¿Habría ido algo mal? Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Legalmente, no había manera de que Rafael hubiese impedido la transferencia, pero ilegalmente… Sí, ponerle una pistola en la cabeza al director del banco. Y quizá Rafael habría sido capaz de hacerlo si hubiera descubierto al momento lo que ella había hecho.

Normalmente, él no extendía cheques para pagar sus compras; usaba la tarjeta de crédito. De hecho, normalmente no extendía ningún cheque, ni siquiera para pagar facturas. Orlando le había recomendado que no tuviera tarjeta de débito, ya que alguien podía conseguir la clave y desplumarlo, así que Rafael pagaba las facturas a la antigua usanza, aunque en realidad no lo hacía él mismo. Su contable, el legal, lo hacía por él.

No, estaba casi segura de que Rafael no podía haberse enterado de nada.

Diez minutos después, lo intentó de nuevo. Esta vez, su cuenta reflejaba la transferencia de cien mil dólares.

Sin fuerzas por el alivio que sintió, Drea se volvió a tirar sobre la cama, apretando la BlackBerry contra su pecho. Miró de nuevo la cantidad, y empezó a reírse. Allí estaba, y era todo suyo, hasta el último penique.

E iba a llegar tarde a su cita en la peluquería si no se daba prisa. Saltó de la cama, llamó un taxi y dejó la llave de la habitación junto con un par de dólares en la mesilla de noche antes de salir a esperar al taxi.

Las cosas iban rodadas hasta que llegó al banco y se dispuso a cancelar su cuenta. Después de facilitarles su identificación y la información necesaria para el papeleo, pidió que le dieran los cien mil dólares en metálico. La gerente de cuentas, una mujer de mediana edad con el pelo color vino, dejó de hacer lo que estaba haciendo y se quedó mirando a Drea por encima del mostrador.

– No sé si será posible, al menos no la cantidad total -dijo disculpándose-. Normalmente, damos a los clientes un cheque de caja cuando cancelan sus cuentas. Obviamente, no tenemos disponible una gran reserva de dinero en efectivo. Si nos hubiera avisado podríamos haber tenido esos fondos adicionales a mano, pero… déjeme hablar con el director del banco. Veré lo que puedo hacer.

Drea se calló la punzante observación que había estado a punto de hacer. ¿Un banco que no tenía mucho dinero a mano? ¿Qué mierda de banco no tenía efectivo? Contrariar a la mujer no ayudaría, sin embargo, a evitar que se fuera sin ningún dinero en efectivo, así que en lugar de ello dijo:

– Lo siento. Todo ha sido tan rápido… no me había parado a pensar en eso.

No especificó qué era lo que había pasado tan rápidamente, pero su disculpa pareció funcionar porque la mujer dijo:

– Tal vez podamos hacer algo. Ahora mismo vuelvo.

Mientras la mujer desaparecía en otra oficina, Drea se puso a pensar concienzudamente. ¿Qué demonios iba a hacer ella con un cheque de caja de cien mil dólares? Todo lo que podía hacer con él era abrir otra cuenta. Necesitaba dinero en efectivo, dinero en efectivo no rastreable.

Echó un vistazo a su reloj, se le estaba haciendo tarde si quería acudir a la cita de la peluquería. Podía saltarse la cita, cortarse el pelo más tarde por el camino, pero quería cambiar de aspecto antes de comprar un coche. Tal vez si le daba un poco de tiempo al banco y volvía después de la cita en la peluquería podrían conseguir más efectivo, pero eso implicaría que la gerente de cuentas se diera cuenta de que había cambiado de corte de pelo, lo que facilitaría a Rafael la tarea de localizarla.

No estaba funcionando. Tenía que rehacer su plan. Está bien, le daría al banco más tiempo para reunir el dinero en efectivo, quizá hasta un día más… Dios, ¿a qué se arriesgaría si se quedaba en Elizabeth un día más?

Decidió que era un riesgo inaceptable. Necesitaba marcharse ese mismo día. Aunque no le quedaba mucho dinero en efectivo, así que tendría que conseguir algo de dinero inmediatamente. No necesitaba que le dieran los cien mil en efectivo; con veinte mil bastaría, y que le dieran el resto en un cheque de caja. Por diez mil podría comprarse un coche lo suficientemente en buen estado como para llegar a Kansas, los otros diez mil serían más que suficientes para pagar el alojamiento y la comida. ¿Cuánto tiempo le llevaría llegar a Kansas? ¿Dos días? ¿Tres? Tendría dinero más que suficiente para gastar.

La gerente de cuentas salió de la oficina con las cejas fruncidas, en un gesto que indicaba a Drea que no había ninguna posibilidad de que le diesen todo el dinero en efectivo.

– Lo siento -empezó, pero Drea sacudió la cabeza.

– No pasa nada. ¿Qué tal si me dan veinte mil en efectivo, o incluso cincuenta mil y el resto en un cheque de caja? Eso sería más que suficiente. No sé en qué estaba pensando; la verdad es que no quiero viajar con tanto dinero en efectivo.

La expresión de la mujer se suavizó.

– Me consta que podemos darle quince mil en efectivo, pero déjeme comprobar lo de los veinte…

Se le estaba haciendo demasiado tarde.

– Ya le he robado demasiado tiempo -dijo Drea-. Quince sería perfecto.

– ¿Está segura? No me llevaría ni un minuto comprobarlo…

– Gracias, pero no es necesario que se moleste.

Finalmente, tenía sus quince mil en efectivo, ciento cincuenta billetes de cien dólares, y un cheque de caja por valor de la cantidad restante. El dinero en efectivo abultaba muchísimo, lo que la hizo alegrarse de no haber podido obtener la cantidad total. Tendría que haber comprado una pequeña maleta sólo para guardar el dinero, y eso habría llamado demasiado la atención. Por lo menos los quince mil dólares le cabían en el bolso.

Firmó un par de recibos y finalmente terminaron las transacciones. «Muchas gracias», dijo, después miró su reloj y salió apresuradamente del banco.

Llegó casi veinte minutos tarde a la peluquería. El estilista estaba de un humor pésimo por el retraso, pero se animó cuando ella señaló su masa de largos tirabuzones y dijo:

– Córtemelo. Y quiero que quede más liso y oscuro.

Como a la mayoría de los estilistas, le encantaba cortar melenas y hacer cambios radicales.

Una hora y media más tarde, salió de la peluquería morena y con un corte de pelo enmarañado que quedaba un poco de punta en la parte de arriba. Parecía lista como el demonio, y le encantaba. Su rostro parecía diferente, más fuerte, la estructura ósea más evidente, una mujer que no estaría dispuesta a aguantar las gilipolleces de nadie.

Tendría que pensar en un nuevo nombre, un nombre que encajara con su nuevo yo. En algún lugar, durante el camino, tendría que conseguir un nuevo carné de conducir, pero ya se preocuparía de ello más tarde. Ahora, necesitaba ruedas.

Un poco más de cinco horas después, estaba entrando en Pensilvania de camino hacia el oeste. Su coche era un Camry granate, no tenía muy buena pinta porque los cromados estaban un poco oxidados y tenía una serie de abolladuras y golpes en los parachoques, pero los neumáticos eran buenos y el motor iba bien.

Pronto, pensó, estaría conduciendo un Cadillac. O tal vez un Mercedes. Al cabo de un par de días estaría en Kansas y, desde allí, nadie podía saberlo. Podría elegir el lugar que quisiera, y Rafael Salinas podría irse a la mierda.

Capítulo 9

Rafael estuvo a punto de no coger el teléfono cuando vio que la llamada era de su banco. Había permanecido despierto toda la noche estimulado por el café y la ansiedad, pero las horas pasaban una detrás de otra sin noticias de los secuestradores de Drea. Había perdido la pequeña esperanza que albergaba, que nunca había sido mucha, de poder rescatarla o intercambiarla de alguna manera.

– Salinas -dijo secamente-. ¿Qué quiere?

– Sr. Salinas, soy Manuel Flores, de…

– Sí, ya sé quién es, he visto la llamada entrante.

Sólo quería que el tipo fuera directo al grano y que colgara de una vez. Ese día no estaba de humor para tratar con peseteros, no cuando sabía que Drea probablemente estaba muerta en algún lugar y ni siquiera podía expresar su tristeza delante de sus hombres sin parecer un blando.

– Ehh… sí, vale. El banco le envió ayer un correo electrónico para certificar la transferencia que realizó, pero yo quería saber si…

– ¿Transferencia?

Rafael estaba agotado, pero no tan agotado como para que eso no le llamara la atención. Se irguió y chasqueó los dedos hacia Orlando, señalando el teléfono y luego su habitación.

– ¿Qué transferencia?

Orlando entró a grandes zancadas en la habitación y un segundo después se oyó un clic mientras cogía el teléfono.

– Ehh… la transferencia de su cuenta a la cuenta de la Srta. Butts. La… La cuenta que fue abierta a nombre de Drea Rousseau.

– Sí, sí.

Como si él no supiera el verdadero apellido de Drea. A él no le importaba que ella usara Rousseau como apellido en lugar de Butts. ¿Demonios, cómo iba a importarle? Jamás habría querido presentarla como Drea Butts.

– Yo no hice ninguna transferencia ayer.

La voz de Flores adquirió un tono de clara preocupación.

– Ayer por la tarde se efectuó la transferencia de una considerable suma de dinero, y aunque en el momento de la verificación certificamos que procedía de su dirección IP, con su contraseña, al tratarse de una cantidad fuera de lo normal se le envió una notificación por correo electrónico para informarle de dicha transacción. Por eso esta mañana, cuando observé que todos los fondos habían sido transferidos a la cuenta de la Srta. Butts ayer a última hora de la tarde, me pareció oportuno llamarlo por teléfono…

– ¡Ayer yo no transferí nada a su cuenta! -gritó Rafael poniéndose en pie y dirigiéndose hacia su habitación, donde Orlando ya estaba sentado delante del ordenador portátil de Rafael, comprobando su cuenta de correo electrónico. Con todo lo sucedido ayer, Rafael no se había preocupado por mierdas como ésa.

Orlando comprobó rápidamente todos los mensajes, a continuación levantó la vista hacia Rafael y negó con la cabeza.

– Aquí no hay ningún mensaje del banco -dijo.

– No tengo ningún correo electrónico -dijo bruscamente Rafael-. Si lo tuviese les habría llamado, porque ayer yo no hice ninguna transferencia. ¿De cuánto estamos hablando?

– Ehh… de dos millones cien mil dólares.

Rafael tuvo la sensación de que la cabeza le iba a explotar.

– ¿Qué?

¿Qué demonios estaba pasando? ¿Habrían obligado los secuestradores a Drea a darles el dinero a través de su cuenta? Pero ¿quién diablos lo había transferido primero de su cuenta a la de ella? Drea no sabía su contraseña, y él no la había escrito en ningún sitio donde ella la pudiera haber visto, y aun así ella no se habría dado cuenta de que se trataba de algo más que de su número de teléfono, de todos modos.

– Ehh…

– Como vuelva a decir «ehh» una vez más, me meto por el teléfono y le rajo ese maldito cuello -dijo Rafael atropelladamente-. Yo no hice ninguna transferencia ayer y tengo la maldita certeza de que no transferí ningún millón de dólares y no tengo ningún maldito correo electrónico. ¡Así que devuelvan el dinero a mi cuenta!

– N-no puedo -tartamudeó Flores. Rafael casi pudo oír el «ehh» que él había ahogado-. La transferencia se hizo desde su dirección IP utilizando su contraseña y, de todas formas, como ya le he dicho, todo el dinero fue retirado ayer a última hora de la tarde. Nuestro banco ya no tiene el control de esos fondos.

– Alguien me ha robado, así que me importa una mierda lo que el banco controle o deje de controlar. Ustedes permitieron que se llevasen mi dinero, así que por supuesto que podrán devolverlo.

– No es posible, Sr. Salinas. Legalmente, el banco tiene las manos atadas…

– ¡No hay ninguna maldita forma de que la transferencia se haya hecho desde mi ordenador porque yo no la hice, así que no me hable de legalidades!

Orlando tenía una mirada muy peculiar en su rostro. De repente, se levantó y salió de la habitación, dejando a Rafael gritando al teléfono. En menos de un minuto estuvo de vuelta con el ordenador de Drea. Lo puso al lado del de Rafael en la mesa, lo desconectó y conectó el de Drea. Entonces abrió su programa de correo electrónico y empezó a buscar. Tenía alrededor de veinte mensajes, la mayoría de ellos propaganda de varias tiendas donde había hecho alguna compra online, así que revisarlos no le llevó mucho tiempo. Orlando se detuvo y señaló la pantalla.

– Espere un momento -dijo Rafael por el teléfono, inclinándose para ver lo que Orlando le estaba señalando. Orlando abrió el mensaje y, ahí estaba, el correo que el banco había enviado. ¿Qué estaba haciendo su correo electrónico en el ordenador de Drea?

– Hemos encontrado su e-mail -gruñó-. No me llegó a mí, le llegó a mi novia. Ni siquiera fueron capaces de hacer eso bien, así que…