Simon se giró y le guiñó un ojo como diciendo «por mí perfecto». En su rostro cansado se dibujó una sonrisa.

– Ni se te ocurra tratar de engatusarme. Soy inmune. Pregúntale a Scottie.

– Tal vez sólo seas inmune a sus engatusamientos.

Ella resopló y volvió a la cocina.

– Cierra la puerta si necesitas intimidad -dijo Scottie mientras giraba una desvencijada silla de oficina, parcheada con cinta americana, y dejando caer su flaco trasero en ella.

– No se trata de ningún secreto de estado -dijo Simon, y la coletilla implícita «esta vez» resonó en la habitación.

Scottie flexionó sus largos dedos como un concertista de piano a punto de interpretar una difícil obra. Empezó a teclear comandos tan rápidamente que sus manos eran una imagen borrosa. Empezó a rebobinar las imágenes. De vez en cuando se detenía para mirar alguna, hablando entre dientes de la manera que todos los técnicos informáticos parecían hacer, para luego continuar. Pasados unos minutos dijo: «Vale, estamos dentro. ¿Cuál es el punto de partida?».

Simon le dio la dirección del edificio y la fecha, y sentó su trasero a los pies de la cama, inclinándose hacia delante para poder ver. La habitación era lo suficientemente pequeña para que estuvieran casi hombro con hombro.

A menos que estuvieras viendo escenas de sexo o violencia, no había nada más aburrido que la grabación de una cámara de seguridad. Le dijo a Scottie que estaba buscando a una mujer rubia de pelo largo y rizado y eso sirvió de ayuda, porque así pudo pasar a cámara rápida todas las idas y venidas de las personas que no tenían rizos rubios largos. Finalmente Simon la señaló y dijo «ahí», y Scottie paró inmediatamente antes de rebobinar un poco la cinta.

Vio a Drea salir del edificio con una bolsa grande y abultada -se jugaría el cuello a que llevaba dentro otra ropa para cambiarse-, vio cómo tropezaba mientras se introducía en un Town Car negro. Scottie introducía los comandos cuidadosamente, saltando de una cámara a otra, siguiendo el coche hasta que éste aparcó en doble fila delante de la biblioteca. Drea salió, cojeando ligeramente, y el coche se fue.

Simon se acercó más a la pantalla, observando atentamente la salida. Ahí era donde debía de haberse cambiado. Había varias cosas que podía hacer con esa mata de pelo, aunque también necesitaría deshacerse de su llamativa chaqueta. ¿Qué podría hacer para mezclarse con el resto de los neoyorquinos? Vestirse de negro, eso era. Y se recogería el pelo, tal vez lo ocultase metiéndolo bajo la espalda de su camisa, o llevaría algo con capucha. Una capucha sería un poco inusual, dado el calor que hacía, pero la gente hacía cosas raras continuamente.

Intentó localizar su silueta, su bolsa, a alguien vestido de negro -que era casi todo el mundo-, a alguna mujer con el pelo cubierto o retirado hacia atrás.

Estaba satisfecho de lo rápidamente que había dado con ella.

– Ahí está -dijo.

Scottie detuvo la cinta.

– ¿Seguro?

– Seguro.

Conocía cada línea de ese cuerpo; se había pasado cuatro horas besando y acariciando cada centímetro cuadrado de él. Era ella, sin duda alguna. No había perdido el tiempo; en diez minutos ya estaba fuera, tal vez incluso antes de que su chófer hubiera encontrado un lugar para aparcar en los alrededores. Tenía el pelo más oscuro, tal vez se lo hubiera mojado, y se lo había retirado hacia atrás, iba vestida de negro de pies a cabeza, y caminaba sin ningún rastro de cojera, dando grandes zancadas sin un ápice de balanceo o sacudida.

Buena chica, pensó con aprobación. Audaz, decidida, prestando atención a los detalles; bien hecho, Drea.

No se lo puso fácil a Scottie. Caminó unas cuantas manzanas, cogió un taxi, y después salió del taxi y caminó algunas manzanas más antes de coger otro. Zigzagueó a través de la ciudad, pero finalmente entró en el túnel Holland y las cámaras la perdieron. Aún así, el hecho de que hubiera ido por el túnel Holland en lugar de por el Lincoln ya le aportaba mucha información.

Estaba sobre la pista. Drea podía ser buena… pero él era mejor.

Capítulo 11

A Drea le cabreó sobremanera que retirar su propio dinero de un banco fuera tan complicado.

Se había tomado su tiempo para llegar a Kansas, porque no quería cansarse y cometer algún error estúpido o, peor aún, tener un accidente. Tenía que pasar desapercibida, lo que implicaba pagar todo en efectivo y, en cuanto al resto, pasar inadvertida. Una vez que tuviera en sus manos los dos millones tendría más opciones, pero hasta entonces estaba con las manos atadas.

El hecho de tomarse su tiempo implicó un viaje de tres días en lugar de dos, pero estaba bien porque se había divertido. Estaba sola, benditamente sola, sin tener que dar cuentas a nadie más que a sí misma. Ya no tenía que actuar como una imbécil descerebrada, no tenía que sonreír continuamente ni ocultar cualquier signo de enfado o impaciencia, o incluso un sentido del humor demasiado agudo.

Qué triste era que durante dos años no hubiera podido reírse espontáneamente de un chiste. Si se reía, tenía que hacer alguna pregunta antes, como si no lo hubiera pillado. Rafael y sus gorilas habían pasado mucho tiempo riéndose de ella además que de los chistes. Cabrones.

Nunca más tendría que volver a hacerse la tonta porque nunca más dependería de ningún hombre para conseguir lo que quería. Durante el viaje comió cuando le apetecía, paró para ver cosas que le parecían interesantes, se compró ropa centrándose en sus gustos en lugar de en la imagen que quería proyectar. En lugar de intentar parecer sexy, se inclinó por la comodidad de los pantalones de algodón, las camisetas y las sandalias. Después de todo, se pasaba horas a diario en el coche, en pleno verano.

Recordó las lecciones aprendidas en el banco de Nueva jersey y se dio cuenta de que no sería posible llegar allí y que le dieran los dos millones en el acto. Todo lo que podría conseguir serían unos cuantos miles más en metálico, y el resto en un cheque de caja. Ya tenía un cheque de caja por valor de ochenta y cinco mil y, total, para lo que le servía… A menos que se comprara algo realmente caro, no podía gastarlo. Sí, como si fuera posible gastar doscientos dólares y pedir que te devolvieran ochenta y cuatro mil.

Por otra parte, estaba la dificultad que suponía llevar con ella tanto dinero. No podía hacerlo. Tenía que convencerse de que era imposible, así que, con todo el tiempo del mundo a su disposición, la primera noche de viaje ya había calculado los billetes de cien dólares que le quedaban. Según sus cálculos, cada fajo de mil dólares tenía un grosor equivalente a la décima parte de dos centímetros y medio, así que uno de diez mil tendría un grosor de dos centímetros y medio. Eso significaba, a ojo, veinticinco centímetros por cada cien mil y, por lo tanto, un millón serían doscientos cincuenta centímetros, y dos millones serían quinientos o, lo que era lo mismo, un montón de más de cinco metros de alto -algo bastante difícil de transportar e incluso más difícil de ocultar-. Prácticamente, sería como estar pidiendo a gritos que alguien la golpease en la cabeza y le robara la pasta.

Así que tendría que guardar el dinero en algún banco, aunque le gustaría deshacerse de las huellas en papel en forma de cheques de caja, aun cuando por ley los bancos no estaban autorizados a dar ningún tipo de información a Rafael. Eso no significaba que no pudiera conseguirla, simplemente que tendría que tomarse muchas molestias para hacerlo, y la cantidad de molestias que se tomara dependería de lo enfadado que estuviese. Dos millones de dólares ya eran como para enfadarse, y si además se le sumaba el insulto hacia su machismo, significaba que sería capaz de invertir el doble de esa cantidad para encontrarla. Una venganza así podía no ser rentable, pero estaba claro que sí sería satisfactoria.

Para deshacerse de la documentación de las transacciones tendría que tener los dos millones en metálico en algún momento, aunque sólo fuera durante el tiempo suficiente para ir en coche hasta otro estado e ingresarlos en otro banco. El problema era que a los bancos no les gustaba entregar dos millones en metálico, ni siquiera a la persona a la que pertenecían.

Recordó que el banco de Elizabeth necesitaba tiempo para conseguir una mayor cantidad en metálico, así que el segundo día Drea paró en Illinois, se compró un teléfono barato de prepago y lo activó, a continuación se metió en el coche para llamar al banco de Grissom, en Kansas. Con el seguro de las puertas echado y el aire acondicionado encendido, hizo la llamada y dijo que quería hablar con alguien para cancelar su cuenta.

– Un momento, por favor. Le paso con la Sra. Pearson.

Tras unos segundos, escuchó un clic y una amable voz dijo:

– Soy Janet Pearson. ¿En qué puedo ayudarla?.

– Me llamo Andrea Butts -dijo Drea estremeciéndose al pronunciar su odiado nombre. En cierto modo se estaba deshaciendo de ese nombre, para siempre-. Tengo una cuenta con ustedes, y me gustaría cancelarla.

– Siento oírla decir eso, Srta. Butts. ¿Hay algún problema o…?

– No, nada de eso, pero me voy a mudar a otro lugar.

– Entiendo. No queremos perderla como cliente, pero así es la vida, ¿no? Si viene aquí en persona, yo misma haré las gestiones necesarias.

– Estaré ahí mañana por la tarde -dijo Drea calculando la duración del viaje y esperando que el cálculo, como mínimo, fuera bastante aproximado-. El problema es que se trata de una suma considerable, y me gustaría que me la entregaran en efectivo.

Hubo un pequeño silencio, hasta que la Sra. Pearson dijo:

– ¿Tiene su número de cuenta?

Drea se lo recitó, y pudo oír el sonido de las teclas del ordenador mientras la Sra. Pearson obtenía la información de su cuenta.

– Srta. Butts, por su propia seguridad no le recomiendo en absoluto que retire esta suma en efectivo.

– Soy consciente de la dificultad -dijo Drea-. Aun así, eso no cambia el hecho de que la necesite en efectivo, y la estoy llamando con antelación, así que podrán tener esa cantidad disponible.

La Sra. Pearson suspiró.

– Lo siento mucho, pero ni siquiera podemos pedir esa cantidad hasta que hayamos verificado su identidad.

Drea intentó armarse de paciencia, pero la habían tratado mal demasiadas veces como para ser maleducada con alguien que sólo estaba haciendo su trabajo y que tenía que seguir la política del banco. Sin embargo, no pudo contener su propio suspiro.

– Lo entiendo. Como le he dicho, estaré ahí mañana por la tarde. Es demasiado tarde para conseguir el dinero, ¿no?

– En realidad es demasiado pronto. Somos un banco pequeño y es la Reserva Federal quien nos proporciona el dinero en efectivo una vez a la semana. El jefe de caja hace el pedido los miércoles, así que el pedido se hizo ayer. No volverá a hacer otro pedido hasta el próximo miércoles.

Drea tenía ganas de darse cabezazos contra el volante.

– ¿No puede hacer un pedido especial al tratarse de una cantidad así?

– Estoy segura de que tendría que tener una autorización especial.

Evaluó rápidamente la situación.

– ¿Cuánto tiempo pasa desde que hacen el pedido hasta que reciben el dinero en efectivo? ¿Al día siguiente?

La Sra. Pearson dudó de nuevo.

– Estaré encantada de hablar del tema con usted en persona, pero la verdad es que no me gusta dar ese tipo de información por teléfono.

Una vez más no podía echarle la culpa a la mujer, ya que no la conocía absolutamente de nada; para ella, Drea estaba planeando asaltar el banco y estaba intentando enterarse de cuándo tenían la mayor cantidad de dinero en efectivo disponible.

Las cosas no estaban yendo como había planeado. En lugar de conseguir el dinero y desaparecer, parece que tendría que esperar en Grissom por lo menos una semana. Grissom era un pueblo pequeño y, si no recordaba mal, tenía sólo un minúsculo motel, lo que haría increíblemente fácil que dieran con ella.

Podía reducir su vulnerabilidad, sin embargo, quedándose por ejemplo a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia pero en continuo movimiento, sin pasar nunca más de una noche en el mismo sitio. Eso era un engorro, pero si quería deshacerse de las huellas en papel tendría que hacerlo en algún lugar y prefería que fuese más temprano que tarde.

– Entiendo -dijo-. Sé que es un problema. Estaré ahí mañana por la tarde.

– Espero que podamos solucionarlo -dijo la Sra. Pearson, lo que Drea supuso que en la jerga bancaria querría decir «espero que entre en razón».

Llegó al banco al día siguiente, unos veinte minutos antes de la hora de cierre; había calculado mal el tiempo que le llevaría, así que se había tenido que levantar a las cuatro de la mañana y conducir sin parar durante todo el día. Estaba cansada, un poco atontada por los tres días de conducción y definitivamente agotada. Su cabello era una maraña de rizos porque por la mañana no había tenido tiempo de alisárselo con el secador, aunque al menos con los rizos se parecía más a la fotografía del carné de conducir. No quería ni imaginarse el lío que se armaría si el banco no creía que ella era quien decía ser. ¿Cómo probaría su identidad? ¿Pidiéndole una carta a Rafael, o algo así? Sí, claro.