Congeló una imagen de la pareja y la introdujo en el programa de reconocimiento, aunque no albergaba muchas esperanzas.
Su superior era Rick Cotton; llevaba en el FBI por lo menos veintiocho años, se le había puesto el pelo gris trabajando en el cuerpo. Era un hombre tranquilo, competente en su trabajo, pero sin el suficiente talento para lo que hacía ni lo suficientemente inteligente políticamente hablando para llegar más allá de su actual puesto. Se retiraría dentro de un año, más o menos, cobraría su pensión, y su ausencia no dejaría ningún vacío, pero al mismo tiempo la gente que hubiera trabajado con él lo recordaría como un sólido agente.
Durante sus seis años en el FBI, Jackson había trabajado con gente brillante que era, además, gilipollas, o peor aún, con gandules que eran brillantes lamiendo culos, así que no tenía ninguna queja de Cotton. Había cosas mucho peores en el mundo que trabajar con un hombre decente y competente.
– Esta podría ser nuestra oportunidad -dijo Cotton mientras esperaba a ver si el programa de ordenador le podía poner un nombre a la cara del hombre desconocido.
Hasta ahora, no habían encontrado ninguna grieta en el muro de seguridad de Salinas, pero grabar a su novia montándoselo con otro tío era un elemento de presión que podían usar contra ella. Que se lo montara con alguien dentro sería una oportunidad increíble… No porque fuera a hacer brillar la reputación de Cotton, pues algún agente hábil e inteligente sentado en una oficina encontraría la manera de llevarse todo el mérito y Cotton no protestaría, sino que continuaría trabajando a su manera, duramente y de forma responsable. Jackson pensó que él mismo podría ser ese hábil e inteligente agente, ya que ni de broma dejaría que otra persona se llevase el mérito después de las insoportablemente largas y aburridas horas que él y Cotton habían invertido en esa misión. Sin embargo, no dejaría atrás a Cotton, el hombre se merecía algo mejor que eso.
Jackson no perdía de vista la doble pantalla, buscando un ángulo mejor, pero era como si el muy cabrón supiera exactamente dónde estaban porque ni una sola vez dejó ver algo más que una imagen parcial de su rostro. Su oreja derecha -aunque Jackson congeló una imagen muy buena de la oreja-. Las orejas eran buenas; la forma, el tamaño, la manera en que estaban colocadas en la cabeza y los surcos interiores eran diferentes en cada persona. La gente que se disfrazaba, normalmente se olvidaba de las orejas.
El programa de identificación facial se rindió, diciendo que no había encontrado nada, algo que él ya se esperaba.
– Vamos, mira el pajarito -murmuró al hombre-. Deja que te haga una foto.
Estaba tan concentrado en su tarea que, hasta que Cotton tosió molesto, Jackson no se dio cuenta de lo que estaba mirando.
– Mierda -masculló-. Se la está tirando ahí, al aire libre.
No es que realmente pudiesen ver algo, pero resultaba obvio por la postura de la pareja y sus movimientos lo que estaba sucediendo en el balcón.
Entonces el hombre desconocido se giró dando la espalda a la cámara y echó a andar llevándose a la novia hacia el interior del ático y cerrando la puerta corredera de cristal tras él.
Ni una sola vez les había dejado ver claramente su cara.
Tras la claridad y el calor del balcón inundado por el sol, el ático resultaba agradablemente fresco y oscuro, y privado. Drea se agarró a él buscando un punto de apoyo; sus piernas eran como fideos cocidos y su cerebro parecía una masa blanda. Él inclinó la cabeza para formar una línea de lentos besos a lo largo de su cuello y a través de su clavícula.
– ¿Este sitio está pinchado? -preguntó con ese tono característico grave y a media voz, con sus labios moviéndose contra su hombro mientras murmuraba las palabras en su piel-. ¿Hay alguna cámara?
– Ahora no -contestó Drea, y una aguda oleada de deseo y miedo hizo que se desmoronara por dentro. Había trabajado duro para hacer que la gente la considerase algo ornamental, narcisista y más que una tontita; en resumidas cuentas, inofensiva. El hecho de que la gente la infravalorara era una enorme ventaja para ella… sin embargo él no parecía infravalorarla en absoluto, y eso le gustaba y la asustaba a la vez. Si él podía ver lo que escondían los cerebros detrás de los actos, entonces otros también podían hacerlo. Al mismo tiempo, su sencilla suposición de que ella sabía la respuesta a una pregunta tan crucial alimentó una necesidad cuya presencia no había percibido hasta entonces, el ansia de ser tratada como una igual en ciertos niveles.
En cualquier caso, era demasiado tarde para seguir haciéndose la tonta. Imprudentemente, añadió:
– Antes sí que había, pero llegó a la conclusión de que tener grabado todo lo que hacía podía resultar peligroso para él.
Al principio, Rafael había hecho que la siguieran a todas partes, y las cámaras ocultas la habían grabado en su dormitorio y también en su baño. No tenía ningún tipo de privacidad, y ella simplemente había seguido la corriente, continuando con sus actividades completamente inocuas y aburridas. Llevaba con él casi cinco meses cuando, por casualidad, le oyó decirle a Orlando Dumas, su lince de la electrónica, que se deshiciera de todas las cámaras y micrófonos y que quemase las cintas. Orlando no se había tomado la molestia de explicarle que todo era digital y que no había cintas, pero Drea se había reído mucho en privado a costa de Rafael.
Si Rafael quería saber con qué asiduidad se hacía la manicura e iba a la peluquería, de acuerdo, que malgastara su tiempo haciendo que la siguieran. Iba de compras, veía la televisión y solía ir a la biblioteca más cercana a echar un vistazo a los libros de gran formato ilustrados de otros países. Estudiaba con detenimiento las fotografías y leía a Rafael fragmentos sobre diferentes costumbres y características geográficas de forma deliberadamente meticulosa, hasta que él, perdiendo la paciencia, le dijo que no le interesaban los hurones ni los lémures ni tampoco cuál era la catarata más alta del mundo. Drea se las había arreglado para parecer ligeramente dolida, pero a partir de entonces se guardó los fragmentos para ella misma. Poco tiempo después, él hizo que dejaran de seguirla cuando salía del ático.
La mayor parte del tiempo, Drea no aprovechaba la oportunidad y se comportaba de la misma manera que cuando la seguían. En realidad, sí se hacía la manicura e iba la peluquería con frecuencia y pasaba mucho tiempo haciendo compras, tanto en persona como por Internet. Tenía la televisión de su cuarto en un canal de compras y un cuaderno donde garabateaba los números de los artículos -números que a menudo tachaba o cambiaba por si Rafael los comprobaba-. También había números reales de ropa, por si sus investigaciones llegaban hasta ese punto. Pasaba mucho tiempo haciendo exactamente lo que Rafael esperaba que estuviera haciendo.
De vez en cuando, sin embargo, hacía algo completamente distinto. Rafael era implacable y espabilado, pero no creía que ella fuera lo suficientemente inteligente para engañarlo, así que ella se las arreglaba para engañarlo bastante a menudo.
Pero este hombre, este asesino que la tenía en sus brazos, era capaz de ver bajo su fachada construida con esmero, destruyendo sus defensas y exponiéndola con la misma facilidad con la que le había bajado los pantalones. Miró fijamente sus ojos entornados preguntándose qué más vería. ¿Estaría su secreto a salvo con él o para él sería como una carta que podría jugar cuando fuera útil estratégicamente? Tal vez pretendía que ella le diera información sobre Rafael. Cualquier cosa que él quisiera que hiciese tendría que hacerla, no tenía elección. En realidad era una decisión fácil de tomar, dado que este hombre era una de las pocas personas que ella sabía que estaba en contra de Rafael.
Sus pensamientos la habían abstraído del control de sus saturados sentidos y, a medida que la claridad regresaba, volvió a sentir la gélida punzada del pánico. Él no había acabado con ella. Que no le hubiese hecho daño -más bien todo lo contrario- no significaba que estuviera a salvo. Quizá sólo estaba jugando con ella, haciéndole bajar la guardia, haciendo que se relajara. Quizá le excitaban los golpes a traición.
– Estás pensando demasiado -murmuró él-. Te has vuelto a poner tensa.
¡Piensa!, se ordenó a sí misma, tratando de espantar el pánico. Tenía que pensar, tenía que controlarse. Dios, ¿cómo podía ser tan estúpida? En lugar de estar actuando como una imbécil que no sabía para qué servía su cuerpo debería estar usándolo, haciendo lo que mejor se le daba, que era hacer que un hombre se sintiera especial.
Se quedó mirando sus propias manos, sus dedos clavándose en los fuertes músculos de sus hombros, pegada a él, e intentó ponerlos en movimiento. Debería estar acariciándolo con las palabras y con los hechos. Debería chupársela, hacer que se corriera y entonces -Dios, por favor- él se iría y ella podría invertir el tiempo en decidir cuál era la mejor solución. Debería estar haciendo muchas cosas, pero todas ellas parecían estar justo ahora fuera de su alcance.
– ¿Dónde hay un dormitorio? -preguntó él, levantando la cabeza para echar un vistazo alrededor con su mirada alerta-. No donde duermes con Salinas. Algún otro sitio.
– Nosotros no… no dormimos juntos -masculló, sorprendida una vez más por estar diciendo la verdad. Los ojos de él se volvieron a clavar en ella y se entornaron todavía más y ella se estremeció por la amenaza que sentía acechar tras cada una de sus acciones-. Dormir. No dormimos juntos. Tengo mi propio cuarto.
Su corazón latió sordamente mientras él hacía una pausa antes de decir:
– Eres tú quien va a su cuarto.
Era una afirmación, no una pregunta, como si también hubiera sido capaz de interpretar a Rafael con extraordinaria exactitud. Aun así ella asintió, confirmándolo. De hecho ella iba al cuarto de Rafael cuando él quería sexo. Así era; la gente iba a Rafael, no él a ella. Después siempre regresaba a su propio cuarto, que había decorado deliberadamente de la manera más femenina y cursi posible, acorde con el personaje de muñeca Barbie que se había forjado.
– Tu cuarto -se apresuró a decir.
Drea miró hacia la derecha.
– Al fondo del pasillo.
Él se inclinó hacia abajo y le quitó los pantalones de los tobillos.
– Anda -dijo, y ella lo hizo, sacando sus pies de los charcos de finísimo tejido blanco.
No tuvo tiempo de sentirse incómoda por llevar puestos sólo una blusa y un par de tacones de diez centímetros porque él la levantó sin esfuerzo, ella tuvo que anclar sus piernas alrededor de sus muslos para sujetarse, y la llevó escaleras abajo.
Su erección dura como una roca rozaba su vagina, cada paso que daba lo hacía mecerse contra su carne inflamada. Drea apretó la parte superior de sus muslos y se frotó contra su grueso pene, esparciendo su propia humedad sobre él, intentando hacerle perder el control. Una caliente oleada de sensaciones se reunió en el punto de contacto, propagándose dentro de ella rápidamente, cogiéndola por sorpresa. Ya había llegado al orgasmo, así que no esperaba volver a excitarse de nuevo. Joder, no lo esperaba en absoluto. Nada en esa situación era lo que esperaba y, aunque se esforzaba por controlarse y no meter la pata, la cosa cada vez iba a peor.
Él llegó hasta su puerta y ella fue capaz de decir «aquí» con un tono ahogado, pero no consiguió separarse de él para girar la manilla. Lo hizo él mismo, atrayéndola todavía más hacia él y poniendo un brazo bajo sus nalgas, mientras abría la puerta con la otra mano. El movimiento ajustó sus posiciones lo suficiente para que su erección se introdujera bruscamente dentro de ella; un hormigueo caliente sacudió cada uno de sus nervios. La sensación era tan eléctrica que gimió, tensando cada músculo de su cuerpo. Inútilmente empezó a elevarse y a dejarse caer intentando obtener lo máximo posible de él, con su libertad de movimientos limitada por la forma en que él la estaba agarrando. En esa posición ella sólo podía tener seis o siete centímetros de su pene dentro de ella y, aunque la gruesa punta del miembro emitía miniexplosiones cada vez que ella se movía hacia adelante y hacia atrás, eso no era suficiente, quería más, lo quería todo, profundo y duro y rápido.
El ritmo de su respiración se aceleró un poco, el único signo que había dado, aparte de su erección, de que estaba mínimamente excitado. De repente, Drea ardió con la humillación de la evidencia de que, aunque realmente él quería sexo, no tenía un particular interés en ella; ella estaba allí, estaba disponible, y su interés por ella no pasaba de ahí. Se quedó helada y, muy a su pesar, volvió a sentir las lágrimas abrasándole los ojos. Parpadeó para tratar de enjugarlas por todos los medios.
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