Quería estar situado entre ella y cualquier puerta antes de que lo viese. También quería estar lo suficientemente cerca como para taparle la boca con la mano antes de que se pusiese a gritar como una descosida y los vecinos llamasen a la poli.

Iba a morirse de miedo, al menos al principio; a él no le hacía ninguna gracia, pero tenía que hacerlo. Ella tenía que escucharlo.

El mejor lugar para colocarse era la cocina, contra la pared. Ella pasaría de largo por su lado, pero no había ninguna puerta tras la que esconderse, ni ningún aparador. Tenía a su favor que ella normalmente no encendía la luz de la cocina; iba directa al dormitorio, encendía la luz de allí y luego volvía atrás para apagar la lámpara del salón. Si seguía su rutina, esperaría a que estuviese a punto de llegar a la habitación y se colocaría detrás de la puerta de la cocina.

Podían salir mal muchas cosas. Si estaba asustada podía ser que encendiese la luz de la cocina. Tendría que poner los cinco sentidos, estar preparado para reaccionar ante lo que hiciese. Ella se resistiría. Pasara lo que pasara, Drea era una superviviente. No se rendía. Se resistiría hasta no poder más. Tendría que controlarla, sin hacerle daño, hasta que llegase a ese punto, o bien hasta que él pudiese hacer que lo escuchase. Nunca se había contenido en toda su vida. Si luchaba era para ganar. Aunque no le iba a dar puñetazos a Drea. Pero ella no se contendría, por lo que estaba listo para sufrir algún daño antes de conseguir controlarla. Por una parte odiaba que estuviese tan asustada, pero por otra había algo que tenía que agradecer: la anticipación.

La habría dejado en paz para siempre si así lo hubiese querido el destino. Pero no fue así, y por fin -por fin- iba a volver a tocarla, a abrazarla, aunque sólo fuese durante un instante. Cerró los ojos ante el calor abrasador que le provocó aquel recuerdo, la sensación de los músculos internos de ella contrayéndose cuando se corría. Había sido suya durante cuatro horas, con sus esbeltos brazos alrededor de su cuello y las piernas rodeándole las caderas.

Durante un rato podría volver a tocarla. No se hacía ilusiones sobre lo que ocurriría después de que la calmase y le aclarase que no pretendía hacerle ningún daño. Si volverían a tener o no cualquier tipo de contacto dependía de ella… y sabía lo que ocurriría.

Miró el reloj. Aún le quedaban veinte minutos, quizá media hora. Si quería saber seguro dónde estaba, tendría que coger el portátil en el coche y rastrear los localizadores que le había colocado en el teléfono y en el coche, pero sólo se molestaría en hacerlo si tardaba demasiado.

Se sentó a esperar en una silla de la cocina.


Andie pasó por delante de su casa dos veces antes de entrar en el camino de acceso. No había visto nada fuera de lo normal, pero tampoco sabía qué coche tenía, así que no tenía forma de localizarlo. Los coches que estaban aparcados en la calle estaban todos a oscuras y en silencio y, según parecía, vacíos.

Entrar en casa suponía un riesgo. Lo sabía. Podría haberla seguido hasta allí en cualquier momento durante el último mes, suponiendo que acabase de encontrarla cuando Cassie lo había visto. Por lo que sabía, podía haberla encontrado hacía meses. Pero tenía que recuperar las joyas y su pequeña provisión de dinero porque de eso tendría que vivir. Se hundió al darse cuenta de que, o entraba, o tendría que pagar por otro carné de identidad falso, y eso costaba una pasta.

Nada se movía en la oscuridad y el vecindario estaba tranquilo; ningún perro ladraba advirtiéndola sobre un extraño recorriendo la calle en silencio. Podía coger el coche y largarse, pensó, o podía entrar. Tenía que entrar. Él podía estar allí dentro o no. Podía estar detrás de aquel gran roble que había al final del jardín o no.

Reunió todo su valor, respiró profundamente, agarró el bolso y salió del Explorer. Normalmente cerraba el coche con llave, pero esta vez no lo hizo por si tenía que salir corriendo a buscarlo, y cada segundo era crucial. En lugar de reconfortarla, la luz amarilla del porche le hacía sentirse desprotegida mientras intentaba torpemente abrir la puerta con la llave.

Su destartalado saloncito parecía normal. El apartamento estaba tan tranquilo como de costumbre. Se quedó de pie un momento escuchando, pero no oyó ningún indicio de roce ni de respiración. Por supuesto que no, pensó. Él era demasiado bueno como para hacer eso. De todas formas, el corazón le latía con tanta fuerza que no estaba segura de si podría oír nada aparte del retumbar de su sangre al fluir. Sentía el pecho tenso, como si necesitase jadear para tomar aire. Siempre le ocurría eso al pensar en él, siempre. Ni siquiera tenía que estar allí para que ella se muriese de miedo.

Las joyas estaban en una bolsa dentro del cajón del armario. Entraría en el dormitorio, cogería las joyas, metería algo de ropa en la maleta y se iría. Tardaría en irse dos minutos, como máximo, y cada segundo que pasaba allí era un segundo que quizá no se podía permitir. Volvió a respirar hondo y caminó rápidamente hacia su habitación.

Una mano robusta le tapó la boca mientras un brazo la agarraba por la cintura y la apretaba contra un cuerpo tan fuerte que el propio impacto contra él le hizo daño. No había oído ni un susurro, ni una pequeña brisa, literalmente nada que la advirtiese. De repente él estaba allí, detrás de ella, y la sangre le bajó de la cabeza al oírle susurrar: «Drea».

Capítulo 26

Una niebla gris y densa le nublaba la mente, privándola de cualquier tipo de pensamiento racional. Reaccionó como un animal salvaje, lanzándose hacia atrás con todas sus fuerzas, intentando hacerle perder el equilibrio, sacarle la mano con la que le cubría la boca para poder chillar, cualquier cosa para escapar. Mientras lloraba desconsoladamente se arqueaba y daba patadas, intentaba arañarlo, darle codazos, echaba la cabeza hacia atrás intentando darle en la boca o en la barbilla. Pero ninguno de sus movimientos estaban coordinados ni planeados; se movía por instinto animal, como un conejo intentando escapar de las fauces del lobo. Le podía oír diciendo algo, pero desde que había pronunciado su nombre nada tenía ningún sentido ni conseguía reconocer ninguna palabra.

La oscuridad era sobrecogedora, tanto en la cocina como en su mente. Sabía que había dejado encendida la lámpara de la sala pero parecía que la luz no conseguía penetrar hasta allí; el terror la ofuscaba por completo, excepto de su necesidad de luchar, de escapar. De algún modo, no sabía cómo, su desesperación le dio fuerzas y consiguió zafarse ligeramente de él.

Perdía el equilibrio y estaba desorientada. Cuando de repente apoyó todo su peso sobre un lado no pudo evitarlo y se cayó, medio enredada entre las sillas de la cocina antes de chocar contra el suelo. La silla se volcó y salió disparada deslizándose por el suelo; ella rodó por el suelo mientras intentaba ponerse de pie, gritar, pero no tenía el aire suficiente en sus comprimidos pulmones y lo único que pudo emitir fue algo similar a un leve balido.

Él se lanzó sobre ella como una pantera, cargando todo su peso sobre su cuerpo, aplastándola contra el suelo otra vez. De nuevo le cubrió la mano con la boca. Ella sacudió la cabeza intentando abrir la boca y morderle, cualquier cosa para librarse de su abrazo de acero. Al primer roce de sus dientes, él le apretó la mandíbula con la mano, presionando hasta el punto que el dolor le invadió toda la cabeza.

Aunque estaba casi paralizada por el dolor, trató de resistirse. Cuando intentó darle un puñetazo en la cabeza él cambió de posición y la inmovilizó clavándole los codos en los brazos. Ella se agitaba intentando desesperadamente levantar las piernas y colocarlas entre su cuerpo y el de él para poder utilizar sus poderosos músculos, darle un empujón y quitárselo de encima. Con un leve giro de cadera, metió una pierna entre las de ella y le puso una hacia un lado; repitió la maniobra y consiguió poner ambas piernas entre las de ella. Fue balanceándose de un lado a otro mientras avanzaba levantando las rodillas, abriéndole las piernas hasta cubrirle los muslos con los suyos, mientras que su fuerte torso la mantenía tumbada contra el suelo.

Se dio cuenta, horrorizada, de que estaba excitado; su erección, contenida por sus pantalones, le hacía daño al rozarse contra su pelvis. Se movió un poco hacia abajo para dejar de sentir aquel dolor en aquel lugar, pero prefería el dolor a notar aquel prominente bulto como intentando entrar en ella atravesando la tela de sus pantalones. Dios mío, ¿también iba a intentar violarla?

No podía soportarlo, no podía soportar que él le hiciese daño de esa manera. De todos los hombres que había conocido, sólo él la había tocado de verdad; sólo él había superado sin esfuerzo todas sus barreras de protección hasta romper un corazón que ella juraba que era intocable. Él le había enseñado de otra manera, le había enseñado por las malas que no era una mujer tan insensible como quería pensar. Saber que lo habían contratado para matarla fue durísimo, tanto que se había desmoronado hasta perder el control; pero en cierto modo la violación era peor porque no sólo mostraba su carencia de sentimientos, sino también un desprecio total. Hubiese preferido que la matase directamente.

Su inútil resistencia fue amainando poco a poco y sus vanos intentos de gritar se convirtieron en sollozos ahogados. De las comisuras de sus ojos brotaban lágrimas que se mezclaban con su pelo tras atravesarle las sienes. No soportaba mirarlo, no soportaría ver su cara aunque el torrente de lágrimas se lo hubiese permitido, así que apretó los ojos con todas sus fuerzas.

En ese primer momento de tranquilidad oyó el murmullo profundo de su voz.

– No voy a hacerte daño -dijo él rozándole la oreja con sus labios-. Drea, cálmate. No te haré daño. Nunca lo haría.

Al principio sus palabras eran tan incomprensibles como lo habían sido antes, y aunque al final consiguió entenderlas no comprendía su significado. ¿Que no le haría daño? ¿Quería decir que la iba a matar sin que sintiese dolor? ¿Que no sufriría?

Muy noble por su parte.

Una oleada de ira, una ira de supervivencia, surgió en medio del dolor y del terror y volvió a arremeter contra él retorciendo la cabeza hacia un lado y clavándole los dientes donde pudo, que resultó ser su antebrazo, justo al lado de su gruesa muñeca. El sabor cálido y metálico de la sangre le invadió la boca, como si hubiese mordido una moneda. Él dijo «¡Joder!» con tono tenso, pronunciando la palabra con los dientes apretados, y con la otra mano le volvió a presionar la mandíbula en los mismos puntos que antes. Pese a resistirse, aflojó la mandíbula y él pudo sacar el brazo de entre sus dientes.

– Hazme un favor -murmuró él-. Si ves que sientes la necesidad de hacerme daño, es mejor que me des un puñetazo en un ojo en lugar de morderme. Por lo menos así no necesitaré ponerme la vacuna del tétanos.

De repente abrió los ojos y lo miró indignada. Él le devolvió la mirada desde una distancia de unos veinte centímetros, lo suficiente para que no pudiese darle un cabezazo, al menos no con su reducido campo de movilidad. A pesar de su primera impresión de profunda oscuridad, la cocina no estaba totalmente a oscuras; la luz de la sala de estar formaba una tenue y apacible franja sobre el suelo de linóleo y le permitía ver los ensombrecidos planos de su rostro y el brillo de sus ojos misteriosamente brillantes.

El silencio se instaló entre ambos, un silencio tenso y acalorado. Después de un rato inspiró, controlando la respiración y espiró del mismo modo.

– ¿Ya puedes escucharme? -le preguntó él por fin-. ¿O tengo que atarte y amordazarte?

Aquello le sorprendió y lo miró fijamente, confusa. Si iba a matarla podría haberlo hecho sin más, no tenía que atarla ni amordazarla. Él había ganado, dependía de su misericordia… si es que tenía alguna.

¿Querría decir que… había alguna posibilidad de que no la fuese a matar, y punto?

No tenía por qué haberse abalanzado sobre ella, pensó. Si su propósito hubiese sido matarla podría haberle disparado en cualquier momento. Había actuado tanto tiempo asumiendo que lo que quería hacer era precisamente eso, que sentía que el suelo se había hundido bajo sus pies. Si lo que creía que era real no lo era, entonces, ¿qué demonios ocurría?

De no haber tenido la boca cubierta se la habría abierto de par en par. Lenta y cuidadosamente, con dificultades porque él todavía la tenía agarrada, primero asintió una vez con la cabeza, hacia arriba y hacia abajo, y luego la sacudió negando igual de despacio.

Tomando sus movimientos exactamente por lo que eran, las respuestas por orden a sus preguntas, le dijo:

– Entonces presta atención. No voy a hacerte daño, ningún daño. ¿Está claro? ¿Lo entiendes?