Mientras ella había estado perdiendo el tiempo vagando en coche, mirando los campos y el cielo y no mucho más, él podía haber rastreado las transferencias bancarias y podría estar esperándola en Grissom.
Lo mejor que podía hacer era olvidarse de los dos millones, al menos por ahora, y ponerse a salvo. Todavía tenía el cheque de caja por valor de ochenta y cinco mil dólares del banco de Elizabeth, así que no estaba precisamente en la ruina.
Aunque ella sabía que, en cuanto lo depositara en algún lugar, se generaría otra de esas malditas notificaciones de transacción que lo guiarían directamente al banco donde había hecho el ingreso.
Tenía que haber un periodo de demora, sin embargo, aunque fuera pequeño, entre el banco y la Agencia Tributaria. Jugaba con la ventaja del cheque de caja que le abonarían al momento. Necesitaba ir a una ciudad grande, usar el cheque de caja para abrir una cuenta en un banco nacional grande, hacerles saber con antelación que iba a ingresar dos millones de dólares y hacer las gestiones necesarias para obtener al menos parte del dinero en efectivo.
De repente se le ocurrió cómo hacerlo. Podía abrir diferentes cuentas con el dinero en metálico, en diferentes pueblos cercanos unos de otros, siempre inferiores a diez mil dólares para que el banco no tuviera que enviar esas malditas notificaciones. Después, en una actividad frenética, podría ir retirando pequeñas cantidades del banco de Grissom e ingresarlas en todos esos bancos recorriéndolos a continuación uno por uno cerrando las cuentas y obteniendo el dinero en efectivo. Pasaría desapercibida. Hacerse con los dos millones le llevaría más tiempo -mucho más- pero, a menos que él pudiera introducirse ilegalmente en el sistema informático del banco, estaría fuera de peligro.
Bueno, casi fuera de peligro. Como mínimo ganaría más tiempo para conseguir una nueva identidad y empezar de cero. Con un nuevo nombre y un nuevo número de la Seguridad Social, podría desaparecer.
Cogió su teléfono móvil y comprobó el nivel de cobertura. Una raya. No lo suficiente. Se tendría que acercar más a algún pueblo. Esa era otra de las cosas que tenía el campo abierto; era demasiado abierto, demasiados kilómetros sin gente, sin tráfico, sin casas, sólo campos hasta donde alcanzaba la vista. Las espigas no necesitaban teléfono móvil, pero definitivamente ella sí.
Estuvo conduciendo al menos una hora, sin perder de vista el indicador de cobertura del teléfono. Cuando, de repente, el número de rayas aumentó hasta tres, decidió intentarlo y se hizo a un lado.
Al primer intento le salió el buzón de voz de la Sra. Pearson. «Sra. Pearson, soy Andrea Butts. Ha surgido un imprevisto y ya no quiero los dos millones en efectivo. Espero que su jefe de caja todavía no haya dado la orden. Necesito hablar con usted urgentemente, pero me da miedo ir al banco. Por favor, llámeme al número…». Se detuvo, incapaz de recordar el número de su nuevo teléfono. «La volveré a llamar», dijo atropelladamente y colgó.
Mierda, ¿cuál era el número? Apagó el teléfono, lo volvió a encender y observó la pantalla mientras la información aparecía fugazmente en ella. Cogió un bolígrafo en el bolso, garabateó el número y llamó de nuevo a la Sra. Pearson.
Para su sorpresa, fue la Sra. Pearson en persona la que contestó.
– Hola, Srta. Butts, acabo de recibir su mensaje. Estaba fuera visitando a unos clientes y no llegué a atender su llamada por unos segundos. En este momento le estoy pasando una nota a Judy sobre la solicitud de efectivo. He de admitir que me siento aliviada porque haya decidido cambiar de opinión, pero… ¿algo va mal? -bajó la voz-. ¿Le da miedo venir al banco?
– Se trata de mi ex marido -dijo Drea, alegrándose de que la dramática historia que se había inventado fuera a servir para algo, después de todo-. No sé cómo, pero me ha seguido hasta aquí y sabe que tengo una cuenta con ustedes. Me da miedo que esté vigilando el banco y que si yo aparezco por allí me siga.
– ¿Ha llamado a la policía? -preguntó la Sra. Pearson con un gratificante tono de alarma en su voz.
– Tantas veces que casi se han borrado los números de las teclas del teléfono -dijo Drea cansinamente-. Siempre dicen lo mismo: que hasta que haga algo de verdad, no tienen motivos para detenerlo. Es representante de una gran empresa agrícola, así que tiene una buena excusa para estar por la zona, y yo no tengo derecho a impedirle hacer su trabajo, bla, bla, bla. Supongo que me lo merezco por haber encubierto todos los golpes que me daba fingiendo que me había caído por las escaleras o que me había pillado el dedo con la puerta del coche cuando había sido él el que me había roto el dedo.
– Pobrecilla -murmuró la Sra. Pearson-. No, está claro que no debe venir aquí si cree que él está al acecho. Pero… ¿qué piensa hacer?
– No lo sé. -Sí lo sabía, sólo que aún no había pensado en los detalles-. El cree que el dinero le pertenece porque todavía estábamos casados cuando mis padres murieron y yo heredé mi parte de la herencia.
– Una herencia es propiedad exclusiva del heredero, según creo.
– Eso dice la ley, pero él cree que se lo ha ganado por aguantarme. -Drea usó un tono amargo-. Sólo necesito deshacerme de la documentación de las transacciones para que no me pueda seguir.
– La información de su cuenta es confidencial. ¿Cómo iba a…?
– Tiene un amigo que trabaja en la Agencia Tributaria.
– Ya.
El hecho de que no fuera necesario dar más explicaciones hizo ver a Drea que su razonamiento sobre la Agencia Tributaria era más acertado de lo que le hubiera gustado.
– Tengo que hacer algo, pero no sé qué.
– Me temo que cualquier transacción que realice será notificada a la Agencia Tributaria -dijo la Sra. Pearson con pesar-. Los bancos tienen la obligación de notificar cualquier transacción de cualquier movimiento de fondos de diez mil dólares o más, así que está claro que sus dos millones generarán un comprobante.
– No quiero causarles ningún problema con la Agencia Tributaria y, por supuesto, no estoy intentando evadir impuestos. Sólo necesito hacerme con mi dinero y transferirlo a otro lugar antes de que él me encuentre.
– Donde tendrá más oportunidades de obtener una gran cantidad en efectivo será en una ciudad que tenga un banco de la Reserva Federal. Nosotros estamos en el distrito de Kansas City, pero tenemos otra oficina en Denver que está bastante cerca de aquí. El único problema es que cuando vaya adonde sea a depositar su dinero, ese banco tendrá que emitir también un informe de operación de divisas.
No si el banco no estaba en este país, pensó Drea con gravedad. Si alguna vez conseguía hacerse con el dinero, sería enviándolo a un paraíso fiscal lo más rápidamente posible para ocultarlo de los siempre alerta ojos del gobierno. Cuando consiguiera un nuevo DNI se haría con un pasaporte -uno legal- y entonces por fin podría irse de vacaciones a las Islas Caimán y conseguir el dinero. Estaba harta de esta mierda.
– La manera más segura de transferir el dinero es por medio de Internet -continuó la Sra. Pearson.
– No tengo ordenador -dijo Drea-. ¿Puedo usar un ordenador de una cafetería con Internet o de una biblioteca?
– Bueno, sería mejor si tuviera la misma dirección IR ¿Podría acceder desde su móvil?
– Es de los baratos. No tiene acceso a Internet.
– Hágase con uno que tenga. Así podrá acceder a su cuenta dondequiera que esté. Yo le recomendaría que se comprase un ordenador portátil.
– Y después, ¿qué hago?
– Vaya a nuestra página web y siga las instrucciones.
– ¿No tengo que firmar nada?
– Sí, hay un acuerdo que tiene que aceptar. Se lo puedo enviar por correo electrónico…
– No tengo cuenta de correo electrónico -confesó Drea, sintiéndose como si una vez más se estuviera dando cabezazos contra la pared.
Al cabo de un rato, la Sra. Pearson dijo:
– No lo suelo hacer, pero si consigue un ordenador portátil y acceso a Internet llámeme. Imprimiré el acuerdo y me encontraré con usted en algún sitio. Querer es poder, Srta. Butts. Lo conseguiremos.
Para conseguir acceso a Internet tendría que meter sus datos en el sistema, pensó Drea, pero qué demonios, de otra manera no llegaría a ningún lado y si algo tenía claro era que no iba a aparecer en persona en el banco.
– Lo haré -dijo cansinamente-. Gracias. La volveré a llamar cuando lo haya organizado todo.
Colgó y dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre el reposacabezas. ¿Quién se iba a imaginar que robar dos millones de dólares sería tan jodidamente complicado?
Capítulo 13
¿Estaba loca?, se preguntó Drea mientras revisaba su lista de tareas con implacable determinación, aunque no importaba lo determinada que estuviera, la maldita historia cada vez se alargaba más.
Cada paso que daba parecía dar lugar a dos nuevos pasos sin los que el primero de ellos no funcionaría. Como no tenía tarjeta de crédito, tendría que pagar en efectivo el ordenador portátil más barato que encontrara en Wal-Mart y estaba empezando a quedarse sin dinero. A menos que quisiera arriesgarse a ir al banco de Grissom en persona, tendría que usar el cheque de caja de ochenta y cinco mil para abrir una cuenta en un banco en el pueblo donde se encontraba el Wal-Mart, lo que haría que se generase otra notificación de transacción realizada.
Aun así, ¿qué opciones tenía? Necesitaba tener acceso a Internet para transferir electrónicamente los dos millones de pavos. Pero antes de contratar el servicio, necesitaba un ordenador portátil, necesitaba dinero en efectivo.
Todo parecía volverse en su contra. Cuando fuese a la tienda de telefonía móvil para conseguir una tarjeta de conexión inalámbrica para su nuevo ordenador y contratar el servicio de Internet móvil, tendría que tener una dirección para que le pudieran enviar las facturas o domiciliarlas en su banco para que retiraran mensualmente el dinero de su cuenta.
– Claro, ¿por qué no? -musitó al delgado chico hispano que la estaba ayudando. La información de su cuenta bancaria estaba justo allí, en su bolso, por supuesto, teniendo en cuenta que había abierto la cuenta sólo dos horas antes.
Aun así, todo eso eran meras suposiciones. Aunque estaba segura de que Rafael la estaría buscando, no tenía ninguna prueba de que hubiese contratado a alguien para seguirla. Tal vez sólo Orlando se estaba encargando de ella. Esa sería la mejor de las posibilidades: aunque a Orlando se le daban bien los ordenadores, sabía que no tenía la experiencia suficiente como para introducirse en el sistema de la Agencia Tributaria.
Y no sólo eso, sino que Rafael no se lo permitiría. Lo último que Rafael quería era que se le echase encima la Agencia Tributaria y empezara a fisgonear sus asuntos financieros. Durante esta última semana había aprendido lo difícil que era realizar movimientos de dinero de forma clandestina. No se imaginaba que el blanqueo de dinero fuera un asunto que requiriese invertir tanto tiempo; ¿de qué otra manera se suponía que los traficantes de drogas hacían que sus enormes cantidades de dinero en efectivo pasaran desapercibidas para poder gastarlo abiertamente?
Incluso aunque Rafael hubiera contratado a alguien para seguirla, tal vez no hubiera querido asumir el gasto que supondría contratarlo a él. El asesino era caro, muy caro. Rafael sería consciente de que no podría recuperar sus dos millones; sabría las dificultades a las que se enfrentaba y sabría que, una vez el dinero estuviera ingresado en su cuenta, él no podría acceder a él. ¿Sería capaz de sumar los honorarios del asesino a los dos millones que ya había perdido?
Sí. Estaba casi segura de que la respuesta era sí. Rafael estaría tan furioso que sería capaz de cualquier cosa. Y teniendo en cuenta su profesión, el asesino estaría muy al tanto de las entradas y salidas de dinero y de cómo transformarlas en efectivo.
Ésa era la única cosa que no había investigado apropiadamente, el único punto débil de su plan. Había actuado precipitadamente dejándose llevar por sus sentimientos y ahora lo estaba pagando. ¿No iba a aprender nunca?, se preguntó con amargura. Lo único que habían conseguido sus sentimientos era empañar el asunto y hacer las cosas más difíciles. Tendría que haber hecho caso omiso de lo que Rafael había hecho, armarse de valor para soportarlo y planear mejor las cosas. Podría haber esperado hasta que hubiera ingresado algo en un paraíso fiscal, lejos de la intromisión de la Agencia Tributaría y luego pasar a la acción.
Todavía tenía la bolsa con joyas que podría liquidar, pero probablemente lo mejor sería ponerlas a la venta en eBay, o algo así, y eso llevaría su tiempo. Aunque ahora que tenía un ordenador portátil, podía ponerse manos a la obra. No estaba en la ruina e indefensa, como la primera vez. Tenía opciones.
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