Dejó la taza de café e inspiró lentamente.
– Creo que deberías marcharte -le dijo sin rodeos-. Necesito que te vayas.
– ¿Porque te besé anoche? -Su mirada era astuta mientras la examinaba.
– Porque tú eres quien eres y yo soy quien soy. Sé lo que era antes, pero estoy sola desde el accidente… -Demonios, él ya lo sabía, la había tenido controlada durante todo este tiempo-. Y creo que estar sola es lo mejor para mí. En lo que a hombres se refiere, nunca tomo buenas decisiones. Es triste, pero cierto.
– No te estoy pidiendo que tomes ninguna decisión. Tienes que comer, ¿no? Salgamos a comer. O a desayunar. Siempre podemos ir a una crepería. -Su tono era dulce y nada apremiante y, de no estar en guardia, podría haberle transmitido una falsa sensación de seguridad. ¿Qué podía tener de peligroso una crepería? El problema era que con este hombre no existía eso de estar a salvo, al menos no por su parte, y la razón estaba en el interior de ambos.
Ella negó con la cabeza.
– No quiero ir a ningún sitio contigo.
– Si vienes, responderé a cualquier pregunta que me hagas.
Se quedó de piedra, furiosa consigo misma porque la oferta era demasiado tentadora para rechazarla, y él lo sabía. Su cabeza le decía que se mantuviese alejada, alejada de él, pero venía él y le ponía en bandeja la oportunidad de saber cualquier cosa que quisiera sobre él, y ella iba y se lanzaba sobre él como un halcón sobre un conejito. Él se divertía observándola, con los ojos brillantes y las comisuras de los labios arqueadas y estaba tan atractivo así, con la guardia baja y sin su típica expresión vacía, que realmente la hizo temblar. Aun así intentó seguir en su línea.
– No quiero saber nada de ti.
– Seguro que sí, como por ejemplo por qué me hice el tatuaje del culo.
– ¡No tienes ningún tatuaje en el culo! -le soltó ella mirándolo fijamente. Le había visto el culo y con lo bien que estaba se habría fijado; habría visto un tatuaje.
Él empezó a desabrocharse el cinturón.
– ¡No hagas eso! -le dijo alarmada-. No tienes por qué…
Sus dedos delgados agarraron el gancho de la cremallera y lo bajaron.
Andie perdió el hilo de lo que estaba diciendo.
Él se dio la vuelta, enganchó los pulgares en la cinturilla del pantalón y se lo bajó. La falda de la camisa cayó sobre sus curvas redondas y musculosas. Echó la mano hacia atrás para levantarse la camisa y allí estaba, en la parte superior de la nalga derecha, una especie de dibujo abstracto un tanto extraño, una especie de laberinto rizado. Sus dedos se contrajeron por la repentina e intensa necesidad de estirarse y tocarlo, no por el tatuaje, sino porque quería volver a sentir entre sus manos la silueta y el frescor de su trasero. Apretó los puños e intentó parecer impasible.
– Extraño dibujo. ¿Qué significa?
Él se subió los pantalones, se metió la camisa por dentro y se dio la vuelta para mirarla mientras se subía la cremallera y se abrochaba el cinturón, todo esto con una mirada pícara.
– Te lo diré durante la comida.
– Maldita sea -gruñó ella girando sobre sus talones mientras iba a la habitación a arreglarse.
Acabó en diez minutos y sólo se cepilló los dientes, el cabello y se cambió el pijama por un vaquero y una camisa; sólo llevaba un botón abierto en el cuello porque ya no se ponía nada escotado, porque la quemadura del pecho era un recordatorio constante de que las cosas habían cambiado. Ni siquiera se molestó en echarse un poco de maquillaje porque no intentaba impresionarlo ni a él ni a nadie. Se puso unas chanclas, se miró las uñas sin pintar y resopló. Su aspecto era totalmente opuesto al que tenía cuando Rafael se la entregó, pero si no le gustaba que le diesen y que se largase.
Él esbozó una sonrisa sincera al verla.
– Estás preciosa -dijo.
El cumplido era tan inesperado, tan opuesto a lo que ella pensaba, que se detuvo en seco y se quedó con la boca abierta de la impresión.
– Bueno… gracias. Pero… ¿estás ciego o qué?
– No, no lo estoy -respondió él tan serio como si la pregunta no hubiese sido retórica. Se acercó y le tocó el pelo-. Echo de menos un poco los rizos, pero me gusta el color. Ahora no llamas tanto la atención, no eres tan frágil. Eso es bueno. Tu boca sigue… bueno, déjalo.
– ¿Que deje qué? -Estaba jugando con ella como si fuese un pez en un anzuelo. Ella lo sabía, pero eso no cambiaba nada. ¿Qué pasaba con su boca? No se lo iba a preguntar porque la respuesta tenía que ser algo sexual, y no quería llegar a eso, pero… ¿qué pasaba con su boca?
– Te lo diré mientras comemos -le dijo.
Hasta que estuvieron sentados en una mesa en la crepería, con la carta en la mano y el café humeando delante de ellos, Andie no se dio cuenta de que le había dicho que contestaría a cualquier pregunta, pero no que le diría la verdad. Enfadada consigo misma por no haberse dado cuenta antes, estampó la carta contra la mesa y lo miró con frustración.
– Responder a cualquier pregunta es una cosa, pero ¿me dirás la verdad?
– Por supuesto -le dijo con facilidad, con tanta facilidad que se dio cuenta de que le había tomado el pelo.
– Estás mintiendo.
Él puso la carta en la mesa.
– Andie, piénsalo. ¿Qué tengo que ocultarte? ¿O tú a mí?
– ¿Cómo iba a saberlo? Si supiese todo sobre ti no necesitaría hacerte ninguna pregunta, ¿no?
– Buena observación.
Simon le sonrió. Ella deseaba que dejase de hacerlo. Cuando sonreía se olvidaba de que era un asesino a sueldo, se olvidaba del agua gélida que corría por sus venas y de que al marcharse de su lado le había hecho más daño que cualquier otro hombre. Pensar en él marchándose le hizo pensar en el tatuaje del culo y en cómo se le podía haber pasado.
– Entonces, ¿qué significa el dibujo de tu tatuaje?
– No lo sé. Es un tatuaje temporal para niños. Me lo puse esta mañana.
Ella estaba tomando un sorbo de café y se atragantó. Tuvo que cubrirse la boca y la nariz con la mano para no soltar el café por toda la mesa. En cuanto pudo tragar empezó a reírse por lo hábil que había sido al tenderle una trampa para conseguir que hiciese lo que él quería.
– Eso no vale, piqué. Sabía que no tenías ningún tatuaje.
Entonces llegó la camarera, libreta y bolígrafo en mano.
– ¿Ya sabéis lo que queréis, chicos?
Andie pidió huevos revueltos, beicon y tostadas, y Simon pidió lo mismo pero con patatas fritas. En cuanto volvieron a estar solos, ella dejó la taza en la mesa para no morirse de la vergüenza al escupir el café por si tenía alguna otra sorpresa guardada en la manga, o en los pantalones.
Había muchas preguntas que quería hacerle, pero algunas no se atrevía a formularlas porque no estaba segura de querer escuchar la respuesta. Ahora que lo pensaba, que le diesen el poder de hacer cualquier pregunta que quisiera y obtener una respuesta, le asustaba un poco. Le asustaría con cualquiera, pero con este hombre se sentía como si estuviese atizándole con un palo a un tigre, lo cual, aun con el permiso del tigre, podría ser una actividad peligrosa.
Empezó con preguntas sencillas, por su propio bien.
– ¿Cuántos años tienes?
Él levantó las cejas, un poco sorprendido por su elección.
– Treinta y cinco.
– ¿Cuándo es tu cumpleaños?
– El 1 de noviembre.
Entonces se quedó callada. Quería saber cuál era su verdadero apellido, pero quizá fuese algo que era mejor no saber. Sus secretos eran más oscuros que los de ella, los límites que lo definían eran más violentos y estrictamente trazados.
– ¿Eso es todo? -le preguntó cuando vio que no le hacía más preguntas-. ¿Querías saber cuántos años tengo y cuándo nací?
– No, no es todo. Esto es más duro de lo que esperaba.
– ¿Quieres saber cuántos años tenía la primera vez que maté a alguien?
– No. -Rápidamente miró a su alrededor para ver si alguien lo había oído, pero su voz era demasiado tenue para que la escuchasen y nadie lo miraba aterrorizado.
– Diecisiete -continuó él implacable-. Descubrí que tenía un talento natural para los trabajos sucios. Pero lo dejé el año pasado, después de sentarme en la capilla de un hospital, de llorar porque acababa de estar en la puerta de tu habitación del hospital y te había escuchado hablar con tu enfermera y de saber que no sólo estabas viva, sino también que estabas entera. Desde entonces no he aceptado ningún trabajo.
Capítulo 29
Maldito sea, maldito sea, maldito sea.
Andie lo maldijo durante los siguientes dos días, no sólo por no haberlo visto aunque, de algún modo, supiese que todavía estaba allí, vigilándola, sino porque, en aquella mesa de la crepería y oyéndolo mostrar su alma, se había enamorado de él. De todas las cosas insensatas que había hecho en su vida, enamorarse de un asesino a sueldo, aunque estuviese retirado, era la peor. Si necesitaba confirmación de que tenía que mantenerse alejada, muy alejada de cualquier relación amorosa porque era incapaz de tomar las decisiones adecuadas al elegir a un hombre, ahí tenía la prueba.
No había llorado, aunque tenía ganas. Él le había hecho su desgarradora confesión con tanta calma y con un tono tan pragmático que le había permitido mantener la compostura; y después de un rato había sido capaz de hacerle más preguntas, como de dónde era (había nacido en una base militar en Alemania) y si tenía familia (era hijo único y sus padres estaban muertos). Aunque hubiese tenido familia cercana, pensó ella, hubiese elegido estar solo. Ella misma había navegado sola, así que sabía lo que era no confiar en nadie, no creer en nadie. Ella todavía no creía en nadie, por lo menos no mucho. Todavía no había hecho amigos íntimos desde que se había instalado en Kansas City, lo cual era realmente una pena, pero en este sentido lo entendía perfectamente.
Él era atípico en muchos aspectos. No le gustaba ningún deporte profesional, lo cual también tenía sentido; a la gente solitaria no le llaman la atención los equipos. No tenía un olor favorito ni le gustaban los dulces. Quizá viese las preferencias como debilidades que podrían utilizarse en su contra y por eso se había desvinculado de los gustos y las aversiones que la gente solía utilizar para definirse a sí misma y sus límites; quizá siempre había mantenido esa distancia entre él mismo y los demás.
Aun así la había tocado, más de una vez. Durante la tarde que pasaron juntos él había visto lo asustada que estaba y la había tranquilizado con ternura, la había seducido con placer. Le había hecho el amor, aunque en ese momento ninguno de los dos lo vio así. Cuando tuvo el accidente se había quedado con ella mientras moría, cuidándola hasta que llegase alguien.
Ella nunca soñaba con el accidente y raras veces rememoraba el vago recuerdo de haber muerto. Primero había visto aquella luz increíble, pura e intensa, y luego había estado en aquel maravilloso lugar. Recordaba ambas cosas, incluso con olores y texturas, pero lo que ocurrió entre ambos hechos estaba incompleto y desenfocado. Quizá porque estaba sentada frente a él mirándolo a la cara y recordando, de repente vio la escena con tanta claridad como si estuviese ocurriendo justo ante sus propios ojos. En su mente le oyó susurrar «¡Dios, cariño!», y vio cómo le tocaba el cabello. Observaba cómo esperaba junto a ella. Mirar directamente su propio cuerpo era casi imposible, como si hubiese alguna especie de escudo a su alrededor, pero a él lo podía ver claramente. Podía ver la angustia que luchaba por controlar, el dolor que apenas podía aceptar.
Como si un rayo le atravesase el pecho de nuevo, se dio cuenta de por qué había mirado lo que decía el periódico sobre su accidente. Quería averiguar dónde estaba enterrada para llevarle flores a la tumba.
– Andie. -Estiró el brazo sobre la mesa y le agarró la mano, envolviéndola con la áspera palma de la suya-. ¿Dónde estás?
Por dentro estaba destrozada, pero había vuelto al presente, dejando atrás recuerdos que no quería tener, pero trayendo con ella algún conocimiento más sobre el hombre que tenía sentado enfrente, el hombre que estaba intentando ser menos distante, que estaba dispuesto a descubrirse respondiendo a cualquier pregunta que ella le hiciese.
No podía hacerle más preguntas, así que terminaron en silencio lo que quedaba de sus comidas. Él la observaba con una expresión tan tranquila como vacía, aunque no se podía decir que antes ya fuese demasiado expresivo. Se había permitido un poco de diversión y, de vez en cuando, posaba su mirada sobre su boca y se podía ver cómo le ardía el fuego en los ojos; pero, aparte de eso, no dejaba entrever nada de lo que podía estar pensando o sintiendo.
La había llevado a casa y había subido al porche con ella, pero se quedó a cierta distancia para indicarle que no pensaba entrar aunque lo invitase. En lugar de eso, caminó hacia el otro lado del dúplex y golpeó con fuerza la puerta principal. ¿Qué estaba haciendo? Andie frunció el ceño desconcertada. Quince segundos más tarde volvió a llamar. Nadie abrió la puerta.
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