¿Contra él? Cualquier esfuerzo que ella hiciera a él le parecería ridículo, o peor aún, haría que se enfadara, quizá hasta el punto de matarla. En cuestión de minutos, su objetivo había cambiado de la evasión a la simple supervivencia. No quería morir. No importaba lo brutalmente que la tratara, no importaba lo que le hiciera, ella no quería morir.

No había ningún lugar seguro, ningún refugio donde pudiera esconderse. Incluso siendo consciente de ello, asumiéndolo, no podía quedarse ahí parada; no había ningún lugar adonde ir, no había forma de detenerlo, salió al balcón desde el que se veía toda la ciudad desde lo alto. Llegó hasta el muro, pero no podía continuar más allá a menos que intentase volar, y su instinto de supervivencia era demasiado fuerte para permitírselo. Mientras estuviera viva, intentaría seguir así.

A ciegas, alcanzó y se agarró a la barandilla de hierro situada sobre el muro, con los dedos apretados alrededor del metal y la mirada perdida. Central Park se extendía a sus pies, un frío oasis verde en el medio de la inmensa jungla de acero y cemento que era Manhattan. Los pájaros planeaban allá abajo y las gruesas nubes sobre su cabeza se deslizaban perezosamente por el azul puro del cielo. El cálido sol tocó su rostro, sus brazos y hombros desnudos, mientras una brisa se filtraba entre sus rizos. Se sentía desconectada de todo ello, como si nada fuera real, ni siquiera el calor del sol en sus mejillas.

Sintió cómo él se acercaba, cómo se detenía detrás de ella cuando ya estaba cerca. No lo había oído, no se escuchaba otro sonido que el susurro de la respiración y el apenas perceptible ruido de la ciudad allá abajo; sin embargo sabía que él estaba ahí. Todos y cada uno de los nervios de su piel se pusieron en tensión, diciéndole que la muerte estaba a punto de llegar y tocarla.

Él posó su mano en la desnuda curva de su hombro.

El pánico le estalló en el cráneo, fuegos artificiales mentales que impedían el pensamiento y la acción. No reaccionó; no podía. Se quedó allí de pie, temblando violentamente, porque no era capaz de hacer nada más, ni nada menos.

Lentamente, como si saboreara la textura de su piel, recorrió todo su brazo. Su mano era fuerte y cálida, las yemas de sus dedos y la palma de sus manos estaban ásperas por las callosidades, pero su tacto era suave, incluso… ¿dulce? Ella esperaba brutalidad, estaba preparada para ello, estaba tan centrada en la simple supervivencia que no podía asimilar la realidad de la caricia. Sus sentidos se tambalearon como si él la hubiera golpeado.

Su mano, deslizándose, alcanzó sus dedos, que todavía estaban fuertemente agarrados alrededor de la barandilla, y los rozó ligeramente antes de cambiar de dirección y continuar acariciando su brazo hacia arriba tan lentamente como había bajado. Cuando llegó al hombro no se detuvo, sino que continuó hacia su cuello, separando la mata de cabello rizado hacia a un lado y deslizando sus dedos por su garganta, por la curva de su mandíbula, siguiendo las esbeltas líneas de sus músculos y tendones y provocándole escalofríos que recorrían todo su cuerpo. A continuación, trasladó su atención hacia el ancho tirante de su blusa de seda y empezó a jugar con él, deslizando sus dedos por debajo, haciendo resbalar la tira de tela hacia abajo. Si antes no se había dado cuenta de que no llevaba sujetador, ahora ya lo sabía.

– Respira -dijo.

Era la primera palabra que él le dirigía. Su voz grave y ligeramente áspera hizo que la palabra se convirtiera en una orden.

Ella lo hizo, tomó aire y sólo entonces se dio cuenta, debido al agudo alivio de sus pulmones, de que había aguantado la respiración durante tanto tiempo que había estado a punto de morirse.

Despacio, todavía muy despacio, él bajó la mano por su costado, el calor de su tacto la abrasaba a través de la fina seda. Llegó al final de la prenda y sus dedos se sumergieron bajo ella, explorando la cinturilla elástica de sus ligerísimos y ondulantes pantalones, deslizándose por debajo de ella y a su alrededor. Ahora también sabía que tampoco llevaba bragas. Drea se tragó el nudo de la garganta y cerró los ojos con fuerza.

Cerrar los ojos era un movimiento instintivo para mantenerlo alejado, para distanciarse del aquí y ahora, pero en lugar de ello su acción pareció agudizar todavía más sus sentidos. Lentamente, él deslizó su mano hacia su estómago y, sin nada más que la distrajera, su atención se centró en su tacto con una intensidad casi dolorosa. Sus músculos se contrajeron, todo su cuerpo se tensó a medida que él iba ascendiendo, mientras ella esperaba, aguantando de nuevo la respiración.

Su mano se cerró completamente sobre su pecho izquierdo, y el aire de sus pulmones se liberó. Él agarró su pecho, lo apretó, lo sujetó en la palma de la mano como si lo estuviera calibrando. Recorrió con el pulgar su suave pezón, su áspera palma raspaba, hasta que su pezón se excitó y se enderezó, firme y abultado; entonces cambió al otro pecho y repitió el proceso.

Una vez más todo empezó a darle vueltas. El mero placer de la caricia dispersó sus sentidos, jadeando e intentando encontrar algo a lo que aferrarse, algo que la mantuviera con los pies en la tierra. Habría esperado cualquier cosa de él… menos esto.

Él inclinó la cabeza y ella sintió el calor de su boca, la suavidad de sus labios cerrados sobre el sensible tendón lateral de su cuello mientras se movía hacia adelante y presionaba su cuerpo contra su espalda, desde el hombro hasta la rodilla. Dios, era tan ardiente… Había sentido frío, pero este calor la abrasaba: se había preparado para la crueldad, pero él había penetrado a través de sus defensas tocándola de una manera que sólo le provocaba placer.

– No te haré daño -murmuró mientras sus labios se movían por su piel a la vez que deslizaba su otra mano bajo su blusa.

Jugó con sus pechos apretándolos, pellizcando sus pezones mientras su boca en su cuello hacía que el estómago le diera otro vuelco como si estuviera en una montaña rusa, subiendo y bajando en una vertiginosa corriente de sensaciones.

No tenía ni idea de cuánto tiempo estuvieron allí, sólo que el desconcertante placer seguía y seguía. Estaba perdida en el mar y sin brújula. Esto estaba tan lejos de sus experiencias y expectativas que no tenía ni idea de lo que debía hacer. ¿Placer? Su relación con Rafael consistía en darle placer a él, el placer de ella no importaba en absoluto. Ella había aceptado eso y se concentraba en hacer todo lo que le pudiera hacer feliz a él. ¿Cuándo había sido la última vez que un hombre había intentado satisfacerla físicamente? Era un recuerdo vago, perdido en el tiempo, hacía tanto tiempo que ya había perdido la esperanza de obtener cualquier tipo de placer personal. Sentirlo ahora, en manos -literalmente hablando- de un asesino frío como el hielo, resultaba asombroso.

Él le pellizcó los pezones, apretándolos con cuidado, y la sensación fue lo suficientemente aguda para disparar una ráfaga de pura excitación sexual directa a su ingle. Se sintió subiendo y bajando, su cuerpo se arqueaba instintivamente en manos de él mientras sus dedos se deslizaban por la parte trasera de su cuello, sintiendo la dureza, el grosor del músculo. Se pegó a él escuchando los suaves sonidos de incitación que estaba haciendo, sintiendo la rígida protuberancia de sus pantalones mientras frotaba sus nalgas contra ella. Los músculos de su estómago se contrajeron de nuevo, esta vez con anticipación ciega, y ella intentó volverse hacia él.

Él la sujetó, manteniéndola contra la barandilla, la ciudad se extendía ante ellos y a su alrededor. Sintió cómo tiraba de la cinturilla elástica de sus pantalones, sintió el frío súbito del aire en su trasero desnudo mientras él tiraba de la seda hacia abajo, sintió la tensión del elástico alrededor de sus muslos.

El pánico regresó de nuevo, una vez más mezclado con la incredulidad y el terror. ¿Aquí? ¿En el balcón, al aire libre, donde cualquiera podría verlos? La calle estaba demasiado lejos para que pudieran verlos desde allí abajo pero ¿y la gente de los edificios vecinos? Los telescopios abundaban en esa ciudad, miles y miles de personas espiaban a sus vecinos, en los edificios del otro lado de la calle y, seguramente el FBI o la DEA [2] o alguien estaría espiando a Rafael, lo que significaba que también la espiaban a ella… y ese hombre la tenía semidesnuda en el balcón.

Él se acercó de nuevo, murmurando algo en voz baja y con tono tranquilizador. Oprimió de nuevo su desnudez y puso la mano entre ellos. Ella oyó el sordo sonido de una cremallera, sus nudillos presionando brevemente sus nalgas, sobresaltándola en un grito contenido, entonces no era consciente de nada, sólo de su espantosa exposición y de la fuerte presión de su pene desnudo contra la abertura de su cuerpo.

– Inclínate un poco.

Su mano en la parte trasera de su cuello se aseguró de que obedeciera. Sus pies estaban entre los de ella, separándolos todo lo posible dado el obstáculo que suponían sus pantalones alrededor de sus muslos. Dobló las rodillas, agachándose para obtener un ángulo mejor y con la otra mano movió la gruesa cabeza hacia delante y hacia atrás contra su abertura, humedeciéndolos a ambos. Entonces presionó hacia arriba y hacia adentro, penetrándola lentamente y con dificultad.

Drea se retorció, atrapada como un gusano en un anzuelo. Los músculos de sus muslos se tensaban y se relajaban, temblando. Él la sujetó, la empujó hacia él, la estrechó mientras lentamente se retiraba y empujaba de nuevo hacia delante. Su brazo derecho la mantenía pegada a él, mientras su mano izquierda descendía y hurgaba entre sus suaves labios vaginales. Cerró los dedos a modo de tijera alrededor de su clítoris, sujetándolo mientras se movía dentro de ella, adelante y atrás, adelante y atrás, la gruesa, dura longitud de su pene tocando algo dentro de ella -tal vez su punto G- Dios, no tenía ni idea, todo lo que sabía era que se disparaba hacia el clímax tan rápidamente que no podía pensar, entonces empezó a correrse violentamente, con sus músculos internos ordeñándolo y ásperos sonidos animales que indicaban el final emergiendo de su garganta.

Se habría caído hacia atrás desmayada si él no la estuviera sujetando. Él salió de ella con cuidado y la giró hacia él, hasta que ella dejó de jadear y estremecerse, hasta que dejó de llorar. ¿Por qué estaba llorando? Ella nunca lloraba, por lo menos no en serio. Aún ahora sus mejillas estaban húmedas, respiraba de forma entrecortada y con dificultad. Intentó controlarse y, cuando fue capaz, abrió los ojos y alzó la vista, se encontró con su mirada y se quedó de nuevo sin respiración.

Había pensado que sus ojos eran marrones, pero ahora se había dado cuenta de que eran castaños, lo que era una palabra totalmente inadecuada para los colores que veía allí: no sólo marrón y verde y dorado, sino también azul y gris y negro, surcados por líneas blancas. De cerca, el color le recordaba a los oscuros ópalos, llenos de colores sorprendentes. Su mirada tampoco era fría; el calor que veía en ella la abrasaba, la intensidad del deseo. No se había enfriado en absoluto, al contrario que en todas las experiencias que había tenido anteriormente. Una vez que un hombre se corría, perdía el interés en seguir jugando. Pero este hombre estaba todavía duro, todavía preparado y…

– No te has corrido -le soltó, dándose cuenta de repente.

Empezó a llevarla de espaldas hacia la puerta de cristal abierta, sujetándola cuando sus pantalones amenazaban con hacerla tropezar.

– Sólo una vez, ¿recuerdas? -dijo con su brillante mirada cálida y violenta a la vez-. Hasta que me corra, todo esto cuenta como una sola vez.

Capítulo 2

En un edificio con vistas al apartamento de Rafael, un agente federal parpadeaba mirando el monitor y anunciaba con tono de asombro:

– Eh, la novia tiene un novio.

Su superior caminó hacia el monitor y se quedó mirándolo, mirando a la pareja del balcón. Silbó.

– Haz que lo sigan de cerca; Salinas acaba de dejar el edificio. Frunció el ceño, analizando las imágenes.

– No recuerdo haber visto antes a ese tío. ¿Podemos identificarlo?

– No creo; al menos no por ahora. No nos ha proporcionado un buen ángulo.

A pesar de ello, el primero de los agentes, Xavier Jackson, hizo bailar los dedos sobre el teclado intentando mejorar la resolución. Salinas había elegido bien su ático; el ángulo, la altura, la distancia, todo pensado para hacer de la vigilancia visual, como mínimo, una tarea difícil -y con todo lo mala que era la vista, lo que se veía desde allí era condenadamente mejor que cualquiera de los sonidos que habían logrado conseguir-. El apartamento no sólo estaba insonorizado, sino que Salinas había instalado además un sofisticado equipo que frustraba todos sus intentos de escuchar alguna cosa. Ni siquiera habían sido capaces de pinchar ninguna de sus líneas, lo que, según Jackson, significaba que Salinas tenía metido en su bien diseñado bolsillo a algún juez de alto nivel. Eso cabreaba sobremanera a Jackson, ya que iba en contra de su sentido de la justicia, de lo correcto y de lo incorrecto. Los jueces eran humanos; podían ser estúpidos, parciales, simplemente malos, pero, joder, se supone que no corruptos.