Cuando acabó el turno buscó a Glenn, que trabajaba más horas que cualquiera de ellos. Era difícil encontrar cocineros rápidos y buenos, y Glenn no quería contratar a nadie que simplemente fuese aceptable; trabajaba demasiado para eso. Si no encontraba otros dos camareros que siguiesen sus exigentes pautas, entonces doblaba su turno sin rechistar.

– Tengo que hablar contigo -dijo mientras se quitaba el mandil y lo tiraba en el cesto de la ropa sucia-. En privado, si tienes un minuto.

– ¿Te parece que tengo un minuto? -refunfuñó, con su robusta cara empapada en sudor. Echó una mirada de experto a las dos hojas de pedido que tenía colgadas con pinzas de la ropa en una cuerda delante de él-. Estas dos sólo me llevarán un minuto, así que relájate un poco hasta entonces. Espérame en mi oficina.

Entró en su oficina y se dejó caer en una de las sillas con respaldo recto, suspirando de alivio mientras libraba a sus pies de su propio peso. Estiró las piernas e inclinó los pies hacia ella todo lo que pudo y al hacerlo sintió el tirón de los tendones de Aquiles al relajarse. Luego giró los tobillos, después los hombros y el cuello. Dios, qué cansada estaba; estaba cansada de correr, cansada de mirar por encima del hombro y sólo había una manera de ser realmente libre para siempre.

Glenn entró en la oficina apurado y cerró la puerta.

– Vale, ¿qué pasa?

– Esta noche he visto a un hombre en el aparcamiento -dijo yendo directamente al grano-. Lleva casi un año acechándome y ahora me ha vuelto a encontrar. Tengo que marcharme.

La cara de Glenn se puso granate.

– Dime quién es y me aseguraré de que nunca más te vuelva a molestar -gruñó.

– No puedes protegerme de él -le dijo amablemente-. No se detendría ni aunque estuviese escoltada las veinticuatro horas del día. Lo único que puedo hacer es ir un paso por delante de él.

– ¿Has ido a la policía?

– Glenn, sabes que las órdenes de alejamiento no valen ni el papel en el que están escritas -le reprochó-. Si lo pillan violando la orden entonces lo acusarán de delito mayor o algo así, no sé cuál es el término correcto, pero una orden de alejamiento nunca evita que alguien haga algo que realmente quiere hacer.

Caviló en lo cierto que era lo que acababa de decir y frunció el ceño mientras por fin admitió que tenía razón.

– Maldita sea, odio que tengas que irte. Te has convertido en una buena camarera. Además también nos entretenías bastante por aquí. ¿Tienes idea de a dónde vas a ir?

Andie se tomó un minuto para olvidar la idea de que había entretenido bastante, aunque supuso que podría haber considerado bastante entretenida su amenaza de pincharle las pelotas a un tío con un tenedor.

– No, iré conduciendo hasta que encuentre algún sitio que parezca seguro. Lo marearé un poco, pero él sabe cómo encontrar a la gente.

Andie sabía exactamente a donde se dirigía, pero era mejor ocultárselo a Glenn.

Se levantó de la silla y fue hacia la caja fuerte electrónica que estaba detrás de su escritorio. Colocó su cuerpo entre ella y la pantallita y pulsó los números. Se oyó como un zumbido y luego un clic al abrirse la cerradura.

– Aquí está lo que te debo -le dijo contando algo de dinero de la recaudación del día-. Conduce con cuidado y buen viaje. -Se volvió a poner rojo, luego se inclinó hacia adelante y le dio un beso en la mejilla-. Eres una buena mujer, Andie. Si algún día ves que quieres volver, aquí tendrás un trabajo esperándote.

Andie sonrió y de forma impulsiva le dio un cariñoso y rápido abrazo, y luego se enjugó las lágrimas.

– Lo recordaré. Cuídate tú también. -De repente se detuvo y su mirada se desenfocó mientras lo miraba, a él y a través de él-. Necesitas cambiar tu rutina -le soltó-. Deja de llevarte el dinero por la noche al depósito nocturno cuando vuelves a casa.

– Maldita sea, ¿cuándo si no, se supone que voy a llevarlo? -le preguntó irritado-. El banco está de camino a casa y no es que tenga mucho tiempo…

– Pues búscalo. Y durante una o dos semanas utiliza una sucursal diferente.

Se le abrió la boca y luego apretó los labios con una mueca hosca.

– ¿Estás teniendo una de tus visiones? -le preguntó receloso.

– Yo no tengo visiones -negó con un tono tan irritado como el de él-. Es sentido común. Te has estado arriesgando yendo al depósito nocturno y a la misma oficina cada noche, y lo sabes. Toma mejor tus decisiones y no te pegarán un tiro.

En realidad pensaba que lo golpearían en la cabeza y que tendría una pequeña conmoción cerebral, pero recibir un tiro sonaba más dramático y serio, y así quizá la escuchase. Todavía parecía reacio, así que le murmuró:

– Adelante, sigue con tu cabezonería. -Y salió de la oficina antes de empezar a llorar. En realidad le tenía cariño a aquel bruto testarudo y no soportaba la idea de que le ocurriese nada malo, pero al final la decisión era suya, no de ella.

Ella ya tenía suficientes decisiones que tomar, pensó mientras caminaba con pesadez hacia el Explorer. El resto de las camareras del segundo turno se marchaban a la misma hora, así que no estaba sola y supuso que estaba todo lo segura que podía estar. No lo vio, pero tampoco esperaba verlo. Se había ido. Igual que sentía su presencia también sentía su ausencia. Él no sabía que lo había visto y el gato había ido a echar una siesta a alguna parte, confiado en que el ratón se quedaría en su agujero.

Se sentía extrañamente… tranquila, ahora que había tomado la decisión. Lo primero que haría sería asegurarse de desperdigar esos dos millones de dólares, porque si la mataban antes de que hiciese algo el dinero se quedaría allí, sin hacer ningún bien. Saint Jude siempre podía utilizar la pasta y así estaría ayudando a los niños enfermos. Ya estaba. Decisión tomada. Fue tan fácil que se preguntó por qué se había peleado con ese problema durante tanto tiempo.

La segunda decisión que tomó fue que nunca sería libre mientras Rafael estuviese vivo. Tendría a un asesino persiguiéndola y mientras tanto seguiría metiendo droga en el país, arruinando vidas, matando a gente, mientras él se forraba. No podía permitírselo.

Había sido una cobarde mientras había vivido con él; se había asegurado de no excavar demasiado profundamente como para encontrar una prueba irrefutable que pudiera ser utilizada en su contra, ignorando deliberadamente la oportunidad que había tenido para averiguar más cosas sobre lo que estaba haciendo. No había querido saber, y el resultado de ello era que no sabía qué pruebas podía presentar ante el FBI para que lo arrestasen. De todos modos, Rafael tenía dinero suficiente para enfrentarse al sistema legal. Aunque lo procesaran, podía alargar el caso en los tribunales durante mucho tiempo.

Pero lo conocía, conocía la brutalidad que se escondía bajo sus trajes de tres mil dólares y su corte de pelo de diseño. Conocía su ego y las reglas del mundo en que vivía. Si realmente la veía, si se enteraba de que estaba viva y justo delante de sus narices, se volvería loco. Podría perder todo el sentido de la prudencia, porque su machismo no toleraría que la dejara marchar. Nada ni nadie evitaría que la matase.

Tal vez el FBI pudiese protegerla. Eso esperaba, pero con cierto fatalismo aceptó que quizá no fuese así. No obstante, de un modo u otro tenía que hacer lo que pudiese para detener a Rafael, para desmontar su negocio. Así que ése era el precio que tenía que pagar por su nueva vida… y ese precio podría muy bien ser su propia vida.

Capítulo 25

Al principio pensó que no lo había visto, mejor dicho, sabía que lo había visto, pero pensaba que no lo había reconocido. Se había ido corriendo al coche maldiciéndose por haber sido tan estúpido como para quedarse de pie allí fuera sabiendo que la luz de un relámpago podría ponerlo en evidencia en cualquier momento. Sin embargo, se había sentido obligado a observarla y al final la tentación había sido demasiado fuerte; al verla reír se dio cuenta de lo mucho que le apetecía volver oír su melodiosa risa. Así que se plantó allí durante un minuto y lo siguiente que vio fue cómo un relámpago iluminaba la noche y ella se giraba para mirar por la ventana. El aparcamiento estaba iluminado pero la lluvia parecía haber absorbido gran parte de la luz y además había aparcado en una zona sombría entre dos tráileres, en la zona que sólo utilizaban los camioneros. Aun así podía ver las ventanas, lo cual fue, junto con la zona de sombra, la razón por la que había elegido aquel lugar. Bajó un par de ventanas lo justo para dejar entrar un poco de aire y que no se empañase el parabrisas. Luego se quedó sentado en la oscuridad y esperó observando para ver si huía, pero había vuelto al trabajo y durante un rato pensó que no lo había reconocido. Entonces se activó su instinto; ¿quería correr el riesgo? La respuesta era un no rotundo.

Nunca había querido que se enterase de que la estaba observando, de que la estaba protegiendo. Ella le tenía pánico, y con razón. Lo único que no quería era asustarla de nuevo ni causarle más dolor. Ahora pensaba que probablemente no tenía elección. Tenía que verla, hacerle saber que no tenía nada que temer antes de que volviera a marcharse.

No podía escapar de él a menos que se deshiciera del teléfono y del todoterreno al mismo tiempo y él no fuese capaz de seguirle el rastro, lo cual era improbable. Pero se cansaría de huir y no se permitiría establecerse en ningún sitio. Drea era una mujer que necesitaba establecerse; necesitaba un hogar y amigos, una vida en la que se sintiese a salvo y normal. No quería que viviese atemorizada; no quería que pensara que tenía que escapar durante toda su vida.

¿Qué haría cuando saliera del trabajo? ¿Huiría inmediatamente o seguiría actuando como si no lo hubiese visto, esperando poder engañarlo hasta que él bajara la guardia? Para la segunda opción necesitaría tener nervios de acero, pero ya se había dejado llevar por el pánico antes y había tenido el accidente. No podía olvidar, nunca, lo astuta que era. Había aprendido de su error y no volvería a cometerlo una segunda vez.

Apostaba a que se iría a casa. Probablemente sacrificaría el Explorer dejándolo abandonado en la autopista mientras cogía algo de ropa y se marchaba a primera hora de la mañana. Tendría guardado algún dinero en efectivo, por si acaso tenía que marcharse dejándolo todo en poco tiempo, porque lo preveía todo.

Miró la hora. Aún faltaban un par de horas para que acabase su turno y no quería dejar el coche de alquiler aparcado en su calle durante todo ese tiempo ni tan temprano. La gente todavía estaba despierta viendo la televisión. Las luces empezarían a apagarse en cuanto pasaran de las diez en punto, porque éste no era el tipo de gente que solía ver los programas nocturnos. Ahí es cuando él se cambiaría de sitio. Por ahora estaba en un buen lugar para observar y esperar. Si la paciencia era una virtud, entonces él por lo menos tenía una en su haber.

A las diez y media aprovechó un momento en el que ella estaba de espaldas para encender el coche y sacarlo de su oscuro aparcamiento. La lluvia había amainado hasta convertirse en llovizna, lo cual le permitía llevar puesto el impermeable que le servía de camuflaje, pero significaba que tenía que tener cuidado de no ir dejando agua donde ella pudiese verla.

Andie normalmente entraba por la puerta delantera; dejaba la luz del porche encendida y se podía proteger de las inclemencias del tiempo. Las escaleras que daban a la cocina no estaban cubiertas, eran dos escalones de hormigón desnudos que se caían a trozos. Ya estaban húmedos, así que no importaba que los mojase. Una contrapuerta cerrada con llave protegía la puerta interior de madera de los elementos. La abrió en cinco segundos. La puerta interior tenía una cerradura de pomo normal de las que incluso podría abrir un niño de diez años, y no le llevó tanto tiempo abrirla como la contrapuerta. Entró, se quitó el impermeable mojado y lo dejó en el cuarto de la lavadora que estaba al lado de la cocina y luego secó con una fregona el agua que había dejado en el suelo.

El pequeño dúplex no disponía de muchos escondites. No quería que lo viese cuando entrase por la puerta ni que saliese disparada desde el porche y echase a correr. Quería que entrase y cerrase la puerta con llave; eso le daría más tiempo para abordarla, para hablar con ella.

La distribución del apartamento era una pesadilla. La puerta delantera daba directamente a la pequeña sala de estar, donde los muebles estaban pegados a la pared debido al limitado espacio. La única lámpara que había dejado encendida bastaba para iluminar toda la habitación. Después había un pasillo pequeñito, si es que se podía llamar así; tenía de largo lo justo para albergar un armario empotrado y sospechó que ese espacio había pertenecido en su día al salón, pero que habían hecho alguna reforma cuando convirtieron la casa en un dúplex. El pasillo no tenía puertas y discurría hasta la cocina-comedor, donde el espacio era aún menor porque le habían quitado una parte para hacer el cuarto de la lavadora. A continuación estaban el dormitorio y el cuarto de baño, en los que apenas cabía lo básico.