Cuando salió al vestíbulo, dedicó su habitual amistosa y vacua sonrisa al portero. Amado se subió al bordillo mientras ella salía a la acera. Pareció sorprenderse ligeramente de verla aparecer tan pronto, pero saltó fuera del coche y abrió la puerta trasera del Lincoln Town Car negro para que ella entrase. Había miles de coches exactamente iguales a ése en Nueva York; todos los servicios de chóferes lo usaban. Rafael los usaba como coches personales porque se mezclaban con los otros, facilitándole despistar a cualquiera que lo siguiese.
Mientras Drea se subía al coche le pareció ver al asesino y el pánico congeló su corazón, su sangre. Tropezó y estuvo a punto de caerse, mientras sus pies se negaban a moverse. Amado la sujetó por el brazo.
– ¿Estás bien?
Miró alrededor buscando lo que la había alarmado, lo que le había hecho pensar en él. Él no estaba allí. No lo había visto. Miles de personas marchaban arriba y abajo por las aceras, pero él no era ninguna de ellas. No veía a nadie con esa ágil forma de moverse, o con esa particular manera de colocar la cabeza. Cerró los ojos, tomando aliento profundamente mientras intentaba calmar las aceleradas palpitaciones de su corazón.
Se apoyó en Amado durante un instante.
– Me he torcido un poco el tobillo -dijo con un tono ligeramente indefenso-. Lo siento.
– ¿Te has hecho un esguince?
– No creo. No parece importante. -Giró su tobillo derecho con cautela-. Estoy bien.
Mientras se subía al coche echó otro rápido vistazo alrededor. Nada. Había muchos hombres con el pelo oscuro, pero ninguno como él. Una breve visión de algo, de alguien, le había hecho acordarse de él, pero eso era todo. Él no estaba allí. Si él estuviera allí, ella se habría dado cuenta.
Drea alejó sus pensamientos del asesino. No podía permitirse distraerse o cometería errores, alguno de los cuales podía ser fatal. Tenía que concentrarse, y tenía que moverse con rapidez.
Cuando Amado subió a la acera delante de la biblioteca, ya se había vuelto a centrar.
– Estaré más o menos una hora, supongo -dijo distraídamente mientras él la ayudaba a bajarse.
– Tómate tu tiempo. Llámame cuando quieras irte.
Intuía por su tono de resignación que esperaba que ella tardara mucho más de una hora. La Drea que él conocía, que todos conocían, no tenía mucho sentido del tiempo y normalmente llegaba tarde. Si pensaba que algo llevaría «sólo unos minutos», siempre le llevaría por lo menos una hora, fuera lo que fuera.
– ¿Me das tu número? -preguntó-. Creo que tengo un bolígrafo…
Dejó que su voz se fuera apagando mientras empezaba a revolver en el bolso.
– Déjame tu teléfono -dijo él mientras un par de conductores furiosos tocaban el claxon.
Ella sacó la BlackBerry de su pequeña funda y se la dio. Él tenía mucha paciencia; ni siquiera suspiró mientras guardaba con rapidez su número en el aparato.
– Sabes cómo usar la lista de contactos, ¿no? -le preguntó, sólo para asegurarse.
– Rafael me enseñó -dijo ella, asintiendo con la cabeza y elevando la mirada hacia el cielo mentalmente.
La cacofonía de las bocinas se estaba haciendo más insistente.
– Tómate tu tiempo -dijo Amado mientras volvía al asiento del conductor.
A pesar de que los conductores estaban cada vez más impacientes, todavía esperó hasta que ella cruzó hacia las escaleras y comenzó a subirlas. Cojeó un poco, sólo lo justo para que él se diese cuenta. Los detalles eran importantes. No sólo buscaría su chaqueta rosa fucsia, sino también aquella delatadora leve cojera.
Una vez dentro, se fue directamente hacia el baño de señoras. Se encerró en una cabina, se cambió rápidamente de ropa y de zapatos y guardó sus cosas en la bolsa para deshacerse de ellas más tarde. Cambió de billetera, sacando el carné de conducir y las monedas de la cartera de Gucci que Rafael le había regalado y metiéndolo en la cartera sin marca que se había comprado en Macy's. Dejó las tarjetas de crédito en la de marca. No sólo porque usar las tarjetas sería un suicidio, sino porque si alguien poco menos que honrado encontraba su cartera y usaba sus tarjetas, enturbiaría su rastro mucho más.
Sin embargo no podía dejarla fuera al aire libre; eso sería demasiado fácil, demasiado obvio. Metió la cartera en la bolsa, tiró de la cisterna como si hubiese utilizado el inodoro y salió de la cabina.
Otras dos mujeres estaban en la hilera de lavabos. Drea se entretuvo lavándose las manos, retocándose los labios y acicalándose en general hasta que se marcharon. Rápidamente, se humedeció las manos y empezó a mojarse el pelo, el agua oscurecía el color y alisaba sus rizos. Cuando su pelo hubo estado lo suficientemente húmedo, se lo peinó hacia atrás, pegándolo a la cabeza, y lo enroscó en un tirante moño que sujetó de cualquier modo con un lápiz. El moño no tenía que durar mucho, sólo lo suficiente.
Sólo una cosa más. Humedeció una toallita de papel y se quitó todo el maquillaje que pudo. Después, salió del baño con su paso normal, sólo era una neoyorquina más, apresurada y concentrada. Nadie se fijó en ella.
Se dirigió a grandes zancadas hacía la salida. Sacó la cartera de marca del bolso, la sujetó pegada a su cuerpo y se paró al lado de una papelera. Lo más disimuladamente que pudo la dejó caer, y usó los dedos de sus pies para esconderla bajo la papelera donde casi no se podía ver. Alguien la encontraría, y rápido. Cualquier persona honrada la devolvería al personal de la biblioteca; cualquiera que no lo fuera cogería las tarjetas de crédito y se daría un atracón de compras. Las dos cosas le venían bien, aunque la segunda sería más engorrosa para Rafael.
Caminó rápidamente un par de manzanas, paró un taxi y dijo la dirección al conductor. Una ruta directa habría sido más rápida, pero también haría que fuese más fácil seguirla. Cuando salió de ese taxi, caminó un par de manzanas más y cogió otro. Cambió de taxi todavía una tercera vez antes de llegar a su destino final en Elizabeth, Nueva Jersey.
El tiempo se estaba agotando, el sol de la tarde estaba cada vez más bajo. Drea entró en el banco y solicitó el acceso a su caja de seguridad. Firmó, sacó la llave del bolso y una mujer delgada de origen asiático la guió hasta la pequeña sala cubierta desde el suelo hasta el techo con cajas.
La caja de Drea era pequeña, y estaba cerca del suelo. Tuvo que agacharse para introducir la llave. La joven cajera introdujo la llave del banco, giró las dos y abrió la puerta. Drea murmuró unas palabras de agradecimiento y la joven mujer sonrió mientras se iba, dejándola a solas.
Sólo le llevó un minuto coger lo que necesitaba. Sacó su ropa de la bolsa, después sacó de la caja de seguridad la bolsa de terciopelo con las joyas y la metió en el bolso. El único objeto que había además en la caja era un sobre de papel manila que contenía los papeles de sus cuentas. También lo metió en el bolso. Después rellenó la caja de seguridad con la ropa que se había quitado, volvió a cerrarla, y guardó la llave en su bolsa.
Salió del banco sin mirar ni a derecha ni a izquierda, apresurándose a desaparecer. Una vez en la acera, cogió otro taxi y pidió al conductor que la llevara a un motel decente. Él le respondió con un gruñido. Durante el trayecto, Drea cogió su BlackBerry y la información de su cuenta, y se puso manos a la obra.
Cinco minutos después, estaba hecho. Dos millones de dólares habían sido transferidos electrónicamente a su cuenta de Grissom, Kansas, y cien mil dólares a su pequeña cuenta del banco del que acababa de salir. Era demasiado tarde para que actualizaran su saldo ese mismo día, pero estaría listo a primera hora del siguiente. Esperaría hasta después de haber utilizado la BlackBerry para confirmar que las transacciones habían sido efectuadas antes de deshacerse de la PDA. Suspiró; echaría de menos ese pequeño trasto.
Apagó la BlackBerry y suspiró de nuevo mientras se acomodaba otra vez en su sitio. Ya estaba hecho. Se había movido con rapidez, y estaba tan cansada como si hubiese corrido una maratón. Con suerte, en ese momento Amado estaría empezando a preocuparse y a impacientarse. No la había llamado, así que estaba claro que todavía no había ido a buscarla. Pero pronto lo haría. Cuando ella no respondiera al teléfono, iría a buscarla, imaginándose que tal vez había algún sistema en la biblioteca para bloquear las llamadas telefónicas, igual que sucedía en los casinos.
Cuando no la encontrara en la biblioteca, empezaría a preocuparse. Como pensaba que estaba enferma, pediría al personal de la biblioteca que registrara todos los lavabos. Después de que eso tampoco diera resultado, llamaría a Rafael.
Teniendo en cuenta que Rafael era desconfiado por naturaleza, lo primero que haría sería decirle a Héctor que revisara su habitación para ver si se había llevado sus cosas. Sólo cuando Héctor le informase de que su maquillaje todavía estaba en el baño, su ordenador todavía allí, su televisor aún encendido y que no se había llevado ningún equipaje con ella, Rafael empezaría a pensar que podría haberle sucedido algo y ordenaría a sus hombres que empezaran a buscarla. Se centrarían en los alrededores de la biblioteca. Si algún alma cándida había encontrado su cartera tirada y la había entregado al personal de la biblioteca, tal vez incluso llamase a la policía.
Eso sí que era divertido: Rafael Salinas, pidiendo ayuda a la policía. Pagaría por verlo.
Llamaría a los hoteles de la zona para ver si se había registrado. Teniendo en cuenta la estima en que tenía su capacidad cerebral, esperaría que ella hiciese algo obvio, lo cual era un importante punto a su favor.
No estaba tan lejos en términos de distancia real, pero estaba en un estado diferente y a Rafael no se le ocurriría ni en un millón de años que se hubiera ido a Elizabeth, en Nueva Jersey. Ni siquiera se esperaría que hubiese salido de Manhattan.
Más tarde, cuando descubriera que le había quitado todo lo que había podido, se centraría en su pueblo natal. Sabía que haría que la investigaran, que se enteraría de su nombre real y todo lo demás, pero eso no importaba porque ella no pensaba volver a su pueblo. No tenía intención de volver a ese lugar nunca más. Pensó que algunos de sus primos todavía vivían allí, pero ella no tenía contacto con ellos desde que se había ido y no tenía ninguna razón ni siquiera para mantener el contacto con ellos.
Jimbo, su hermano mayor, se había ido antes que ella y nunca había vuelto a saber nada de él. De todos modos, ya era hora. No era más que un perdedor. Sus padres estaban divorciados y, en cierto modo, ellos también se habían ido distanciando, centrándose en sus propias vidas y sin preocuparse demasiado de sus dos retoños. Drea también había perdido el contacto con ellos de forma deliberada. Sólo se tenía a sí misma, que era lo que ella quería.
El taxi la dejó en un motel que, al menos, parecía limpio. Eso era lo mejor que se podía decir de él. Para sólo una noche, se imaginó que podría soportar un sitio mucho peor que ése.
Se registró con un nombre falso, y pagó en efectivo. La aburrida recepcionista recitó una serie de normas e instrucciones, y le dio una llave. Estaba en el segundo piso. No le molestó porque no llevaba equipaje que tuviera que andar subiendo y bajando.
La alfombra de la habitación estaba sucia y gastada, los muebles estaban desvencijados, pero por lo menos la habitación no olía mal. Drea ignoró su alrededor y buscó una guía telefónica. Cuando finalmente la encontró -sujeta con una cadena- la abrió por las páginas amarillas, buscó una peluquería cercana al banco y empezó a llamar. Llamó cuatro veces antes de encontrar una que pudiese darle cita a las diez de la mañana.
Perfecto. Cuando abriera el banco por la mañana, iría a retirar sus cien mil dólares y después iría directamente a la peluquería para cortarse y teñirse el pelo. Entonces estaría lista para irse. Se compraría un coche de segunda mano, pagaría en metálico y se dirigiría hacia el Oeste.
Era libre.
Capítulo 8
Rafael intentó parecer sólo enfadado; no quería que ninguno de sus hombres pensara que en realidad Drea era importante para él. El enfado, sin embargo, era la parte menos importante de lo que estaba sintiendo. Lo que más sentía era miedo, un miedo que le desgarraba las entrañas y que no podía controlar. Hasta que Amado le enseñó la cartera de Drea, que algún niño había encontrado bajo una papelera fuera de la biblioteca, adonde la había devuelto -pequeño hijo de puta honrado- Rafael pensaba que tal vez Drea intentaba darle una lección. Pero ahora ya no se podía consolar con esa teoría, qué pasaba con la prueba de su cartera, que no tenía ni dinero en efectivo ni su DNI, aunque todas las tarjetas de crédito estaban todavía dentro.
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