A menos que su destino realmente fuese morir allí… a menos que su muerte fuese la forma en que Rafael se marchase para siempre.

Miró ciegamente por la ventana hacia la calle, con su flujo inagotable de peatones. No temía la muerte, pero temía no ser lo suficientemente buena como para volver al lugar donde estaba Alban. Había puesto todo de su parte para convertirse en un ser humano que valiese la pena, para trabajar por lo que tenía en la vida, para dejar de usar su físico y el sexo para conseguir lo que quería, pero sólo habían pasado ocho meses. Ocho meses comparados con quince años indudablemente no iban a ser suficientes para inclinar la balanza a su favor. Si moría ahora, ¿habría conseguido los suficientes puntos positivos para hacer cambiar las cosas?

Tal vez su muerte, su muerte final, fuese la verdadera prueba. «Nadie tiene mayor amor que éste», y todo eso. Si fuese necesario y su muerte fuese lo que hacía falta para acabar con Rafael, entonces lo haría. Encontraría el valor para hacerlo.

Pero no quería abandonar a Simon. A pesar de su historia, lo que había entre ellos era nuevo y frágil, estaba casi sin explorar. Y a pesar de la historia de él, a pesar de decirse a sí misma que era una mala elección para acabar con todas las malas elecciones, quería enmarcar entre sus manos su barbilla áspera por la barba, mirar la oscura opalescencia de sus ojos y observar cómo brotaba la ternura de donde antes sólo había vacío.

Quería tener tiempo para conocerlo, conocerlo de verdad. Quería conocerlo más que durante la superficial sesión de preguntas y respuestas en la crepería. Quería contarle chistes tontos y hacerle reír, quería compartir comidas con él, estar con él mientras pasaba de ser un hombre que se suturaba sus propias heridas a alguien que dejase que los demás le ayudasen.

Estaba muy solo. Si ella muriese, ¿qué le ocurriría a él? ¿Seguiría por el camino que había elegido, o volvería a sus viejas costumbres? No se creía tan especial como para que él no pudiese encontrar a nadie más a quien amar, pero la cuestión era: ¿Lo haría? ¿Lo intentaría? ¿O bien se aislaría aún más de lo que había estado antes? Ella conocía las respuestas a todas esas preguntas porque había visto cómo había ido cerrando todas las puertas que ella había abierto durante su tarde juntos, negándose incluso a decirle su nombre. Tampoco había querido que lo besase; recordaba lo frío que era al principio, como si estuviese a punto de darle un empujón para sacársela de encima. Pero no lo había hecho; algo en él deseaba que lo abrazaran, que lo besaran, y cuando empezó a devolverle los besos ella se había sentido como si nunca la hubiesen besado tan intensa y ávidamente.

Si no lo hubiese visto en el aparcamiento de los camiones, si él no hubiese ido a su casa a tranquilizarla, si no la hubiese besado, siempre lo habría recordado con un dolor y un pesar que nunca habría podido superar, pero no lo desearía. Pensar en él no le haría arrepentirse de hacer lo que sabía que debería hacer.

Después de acabarse la sopa, salió del bar y cogió un autobús que atravesó la ciudad hasta el Holiday Inn en el que se hospedaba. La ruta era bastante corta; tuvo que caminar sólo un par de manzanas. Se metió sola en aquel ascensor chirriante y subió hasta su planta. Al final del pasillo había un carrito de la limpieza, y desde la puerta abierta podía escuchar el zumbido de la aspiradora.

Metió la llave en la puerta y se quedó helada al abrirla.

– No grites. -Simon apareció de repente ante ella con una expresión enigmática.

Ella contuvo el grito justo en el momento en el que la atrajo hacia él y cerró la puerta, poniendo la cadena y echando el cerrojo.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le gritó muy enfadado.

– Ésta es mi habitación. Estaba a punto de hacerte la misma pregunta -dijo Andie tragando saliva.

Tiró el bolso al suelo y le echó los brazos alrededor del cuello. Las lágrimas le escocían los ojos y estuvo a punto de romper a llorar, pero pestañeó para contenerlas. Si no estuviese pensando en él justo entonces, pensando cuánto deseaba verlo, se hubiese reprimido, pero el alivio que sintió al oír su voz y el tacto de los fuertes músculos de su cuerpo contra el de ella eran demasiado intensos, y su deseo salió a la superficie. Quizá muriese pronto y quería poseerlo de nuevo antes de dejar este mundo. Se puso de puntillas y presionó sus labios contra los de él, gimiendo un poco al sentir el sabor y la suavidad que tan bien recordaba.

Cuando ella lo había besado en otras ocasiones, había dudado, pero esta vez no lo hizo. La apretó entre sus brazos y la giró, medio llevándola en volandas y empujándola por el baño hasta la zona principal de la habitación… donde estaba la cama.

Interrumpió el beso lo justo para agacharse, coger la colcha y tirarla al suelo y luego la tumbó en la cama junto a él.

Sus besos tenían todo el calor y la avidez que recordaba. La cubrió con el peso de todo su cuerpo, presionándola contra el colchón; Andie lo rodeó con sus piernas, y con sus muslos le abrazó las caderas. Muy despacio, él empezó a frotar su pene erecto contra ella mientras levantaba el torso lo suficiente como para empezar a sacarle el abrigo.

– Deberías estar segura antes de hacer esto -murmuró él cruzando su mirada con la de ella-. No hay vuelta atrás.

La intensidad de sus ojos entreabiertos la agitaba, la quemaba. Ella le sujetó la cara entre las manos tal y como había imaginado y se lanzó.

– Te quiero, Simon.

Quería decirlo al menos una vez, por si no tenía otra oportunidad. Quería que supiese que lo amaban, que lo apreciaban, que no estaba solo.

Entonces él flaqueó; de repente le fallaron los brazos, no querían sostener su peso. Cayó encima de ella, respirando con dificultad, frente contra frente.

– No tienes que decir eso -le murmuró con un tono tan humilde que le rompió el corazón.

– Es cierto. Cuando no quisiste llevarme conmigo me destrozaste. Lloré durante horas. -Le acarició el pelo con dulzura-. Apenas podía pensar de lo que me dolía y tuve que convencer a Rafael de que estaba enfadada porque me había dado cuenta de que no me amaba y que tú habías dicho que era demasiado complicada y que no me habías ni tocado.

Él levantó la cabeza y la miró fijamente, cara a cara.

– ¿Quieres decir que se lo tragó? -le preguntó incrédulo.

– Por supuesto. Tengo un talento natural para mentir -dijo sonriendo ligeramente.

– Maldita sea. Sabía que eras buena, pero eso lo supera todo.

– Gracias. -Y se rió mientras levantaba la cabeza para volver a saborear aquellos labios. Sintió cómo los de él se curvaban formando una sonrisa y se le estremeció el corazón.

Él le pellizcó delicadamente la barbilla y deslizó la mano para agarrarle el muslo y levantárselo.

– Saquémonos algo de ropa. Siento una enorme necesidad de follarte durante un rato.

– ¿Cuánto es durante un rato? -dijo mientras empezaba a desabrocharse la camisa, pero dejó de hacerlo para ocuparse de la de él, porque deseaba más sentir su piel que la suya propia-. ¿Quieres conseguir un récord personal?

– ¿Quieres decir más de cuatro horas? -Sacudió la cabeza, sonriendo-. No puedo. Esta vez no. Vayamos a por veinte minutos.

– ¡Cobarde! Sé que puedes hacerlo mejor. -No necesitaba veinte minutos, pensó mientras levantaba las caderas y se frotaba contra él buscando su erección. Cinco minutos bastarían. Todos sus músculos internos se contrajeron de repente al recordar lo que sentía cuando él entraba en su interior, empujando hasta el fondo. Su pene era lo suficientemente grueso como para sentir cómo se expandían sus tejidos internos, incluso entonces. ¿Qué sentiría ahora, cuando llevaba meses practicando el celibato? Era como si su libido se hubiese secado, porque ni siquiera había pensado en el sexo desde el accidente… Hasta que él apareció en su cocina y se dio cuenta de que no se había secado, simplemente había estado dormida porque estaba preocupada por otras cosas.

Le desabrochó la camisa y le quitó los pantalones. La enorme envergadura de su pecho y su ligera mata de pelo la excitaban; lo acarició con sus manos para que el pelo le hiciese cosquillas en las palmas y sus dedos encontrasen las planas monedas de sus pezones, con pequeñas protuberancias en su centro que se endurecían cuando ella la tocaba. Los pómulos de Simon tomaron un tono más intenso mientras se sujetaba sobre ella dejándole jugar.

Ya era suficiente. Le gustaba mucho, muchísimo su pecho, pero lo que más deseaba estaba en sus pantalones. Dejó los pezones y fue a por la hebilla del cinturón, que casi rompe al intentar abrirla.

– Cuidado con la cremallera… -consiguió decir, y luego recuperó su erección de su peligrosa avidez por liberarla. De repente estaba frenética y le golpeaba las manos en un esfuerzo para llegar a él.

– Rápido -murmuró Andie-. Dámelo ya.

– Tranquila. Te lo daré… Mierda. Espera un minuto.

– No. Date prisa.

– Quítate también la ropa.

Simon se echó a un lado y ella, impaciente, se puso de rodillas sobre él arrancándose la ropa y tirándola a un lado. En cuanto se hubo quitado los vaqueros y la ropa interior, los echó a un lado y se sentó a horcajadas sobre él, concentrándose en algo mucho más gratificante.

– Te quiero, Simon -le dijo mientras le agarraba el pene y lo guiaba entre sus piernas. Utilizó su nombre a propósito para reforzar que lo amaba a él, al hombre, no sólo al sexo que le daba. Su expectación candente le tensaba los músculos del estómago. Entonces descendió, sólo lo justo para que la hinchada cabeza presionase su orificio. La fuerte presión la quemaba a medida que su carne cedía, se abría y tomaba forma a su alrededor. Dolía, pero no le importaba. Andie empujó un poco, demasiado hambrienta, y luego se torturó a sí misma elevándose un poco.

Simon emitió una especie de gruñido y la agarró por la cadera, echándola hacia abajo con un rápido tirón que lo introdujo por completo dentro de ella. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos mientras saboreaba por un instante la penetración, luego relajó su abrazo y su cuerpo y una hermosa sonrisa se formó en su boca mientras le decía a ella:

– Ahí lo tienes. Coge lo que quieras, cariño. Es todo tuyo.

Capítulo 31

– ¿A qué has venido aquí? -le preguntó él.

– ¿Cómo me encontraste? -replicó ella.

Estaban tumbados desnudos en medio de la maraña de sábanas y almohadas, adormilados, relajados y por fin capaces de concentrarse en algo que no fuese acercarse lo máximo posible el uno al otro. Él todavía la abrazaba contra su costado, con la cabeza acurrucada en su hombro, como si todavía no pudiese soportar no tocarla.

Ambos eran nuevos en esto, en sentir una profunda alegría con otra persona. Andie tampoco podía dejar de tocarlo, atónita ante lo rápido que había cambiado todo entre ellos ahora que era libre para tocarlo y besarlo, para enterrar la cabeza en su cuello y aspirar el maravilloso calor y aroma de su piel. Seguía teniendo algunos episodios de irrealidad: ¿de verdad estaba allí con él? Su cuerpo había aceptado con gran deleite su presencia, pero su mente todavía no se había acostumbrado a este repentino cambio. El hombre que la había aterrorizado durante tantos meses, ahora era su amante. No sólo su amante, sino su amor. Aunque no fuese aconsejable, lo amaba. No tenían el consuelo de conocerse desde hacía años, de salir juntos y de aprender todos los detalles y las rarezas de la personalidad y los gustos. En lugar de eso, cada vez que se encontraban el contacto era intenso y cargado de emociones que ninguno de ellos tenía experiencia en manejarlas. Ella era tan aficionada como él en cuestiones amorosas, por lo que todo esto era difícil de asimilar.

Para empezar, se sentía aturdida. Borracha. Borracha de él, del sexo, del alivio, de la alegría y el dolor todo mezclado. Cuando él la tocaba se sentía querida -ella, Andie Butts/Drea Rousseau-, a la que nadie había querido en toda su vida, a quien nunca habían amado ni valorado. El darse cuenta de que él la valoraba, que se preocupaba por su placer, por su comodidad y bienestar, era casi más de lo que podía asimilar.

Igual de desconcertante era la profundidad y la fuerza con la que ella lo quería. Haría cualquier cosa para protegerlo, para cuidar de él y hacerle la vida más fácil. Si sentía esto por él, sólo podía imaginarse cómo sería ese sentimiento hacia ella, por parte de un hombre cuyo segundo nombre era «intenso» y cuyos instintos eran los de un depredador. ¿Cómo reaccionaría si ella intentase poner su propia vida en peligro? No muy bien, se temía. Ningún hombre reaccionaría bien, ni siquiera un hombre del montón, y él no era un hombre del montón en ningún aspecto.