Todo parecía distante e irreal. Sabía que debería estar intentando levantarse, que había una razón urgente por la que debería correr, aunque no le apetecía moverse. Moverse no parecía ser una opción, de todos modos. Tal vez al cabo de un rato se levantaría.
No, no, no podía mentirse a sí misma, ni siquiera ahora. Especialmente ahora. Se estaba muriendo. Lo sabía, y no le importaba. Si hubiera tenido alguna opción, sí, lo habría seguido intentando, pero la opción había desaparecido y dejarla ir era casi un alivio. Podía sentir cómo se moría, sentía cada respiración más y más lenta. Los latidos de su corazón; ¿su corazón todavía latía? No lo sentía. Tal vez se hubiese parado. Eso tampoco le importaba porque sólo había continuado latiendo mecánicamente desde que su bebé se había muerto; se habría cansado de fingir.
Su bebé… No le había puesto nombre. Había entrado en coma por la pérdida de sangre, había estado a punto de morirse porque el médico no había sido capaz de frenar la hemorragia, y se habían llevado el diminuto cadáver. Nadie le llevó nunca ningún certificado de nacimiento para rellenar porque él nunca había respirado ni una sola vez. Nacido muerto. Ése era el término para eso. Estaba tan quieto cuando nació, aunque hasta hacía una hora se había estado entreteniendo dando vueltas e intentando dar patadas en sus costillas. Después había venido el repentino y fuerte dolor, y la sangre que empapó su ropa. No tenía coche, ni siquiera tenía carné de conducir porque le faltaba un mes para cumplir dieciséis años y estaba sola en casa. Cuando llegó al hospital, ya era demasiado tarde. Su bebé nunca tuvo un nombre.
Los recuerdos entraban y salían flotando de su cabeza, tan vividos como si estuviera viviendo de nuevo la experiencia, sólo que esta vez cuando vio su pequeño cadáver supo que pronto se reuniría con él en la nada de la muerte. Pronto, cariño, le prometió.
Lo veía todo de una forma rara, nublado y oscuro, pero de repente apareció una cara frente a ella, una cara que conocía. Vio esos oscuros ojos opalescentes que habían sido para ella un sueño hecho realidad y al mismo tiempo una pesadilla, la firme estructura ósea, los labios que ella sabía que eran suaves y tiernos. Le había hecho sentirse aterrorizada, aunque ahora ya no lo estaba. Ahora quería acercarse y posar la mano sobre su mandíbula, sentir el roce de su barba de tres días, la frialdad de su piel sobre el calor de sus músculos, pero los brazos no le respondían. Nada le respondía.
¿Estaba él realmente allí, o lo estaba viendo de la misma manera que había visto a su bebé? Oyó el rumor de un sonido, un extraño eco de la promesa que había hecho hacía sólo un momento. Al mirarlo, también sintió el eco de una emoción que había pensado que nunca más volvería a sentir y quiso decírselo, intentó decírselo, pero su vista se estaba volviendo aún más oscura y la verdad es que ya no lo veía.
Entonces apareció la luz, una luz pura y brillante detrás de él que parecía crecer y crecer hasta que él era sólo una silueta contra ella. Vio algo, algo a la vez hermoso y terrible, y supo que había venido a por ella.
«Ángel», susurró, y se murió.
Se suponía que la muerte no era así. Se suponía que era la nada. Ella parecía estar flotando, mirando hacia abajo, viéndolo sacar algo de su bolso, cogiendo su ordenador, pero ninguna de esas cosas significaba nada. A continuación, una gran fuerza empezó a alejarla de la escena, llevándosela algún otro sitio, pero ella no tenía conciencia de la distancia o de la velocidad, ni siquiera de que se estuviera moviendo realmente. Era más como una transición, como si un instante fuera una cosa y al siguiente otra.
Drea siguió esperando a que las luces se fueran, esperando a perder el conocimiento. Siguió esperando la nada, aunque se preguntaba cómo la reconocería ya que sólo la conciencia podía comprender la falta de conciencia y de uno mismo. Pero sus pensamientos continuaron, su conciencia de sí misma permaneció y todo era muy confuso.
Tal vez la nada no existía, tal vez había algo. Tal vez la muerte era en realidad algo más parecido a una transición que a un final. Bien, si eso fuese verdad, ¿no debería ser ahora otra persona? O siempre sería ella misma, sólo que en algún otro lugar y como otra persona.
En ese caso, se suponía que debería de haber una especie de túnel con una luz brillante al final, y la gente que la había querido y que ya estaba muerta debería estar esperándola para recibirla, ¿no? Había visto una luz brillante, y había visto algo que creyó que era un ángel, pero ella no había visto nunca antes un ángel, así que, ¿cómo iba a saber si ése era uno? Pero no había ningún túnel, ninguna hilera de personas esperándola para darle la bienvenida, y empezó a inquietarse.
– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó enfadada. El sonido era curiosamente plano, como si ella no hubiera hablado realmente y no hubiera oído realmente nada. Eso no tenía sentido. Si ella existía, entonces tenía que existir en algún lugar, y no parecía estar en ningún sitio. No había nada a su alrededor, nada ni nadie.
Si la muerte resultaba ser una falta de ser en vez de una falta de conciencia, bueno, entonces era un asco.
– ¿Dónde estoy? -dijo bruscamente, incapaz de controlar su enfado. Se había pasado años sin mostrar ni pizca de mal genio, pero ahí estaba, muerta hacía apenas unos minutos y ya perdiendo el control.
– Estás aquí -dijo una voz de mujer, y Drea de repente estaba allí, en un lugar real, aunque no tenía idea de dónde estaba ese lugar. Estaba de pie en un llano campo verde, con la suave y fragante hierba bajo sus pies. El aire estaba lleno de los aromas de la primavera, y su temperatura era tan perfecta que no era ni cálido ni fresco, sino casi indescifrable. Podía oír el zumbido de las abejas y ver un brillante caleidoscopio de flores, enormes camas de flores, salpicando el paisaje. Había árboles, y un cielo azul salpicado de nubes blancas, y un sol. Había edificios que brillaban blancos a una distancia indefinible. Vio todo eso, y su absoluta armonía era tan hermosa que casi le dolía mirar alrededor. Lo que no veía, a pesar de la voz que había oído, era al resto de la gente.
– No te veo-dijo.
– Espera un momento. Has venido muy rápido. Dale un segundo al tiempo para ponerse al día.
Entonces, una mujer apareció. Tenía aproximadamente la edad de Drea, delgada y rebosante de salud, su cabello oscuro recogido de una manera tan informal que parecía completamente adorable. Lo desconcertante era la manera en que apareció, porque aunque no había aparecido simplemente de la nada, prácticamente así había sido. Era como si hubiera separado una cortina y hubiera salido a un escenario con Drea, con algunas partes de ella haciéndose visibles antes de que lo hiciera el resto.
Empezaron a aparecer otras personas, también saliendo al escenario, y a cada segundo que pasaba Drea veía a más y más gente, algunos allí con ella, otros paseando y yendo a lo suyo. Nueve personas más se unieron a ella y la mujer, rodeándolas en un amplio círculo. ¿Eran reales o estaba alucinando su cerebro moribundo? No sabía si ella misma continuaba siendo real. Se tocó para comprobar si todavía tenía alguna sustancia o si todo lo que tenía era una especie de memoria celular de lo que había sido. Para su sorpresa, aunque su sentido del tacto parecía extrañamente ausente, ella todavía parecía tener un cuerpo físico.
Otra cosa extraña era la sensación casi física de… de paz; ésa era la única palabra que le venía a la mente. Paz. Empezó a tranquilizarse y a sentirse cómoda, y a salvo.
Gradualmente, fue dándose cuenta de algo sobre el pequeño grupo de personas que la rodeaban. Todas parecían tener su misma edad, alrededor de treinta, todos en forma y saludables, todos ellos atractivos aunque observó que, por lo menos la mitad de ellos, tenían rasgos que antes de morir ella hubiera dicho que no eran atractivos en absoluto. Ahora lo eran. Era así de simple. Sus ojos podían diferenciar entre atractivo y no atractivo, pero su mente no. Pero sus ojos no funcionaban independientemente de su cerebro, ¿no? Su cerebro, entonces, todavía tenía la capacidad de entender la diferencia entre belleza y fealdad. ¿Era su mente, entonces, algo separado de su cerebro? Ella siempre había pensado que la mente y el cerebro eran lo mismo, pero… no lo eran.
Otra cosa. Cuando miraba a esas personas, podía sentir lo que habían sido antes, y eso resultaba realmente confuso porque algunos de ellos no habían tenido el mismo sexo que ahora. La mujer que había hablado en primer lugar era la menos confusa porque su imagen era en cierto modo más sólida, menos borrosa por el revestimiento de una reciente encarnación, como si hubiera pasado mucho tiempo desde que había sido algo más que exactamente lo que era ahora. Drea se concentró en ella, porque eso daba a su mente y a sus ojos un descanso. Estaba cansada, y lidiar con capas contradictorias era más de lo que podía afrontar en ese momento.
– Los ves -dijo la mujer, con un ligero tono de sorpresa, y con «los» no se refería sólo a las otras personas, sino a todas sus otras capas de existencia.
– Sí -dijo Drea. La comunicación allí era realmente rica, con cosas que se sobrentendían más allá de lo que en realidad se decía.
– Tan pronto… Eres muy observadora.
Tenía que serlo para sobrevivir. Toda su vida había observado y estudiado, analizando cuál era la mejor manera de conseguir, en primer lugar, lo que necesitaba para vivir: comida. Más tarde, cuando se hizo mayor, estudiaba a la gente de forma más deliberada para decidir cómo podía manipularlos para conseguir lo que quería.
– ¿Por qué está ella aquí? -preguntó un hombre, no con un tono desagradable pero verdaderamente extrañado-. No debería estar aquí. Mírala.
Drea miró hacia abajo para verse a sí misma, aunque la verdad es que no podría decir lo que llevaba puesto. Ropa, sí, pero los detalles eran tan vagos que sólo sabía que estaba ahí. ¿O es que él estaba viendo las capas de su vida sobre ella de la misma manera en que ella veía sus vidas? Los detalles de su vida acudieron a su mente y los vio como si una película de polvo se superpusiera sobre todo lo que ella había sido y hecho. La ira estalló dentro de ella; se las había arreglado lo mejor que había podido para sobrevivir, y si a él no le gustaba…
Tan repentinamente como había estallado, la ira se esfumó y fue reemplazada por una oleada de vergüenza. Nunca lo había hecho lo mejor que había podido. Había sido muy hábil manipulando a los hombres para conseguir lo que quería, había sido una mentirosa realmente buena, había utilizado el sexo como arma, había mentido, había robado y aunque había sido muy buena en todas esas cosas, ninguna de sus decisiones se había basado en lo mejor de nada, excepto tal vez en la mejor de dos malas elecciones. Estaba claro que nunca había buscado una buena opción.
Miró directamente al hombre, tratando de leerlo. Vio que había sido un empresario de pompas fúnebres; había construido su vida a partir de la muerte, ayudando a las familias en el penoso proceso, guiándolos a través de los pasos tradicionales. Él había visto de todo; había preparado cadáveres de todas las edades, desde bebés hasta ancianos. Se había hecho cargo de gente a la que cientos de personas habían amado y llorado, y de aquellos a los que nadie había llorado. La muerte no tenía ningún secreto para él, y no la temía. La muerte formaba parte del orden natural de las cosas.
Como había visto tantas cosas, hacía tiempo que había perdido cualquier venda que pudiera haber tenido en los ojos.
Veía a la gente tal y como era, no como ellos querían que los vieran.
Él veía lo que ella era, y sabía que no tenía ningún valor. Ningún valor. Sin valor. No tenía excusas ni defensa. Inclinó la cabeza, aceptando que no debería de estar en este lugar de paz. No se lo merecía. Todo lo que había hecho, todo lo que había tocado, estaba envenenado por su falta de consideración hacia nadie que no fuera ella misma.
– Ella está aquí por alguna razón -dijo la mujer, aunque parecía tan sorprendida como el hombre-. ¿Quién la ha traído aquí?
Todos se miraron unos a otros, buscando respuestas, pero no parecía haber ninguna. Eso era… un tribunal de clasificación, pensó Drea, aunque no uno formal. Tal vez la palabra más apropiada era «guardianes». Hoy era su turno en las puertas para guiar a la gente a sus lugares correctos.
Sólo que ése no era el lugar correcto para ella, pensó tristemente. Ella nunca había hecho nada para ganarse este lugar. La ignominia de no ser bien recibida le hizo sentir el dolor de la vergüenza. Ése era el lugar bueno, y ella no pertenecía a él porque no era buena. Aun así, ella no había ido allí a propósito. Tal vez fuera estúpida, pero no sabía cómo había llegado hasta allí y no sabía cómo marcharse.
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