Se dio cuenta de que se había blindado a sí mismo, al menos en cuanto a la aplicación de la ley en este país. Estaba a salvo del arresto porque no se le podía acusar de ningún crimen conocido. Aunque les diese detalles concretos, la poli probablemente no encontrase pruebas de que hubiese salido del país en ese momento en particular.

No conseguiría nada entregándolo. Cuando se dio cuenta de ello, lágrimas de consuelo invadieron sus ojos. No quería entregarlo; no quería que pasase el resto de su vida en la cárcel. Quizá debiese hacerlo, pero ella tampoco era una santa y tendría que serlo para ignorar tanto su propio corazón.

Para complicarle más las cosas estaba el hecho de que, aunque se suponía que el asesinato era lo más inadmisible, parecía ser un ser humano mucho más decente que toda la escoria con la que había salido su madre. En la escala de la maldad, ¿qué era peor, el asesinato o el abuso?

La ley decía que el asesinato. Pero, maldita sea, había gente que no merecía vivir y era razonable que si un capo de la droga contrataba a Simon para matar a alguien, ese objetivo probablemente fuese otro capo de la droga. ¿Cómo iba a ser eso algo malo? Cualquier cosa que redujese drásticamente su número tenía que ser bueno para la humanidad. ¿Era malo porque Simon mataba por dinero más que por mejorar el mundo reduciendo el nivel de escoria? La motivación no podía serlo todo, porque había mucha gente que, con la mejor de las intenciones, hacía muchísimo daño.

Esto no era algo que fuese a resolver en una hora y estaba demasiado cansada como para seguir preocupándose de los detalles. Lo bueno era que no tenía que hacer nada ahora mismo. No tenía que decidir nada sobre Simon y no tenía que hacer nada con Rafael. Era libre para…

Sus pensamientos se detuvieron en seco. Rafael.

Entonces, ¿sólo porque estaba a salvo estaba bien dejarle continuar como siempre, importando drogas que destrozaban la vida de la gente, las drogas que los hacían volverse adictos y los mataba, y hacerse monstruosamente rico en ese proceso? ¿Sólo porque estuviese a salvo no tenía obligación de hacer lo que pudiese para acabar con la operación de Rafael?

No. La respuesta en su interior fue inmediata y categórica. Tenía más obligación que nadie en el mundo, porque ella había vivido de ese dinero, se había beneficiado de él, y porque estaba en la privilegiada posición, no sólo de conocer a Rafael tan bien como lo conocía, sino también de ser la única persona en la tierra cuya presencia lo incitaría a hacer una estupidez, algo que pudiese darle a la poli algo por lo que pillarlo.

Tenía que hacerlo. Fuese cual fuese el riesgo, era algo que tenía que hacer.

Sus pensamientos volvieron a Simon. Ahora se sentía obligado a protegerla, lo cual podía causar estragos en los planes que hiciese para clavarle un palo en el ojo a Rafael, metafóricamente hablando. No quería que Simon se metiese en esto; era su deuda, su obligación. Sin embargo, cómo viese él la situación era una cosa totalmente diferente.

¿Intentaría detenerla? Sin duda alguna. Aún peor, sospechaba que normalmente conseguía todo aquello en lo que se empeñaba. No tenía que utilizar demasiado la imaginación para verlo reteniéndola, cautiva en alguna parte, o sacándola a escondidas del país para que no pudiese llegar hasta Rafael.

Era la historia de siempre, pero con letra diferente: tenía que huir de él. Seguro de que no escaparía, bajaría la guardia, pensó ella. Quizá no justo ahora; era astuto y desconfiado, y era probable que la observase a distancia durante un par de días. Así que andaría por ahí, haría algún preparativo y calmaría sus sospechas hasta que se sintiese lo suficientemente tranquilo para marcharse. No podía saber cuándo sería, pero era humano; podía ser que fuese más duro y más inteligente que la mayoría, pero seguía siendo humano y aún tenía que comer, dormir y mear como todo el mundo. De vez en cuando tendría que bajar la guardia. Con suerte, aunque anduviese por allí, podría subirse a un avión y marcharse mucho antes de que él se diera cuenta de que se había ido.

Podría seguirla; hasta ahora había visto cualquier movimiento que había hecho, cada paso que había dado para cambiar su aspecto y su identidad. No tenía la esperanza de que de repente él se volviera estúpido y ella una experta escapista, pero lo único que necesitaba eran un par de días de ventaja, quizá ni siquiera tanto, y estaría en Nueva York.

Se pondría en contacto con el FBI. Rafael tenía que estar bajo vigilancia constante y probablemente los federales estaban frustrados por no tener una acusación sólida contra él.

Seguramente el agente a cargo aprovecharía la oportunidad de utilizarla de alguna forma.

Una vez en manos del FBI, estaría fuera del alcance de Simon.

Capítulo 28

Al llegar a la habitación del hotel, Simon encendió el ordenador, sólo para asegurarse de que la había convencido de que estaba a salvo y de que no había salido ya corriendo en busca de lo que pensaba que era su vida. Bien… Tanto el Explorer como el móvil estaban donde se suponía que tenían que estar e inmóviles, con lo cual lo más probable era que estuviese en cama. Configuró el programa para que le enviase un mensaje al móvil si el localizador empezaba a moverse, por si acaso intentaba engañarlo.

Le habría gustado estar allí con ella, pero cuando la besó sintió reservas por su parte que indicaban que no iba a recorrer de nuevo ese camino con él, por lo menos todavía no. No le gustaba esperar, pero lo haría… al menos durante un tiempo. Había convertido la paciencia en un arte, perfeccionándola como una especie de arma mientras superaba la perseverancia del hombre y la naturaleza en la caza de cada objetivo, pero ahora que el velo del secreto entre él y Andie había desaparecido, su instinto le decía que tenía que actuar rápido y ser duro. Ella se las había arreglado toda su vida complaciendo a los hombres, ignorando sus propias necesidades, lo que le gustaba y lo que no, y dando la imagen que el hombre quería ver. Necesitaba tiempo, sí, pero también necesitaba que la quisiesen por ser quien era. Necesitaba que la cortejasen, que la persiguiesen, darle la vuelta a la tortilla; necesitaba un hombre que la tratase como una reina.

La paciencia no era más que otra forma de perseverancia. Quizá era un cabrón por no salir de su vida y dejarla en paz, después de todo lo que había hecho y del dolor que le había ocasionado. ¿Y qué? Prefería ser un cabrón y tenerla, que ser un caballero y dejarla escapar.

Si no hubiera notado ninguna reacción por parte de ella, se habría enfrentado a la pérdida y la hubiese dejado en paz, pero estaba inquieta y no dejaba de moverse en su silla, y él sabía lo suficiente de mujeres como para darse cuenta de que había estado recordando lo que había pasado entre ellos. La conocía lo suficiente, por aquella tarde que habían pasado juntos, para saber qué aspecto tenía cuando estaba excitada. Ella quería mostrar indiferencia, pero no lo conseguía, como tampoco él mostraba indiferencia hacia ella. Quiso hacerlo; quiso olvidarla en cuanto se alejó de ella. Pero por primera vez en su vida aquello no había ocurrido. Él vivía en la realidad, no en un mundo de color de rosa y de ilusiones, y lo que había entre ellos era real… algo sin explorar ni desarrollar, pero real al fin y al cabo.

Seguro de que se quedaría allí, al menos por el momento, sacó el botiquín de primeros auxilios y, con mucho cuidado, desinfectó la mordedura del brazo y luego aplicó un aerosol en la zona para dormirla. El analgésico era de uso tópico, pero fue suficiente para que los puntos no le dolieran. Se había clavado astillas que dolían más. Después, aplicó un antibiótico sobre los puntos, le puso un par de tiritas encima y volvió a guardar el pequeño botiquín tomando nota de lo que necesitaba reponer. Siempre llevaba consigo el botiquín y probablemente ya le había salvado la vida en un par de ocasiones. En los trópicos, una herida abierta, por pequeña que fuese, podía convertirse rápidamente en mortal.

Luego, entre bostezos, se tomó un par de ibuprofenos antes de desnudarse. Encendió la luz y se tiró en la cama. Si ella intentaba escapar le llegaría un mensaje al móvil, pero estaba bastante seguro de que no iría a ninguna parte esa noche. Aunque tuviese algo en mente probablemente intentaría fingir quedándose allí durante unos días. Era muy lista, pero él lo era más. Se fue a dormir sabiendo que, por ahora, todo estaba bajo control.


Andie durmió hasta tarde -cosa rara- y a las once y media se dirigió a trompicones hacia la cocina para hacerse un café. Le dolía la cabeza, quizá por el subidón de adrenalina, o quizá sólo necesitaba una dosis de cafeína. Normalmente se levantaba a eso de las ocho para tener tiempo para hacer las tareas del hogar y los recados antes de ir a trabajar, por lo que ya habían pasado más de tres horas desde el momento en el que normalmente se tomaba su primera taza de café.

Se tomó dos aspirinas y luego se llevó el café al salón. Encendió la tele de segunda mano que había comprado y se acurrucó en la esquina del sofá sin ganas de hacer de momento nada más que tomarse el café y esperar a que las aspirinas empezaran a hacer efecto. Vio parte de las noticias de mediodía, lo suficiente como para enterarse de que esa tarde se esperaban tormentas eléctricas y luego, a pesar del café, volvió a quedarse dormida.

La despertaron dos golpes en la puerta principal. Quizá fuesen los vecinos, pensó con amargura, quienes, con cierto retraso, venían a verla, preocupados por el jaleo de la noche anterior para saber si estaba bien. Ella sí los oía caminar, así que sabía que al menos habrían oído el ruido de la silla al volcarse. Pero ¿había comprobado alguien si había entrado un ladrón o algo así? Si ella escuchase los mismos ruidos al menos habría dado un golpe en la pared y habría pegado un grito para preguntar si todo iba bien.

Se detuvo antes de abrir la puerta y levantó un listón de la persiana para mirar al exterior. Se encontró ante sus narices a Simon, que estaba plantado delante de la puerta. Su presencia la impresionó tanto que se quedó sin respiración, como si al mirar se hubiese encontrado a un enorme lobo allí fuera. Sus ojos se encontraron a través del cristal y él levantó las cejas como diciendo: «¿Y bien?».

Consternada, dejó caer el listón de la persiana y permaneció de pie durante un minuto intentando decidir si abrir la puerta o no. Tenía la esperanza de que ya se hubiese ido de la ciudad. ¿Por qué andaba por ahí? ¿Qué más quedaba por decir?

– Puedes abrir la puerta -dijo él a través de la pared-. No me voy a ir.

– ¿Qué pasa ahora? -gruñó ella mientras giraba el pestillo y abría la puerta. Él entró con una sonrisa en los labios-. ¿Qué? -preguntó ella, apartándose de la cara la maraña de pelo de recién levantada. Ni siquiera se había pasado un cepillo y no le importaba.

– Venía a ver si te apetecía salir a comer. Supongo que no -dijo con un tonillo divertido.

Andie bostezó y volvió al sofá, subió las piernas y metió los pies descalzos debajo de los cojines. Todavía llevaba puesto el pantalón del pijama y la camiseta así que, no, no iba a salir, ni a comer ni a otra cosa.

– Supongo que no -repitió ella frunciendo el ceño-. Todavía no he desayunado. Gracias por la invitación. ¿Qué quieres?

Él levantó un hombro.

– Invitarte a comer. Nada más.

Ya, como si se lo fuese a tragar.

– Sí, ya. Probablemente ni siquiera respiras sin algún motivo oculto.

– Estar vivo lo es todo. -Entonces levantó la cabeza olisqueando-. ¿Está recién hecho el café?

– Más o menos -dijo ella. Miró la hora. La siesta había sido más larga de lo que pensaba-. Debe de llevar hecho una hora, así que todavía debería de estar bueno.

Ella también quería más café, así que se levantó y se fue a la cocina llevándose su taza con ella.

– ¿Cómo lo quieres? -preguntó mientras abría la alacena y cogía otra taza, levantando la voz para que él la pudiese oír desde el salón.

– Solo -dijo él justo detrás de ella, sobresaltándola hasta tal punto que casi se le cayó la taza. Él alargó la mano y le cubrió la suya para ayudarla a sostener la taza. Ella se apartó de inmediato, cogió la cafetera y rellenó ambas tazas.

– Haz algo de ruido cuando camines -le dijo rotundamente.

– Podría silbar.

– Lo que sea. Pero no te me acerques a hurtadillas.

Estaba más nerviosa de lo que quería aparentar, porque ese momento le había recordado intensamente a cuando se le acercó por detrás en el ático y le hizo el amor allí mismo, sin ni siquiera darle la vuelta para besarla. En ese momento no había podido dejar más claro que ella no era más que un trozo de carne para él; pero aun así ella se había dejado seducir por el intenso placer, y durante el transcurso de la tarde se fue montando una película de tal calibre que incluso llegó a pensar que realmente la llevaría con él. Todavía estaba escaldada por la humillación que había sentido al ser rechazada.