– Le aseguro, Sr. Salinas, que el correo electrónico fue enviado a la dirección especificada en su información de cuenta.
– Yo mismo la configuré, y estoy absolutamente seguro de que no usé la dirección de correo electrónico de mi novia, usé la mía.
– Sin embargo, ésa es la dirección que figura en estos momentos en nuestros archivos y cualquier cambio realizado se ha hecho con su contraseña, así que tenemos que asumir que sabía lo que quería hacer.
– Le estoy diciendo que yo no lo hice…
Rafael se calló, respirando con dificultad, como si empezara a caer en la cuenta de una horrible posibilidad. A pesar de la repentina sensación en su garganta, su cerebro automáticamente rechazó la idea. No era posible. Drea sabía utilizar el ordenador lo suficiente como para hacer pedidos por Internet, pero eso era todo; y aún así, Orlando había tenido que guiarla a través del proceso varias veces antes de que pillara que todo lo que tenía que hacer era seguir las instrucciones que ponían en la pantalla. Le había costado aprender que lo que hacía en una página era lo que tenía que hacer en todas.
Rafael recordó cómo decía indefensa: «¡Pero no tiene sentido!». ¿Se suponía que tenía que creerse que esa misma mujer había conseguido su contraseña, había entrado en su cuenta bancaria, había transferido casi todo su dinero en efectivo a su cuenta y que rápidamente lo había movido a Dios sabe dónde? La Drea que él conocía no sólo no habría sido capaz de hacer eso, sino que nunca se le habría ocurrido.
Su actitud hacia el dinero era casi como la de una niña. Nunca le había pedido ni un penique. Ella creía que si tenía tarjetas o una chequera, ya tenía dinero. Si él no controlara su cuenta, ella tendría descubiertos continuamente porque nunca prestaba atención a su saldo.
Aceptar que cabía la posibilidad de que ella hubiera hecho esto era aceptar que lo había estado engañando, que había estado engañando a todo el mundo durante dos años. Su ego rechazó violentamente la idea, porque él no era ningún ingenuo, él era Rafael Salinas y todo aquel que había intentado robarle alguna vez había muerto arrepintiéndose de ello. Él no confiaba en nadie. Había hecho que investigaran a Drea, que la siguieran, y él la había controlado. Ni una sola vez había dicho o hecho nada que le hubiera hecho pensar que era una persona diferente a lo que aparentaba ser, o sea, dulce y boba.
– Hablaremos más tarde -dijo abruptamente a Flores, y colgó el teléfono.
Miró fijamente a Orlando, que estaba mirándolo fijamente a él.
– Dime cómo puede haber sucedido esto. Dime cómo alguien pudo haber entrado en mi cuenta bancaria y haberme robado dos malditos millones de dólares.
– Ha tenido que ser desde aquí -dijo Orlando.
Pulsó la tecla de las últimas acciones realizadas y allí estaba, mostrando claramente que alguien, por medio del ordenador de Drea, había accedido a la página web del banco.
– Para el que lo recibe, tanto tu ordenador como el de Drea tienen la misma dirección IP porque van a través del mismo router. Si ella sabía tu contraseña, para el banco eras tú el que estaba haciendo la transferencia.
– Yo no le dije la contraseña -dijo bruscamente Rafael-. Ni tampoco la escribí en ningún sitio.
Ni siquiera Orlando sabía cuál era su contraseña.
– Pues de alguna manera la consiguió. -Orlando mantuvo su expresión vacía mientras señalaba lo obvio-. Si accediste alguna vez a la cuenta con ella delante, pudo haber prestado la suficiente atención para descifrar la secuencia de teclas.
– Estamos hablando de Drea. Apenas podía descifrar cómo abrir el grifo de la ducha.
Vale, estaba exagerando; pero aún así seguían sin estar hablando de una mente privilegiada.
– Tal cantidad de dinero es una poderosa motivación, y la prueba está aquí mismo. -Orlando dio un golpecito a la pantalla del ordenador-. No creo que nadie la haya secuestrado, yo creo que cogió el dinero y huyó.
Rafael permaneció allí de pie, la ira y la humillación lo estaban consumiendo por dentro. Se había permitido cuidar de ella, y la muy puta lo había tomado por un idiota. Nunca debería haberse permitido bajar la guardia, no debería haberse permitido ni por un segundo pensar que a ella le importaba. Tenía que ser la mejor actriz del mundo para haber estado actuando durante dos años sin haber cometido ni un solo error, para derramar todas esas lágrimas dos días antes. Y él había caído por eso; eso era lo que lo corroía como si fuera ácido. Se lo había tragado todo, se había engañado a sí mismo creyendo que ella lo amaba de verdad, joder, creyendo incluso que él estaba enamorado de ella.
Pagaría por ello. No importaba lo que le costara, ella se las pagaría.
– No llegará muy lejos -dijo rotundamente.
Le gustaría agarrarla con sus propias manos, pero había aprendido a poner cierta distancia entre él y el acto final de manera que, incluso aunque él lo hubiese ordenado, cupiera la posibilidad de negarlo. Podía evitar matarla él mismo, siempre y cuando le demostraran que estaba muerta. Lamentaría no darse el gusto de hacer justicia él mismo, pero la venganza podía proporcionarle un placer similar, y él sabía exactamente cómo lo iba a conseguir.
El asesino esperó tres días después de haber recibido la última citación de Salinas antes de contactar con él. No estaba haciendo nada más, pero le apetecía pasar unos días sin hacer nada y era un trabajador independiente, no uno de los empleados de ese cabrón. Lo que fuera que quisiera Salinas, podía esperar.
No se fiaba de la citación; había pasado demasiado poco tiempo desde la tarde que había pasado con Drea. Tal vez Salinas había cambiado de opinión sobre la oferta y se había sentido, de forma retrospectiva, como si le hubieran asestado un golpe a su machismo. Le habían asestado algo más que un golpe, pero el asesino no creía que Salinas ya se lo hubiera imaginado. Drea era demasiado buena en todo lo que hacía; habría mantenido en secreto todo el placer que había obtenido a raíz del trato.
Así que esperó y observó. Sentía más curiosidad que nunca por los futuros planes de Salinas, pero aunque no tenía muchas virtudes, poseía en abundancia la de la paciencia. Algo estaba sucediendo; podía adivinarlo por la expresión de las caras de los gorilas de Salinas, del propio Salinas. El asesino había visto ir y venir al hombre varias veces, y era obvio que estaba de muy mal humor.
Cuando le pareció que Salinas ya había esperado lo suficiente, primero se dio un capricho visitando con calma el museo Metropolitan, que era uno de sus lugares preferidos en Nueva York. No le importaban ni los turistas ni las hordas de niños; las exposiciones eran su propia recompensa. Cuando terminó, se quedó de pie en los anchos escalones e hizo la llamada.
– Ven al ático -le ordenó Salinas-. ¿Cuándo puedes estar aquí?
– Estoy cerca -dijo el asesino con tranquilidad-, pero hace un día precioso. Bethesda Terrace, en media hora.
Desconectó el teléfono y lo guardó en el bolsillo. Salinas no sólo tendría problemas para tenderle una emboscada en tan poco tiempo, sino que además el Terrace era un lugar público, lleno de turistas y residentes de la ciudad. Por otra parte, era un espacio abierto, por lo que su aproximación no estaría limitada. Desde allí podía desaparecer en la espesura de Central Park, en caso de que Salinas tuviera pensado perseguirlo.
No tenía ni idea de dónde se encontraba Salinas, así que cabía la posibilidad de que le resultase imposible llegar en media hora. Para él, sin embargo, llegar hasta Bethesda Terrace implicaba un agradable paseo. Si Salinas estaba arriba, en el ático, tendría tiempo de sobra para llegar hasta allí. Si estaba por la ciudad… difícilmente. Si se trataba de algo importante volvería a ponerse en contacto con él.
Al asesino le divertía ponérselo difícil a ese cabrón, incluso en menudencias como ésa. El placer estaba donde cada uno lo encontraba, sin embargo, así que siguió tanto su instinto para ir sobre seguro como su inclinación a desestabilizar la cadena de Salinas.
Caminó por el parque, deteniéndose para comprar un helado de cucurucho. Aunque conocía el parque bastante bien, compró un mapa y dedicó algunos minutos a estudiarlo porque le gustaba saber cuáles eran exactamente sus opciones si se veía en la necesidad de tener una. Se quedó con el mapa en la mano, sabiendo que Salinas se daría cuenta y llegaría a la conclusión de que el asesino no vivía allí y que, por lo tanto, no estaba familiarizado con el parque. La conclusión sería correcta a medias, porque en realidad él no vivía en ningún lado; se quedaba en varios lugares durante diferentes periodos de tiempo, y en ese preciso momento resultaba que ese lugar estaba unos pisos por debajo de Salinas.
Encontró un lugar desde el que no lo podrían ver y observó. Si veía algo que pareciese sospechoso, podría suspender el encuentro. Sabía que Salinas no iría solo; un hombre como él no se podía permitir ir a ningún lado sin un gorila. Pero al asesino no le preocupaban los matones; era a los que podían estar escondidos a quienes buscaba.
Finalmente vio a Salinas, sólo un par de minutos atrasado y con tres hombres detrás de él. El asesino estudió los alrededores, pero no vio nada sospechoso: conocía de vista a muchos de los hombres de Salinas, así que no tuvo que fiarse sólo del comportamiento para juzgar si era o no seguro acercarse. Nadie parecía estar merodeando sin razón alguna, nadie parecía intentar ocultarse. Finalmente dejó su propio escondite y continuó su paseo, todavía comiendo el helado.
Salinas miraba su reloj con irritación cuando alzó la vista y vio al asesino.
– Llegas tarde -gruñó mientras hacía un gesto a sus hombres para que se alejaran.
– Había mucha cola en el puesto de helados -dijo perezosamente el asesino-. ¿Qué pasa?
Salinas miró alrededor, después sacó un viejo transistor de su bolsillo y lo encendió. El volumen estaba alto, tan alto que si Salinas no se hubiera acercado el asesino no lo habría oído.
– Drea me robó dos millones de pavos hace cuatro días y puso pies en polvorosa. Quiero que la encuentres y que soluciones el tema. Definitivamente.
Un hilillo de helado derretido se deslizó por el cucurucho. El asesino lo lamió, disimulando su sorpresa.
– ¿Estás seguro? No parecía lo suficientemente lista; aunque supongo que eso sería la prueba, ¿no?
– Estoy seguro. -Salinas esbozó una lúgubre sonrisa-. Y, sí, en la lista de estupideces que tenía que hacer, robarme estaba justo arriba de todo.
Capítulo 10
Nunca le toques las narices a una mujer inteligente. Teniendo en cuenta cómo se habían desarrollado los acontecimientos, no hacía falta ser un genio para darse cuenta de lo que había ocurrido. Drea estaba más que enfadada con Salinas por haberla entregado; estaba furiosa. Esto no era un simple mensaje de «ahí te quedas», sino un gesto de «¡ahí te quedas y chúpate ésa, cabrón!». Y, según el lenguaje de los gestos, eso era una llamada de atención.
Divertido, dio otro lametón al helado. Tenía más ganas de aplaudirle que de ir en su busca y captura. Aun así, un trabajo era un trabajo.
– ¿Cuál es tu mejor oferta? -dijo arrastrando las palabras-. ¿Según tú, cuánto vale? -No podía decidir si aceptaba el trabajo hasta que supiera cuánto dinero había sobre la mesa.
Salinas miró a su alrededor y subió todavía más el volumen de la radio. La gente le dirigía miradas de fastidio, aunque a él le importaba una mierda.
– La misma cantidad que ella robó.
Dos millones, ¿no? Definitivamente, eso daba una perspectiva diferente a la situación. Tendría que pensárselo, aunque no quería que entre tanto Salinas buscase a otro que se hiciera cargo de la situación. Si no aceptaba el trabajo, su demora como mínimo daría a Drea más oportunidades de salirse con la suya, y eso le produjo cierta satisfacción. No tenían por qué caerle bien sus clientes, pero por Salinas sentía verdadero desprecio.
– La mitad por adelantado -dijo el asesino-. Te haré saber dónde debes depositarlo. -Acto seguido, tiró el resto del cucurucho de helado en una papelera cercana y se fue paseando relajadamente, aunque sus ojos no dejaban de escrutar los alrededores. Localizó a alguien que casi con toda seguridad era un poli, demasiado trajeado para ese lugar, que se había detenido a atarse un zapato mientras mantenía la cabeza ligeramente vuelta en dirección a Salinas. Debía de ser el sabueso de Salinas, apresurándose a llegar hasta él.
Al asesino no le preocupaba demasiado. Su reunión con Salinas había durado menos de un minuto, no lo suficiente para que un sabueso se colocara en posición e hiciese alguna foto. Cuando el sabueso llegó, la reunión ya se había terminado y él ya se estaba yendo. Cruzó el puente Bow y a continuación el puente Ramble, hecho de pesados bloques de madera, que le proporcionó una agradable protección. Aunque el día era caluroso y húmedo, con una temperatura que rozaba los treinta grados, allí, en la densa sombra, el aire era más fresco y podía sentir en la piel una leve pero agradable brisa.
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