agradable suma de dinero a un banco diferente. No ahora, sin embargo; era demasiado pronto. Un correo electrónico rutinario informándole de la transferencia era una cosa, pero lo último que ella quería era provocar una llamada telefónica. Esperaría una hora, tal vez menos, antes de la hora de cierre del banco para transferir el dinero a dos cuentas diferentes: parte de él a un banco de Elizabeth, en Nueva Jersey, pero la mayoría lo ingresaría en el pequeño banco independiente de Grissom, Kansas, donde todavía conservaba la primera cuenta que había abierto en su vida. Ese banco, por ley, no podría facilitar a Rafael ningún tipo de información sobre lo que había hecho con el dinero después de ingresarlo en su cuenta.
No podía evitar sonreír. Rafael había insistido en que abriese la cuenta en ese banco para que a él le resultara más sencillo transferirle dinero cuando lo necesitara. Además pretendía que su nombre figurara también en la cuenta, pero no había ido con ella y de algún modo ella «se había olvidado» de esa parte de sus instrucciones, aunque obedientemente había ordenado que le enviasen a él los recibos para que pudiese llevar un control de sus gastos. Se había enfadado, pero no lo suficiente como para hacer algo al respecto porque había asumido que como controlaba cuánto y cuándo depositaba los fondos en su cuenta, también la controlaba a ella. Se había equivocado entonces, y se equivocaba ahora.
Punto por punto, repasó lo que había hecho hasta ahora intentando pensar en cualquier detalle que se le pudiera escapar. Añadió una fina sudadera negra con capucha a su bolsa para tener algo con lo que cubrirse la cabeza hasta que tuviera la oportunidad de cortarse el pelo. Podría llevarse unas tijeras y cortárselo ella misma, pero no quería que nadie se encontrase los largos mechones de pelo en un cubo de basura y sacase conclusiones. Se cortaría el pelo mañana, en una peluquería, donde la gente se cortaba el pelo constantemente y nadie le prestaría atención.
Registró el cargo en su BlackBerry, la lanzó dentro de la bolsa y añadió un objeto final: una billetera vacía. Eso era todo, decidió. Lo que se estaba llevando era lo mínimo, sólo lo que necesitaba ahora. Estaba preparada.
Mierda, no, no lo estaba. Se dio una palmada en la frente mentalmente y fue corriendo hasta el armario para sacar la llave de su caja de seguridad del sitio donde la había guardado, pegada a la parte superior interna de una de sus zapatillas de casa de seda. Sin la llave no podía retirar las joyas que había atesorado en ella, ni los números de ruta bancaria ni los números de cuenta que también estaban en la caja. No se podía creer que hubiera estado a punto de marcharse sin la llave. Estaría indefensa, incapaz de hacer nada, y tendría que continuar adelante sin nada o arriesgarse a volver a por la llave, lo que significaría que Rafael podría descubrir lo que había hecho mientras todavía estaba a su alcance. La idea le hizo estremecerse. Aunque no lo hiciera, querría hacer el amor con ella esa noche, y sabía que no podría soportarlo. No sería capaz de fingir de nuevo, no sería capaz de ocultar lo que pensaba y sentía.
Yendo hacia la puerta, tosió varias veces para ocultar cualquier ruido mientras descorría el cerrojo, y la abrió. Fue hacia la sala y se detuvo en la puerta. Amado y Héctor la miraron.
– Ya me siento un poco mejor -dijo con la voz ronca-. ¿Puedo ir a la biblioteca?
Conocía sus órdenes, pero de todos modos lo planteó como una pregunta. Nunca había dado a los hombres de Rafael ninguna pista, actuando de la manera más sumisa y afable posible, y no quería cambiar su forma de actuar ahora.
– Cogeré el coche -dijo Amado con actitud resignada mientras se ponía en pie. Él y Héctor ya debían de haber estado discutiendo sobre esa posibilidad, y Amado debía de haber sacado el palito más corto. Héctor tendría que quedarse en el ático viendo los deportes, mientras el pobre Amado tendría que encontrar una plaza de aparcamiento cercana, quedarse en el coche y esperar su llamada.
– Me voy a cambiar de ropa y estaré abajo en un momento -prometió Drea. Sabía que no la creían, porque normalmente a ella le llevaba una eternidad arreglarse, pero hoy se arregló con una velocidad y un interés que hasta ahora nunca había mostrado. Se puso unos pantalones de seda color crema con una blusa sin mangas a juego, luego se puso una chaqueta de seda corta de color rosa fucsia. Ahora era tan reconocible y tan identificable que Amado no la reconocería cuando se cambiase de ropa, aunque pasara por delante de sus narices. Estaría buscando la chaqueta rosa y su mata de pelo rizado.
Deslizó las asas del bolso en su hombro, miró por última vez la habitación, diciendo adiós a Drea Rousseau. La representación había cumplido su función, aunque ya era hora.
– Adiós, Héctor -dijo mientras salía de su habitación y se dirigía hacia la puerta-. Nos vemos luego.
Él le dijo adiós con la mano como respuesta, sin dejar de mirar la televisión. Drea salió y se metió en el ascensor. Estaba sola. Cuando pulsó el botón de bajada y éste empezó a moverse, una sensación de ligereza y alivio empezó a invadirla, como si las cadenas estuvieran desapareciendo. Pronto, susurró su subconsciente. Pronto -dentro de sólo unos minutos- sería libre. Volvería a ser ella misma. Unos cuantos minutos más de fingimiento con Amado, y podría cerrar ese episodio de su vida.
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