Tendría que decirle por qué estaba allí. No lo engañaría. Esto tan nuevo y maravilloso que había entre ellos se merecía algo más, pero no ahora mismo. Por ahora, si él pensaba que había llegado el momento de las preguntas y las respuestas, entonces ella quería que respondiese a las suyas primero, para evitar que la distrajese después de obtener sus respuestas.
Andie apoyó la cabeza en su hombro, mirando hacia arriba, hacia su cara, mientras repasaba rápidamente las opciones.
– Aunque tuvieses un localizador en mi Explorer sólo podrías haberme seguido hasta el aparcamiento -dijo ella pensando en voz alta-. No sabrías qué aerolínea utilicé, qué vuelo tomé ni a donde. Supongo que si fueses un pirata informático lo suficientemente bueno…
– Lo soy -interrumpió él sin ningún tipo de ego ni fanfarronería, simplemente afirmando un hecho.
– Finalmente podrías averiguarlo, pero eso llevaría tiempo a menos que, por pura suerte, me encontrases en las primeras bases de datos que pirateases. Pero entonces, después de averiguar que había venido a Nueva York, tendrías que haber averiguado dónde me hospedo. Teniendo en cuenta el número de hoteles y de moteles que hay en esta zona, y que no tenías ni idea del nombre que utilizaría para registrarme, no hay manera posible de que me pudieses encontrar tan rápido con un ordenador.
Él no decía nada, sólo mantenía una expresión de interés mientras la observaba razonar la situación.
– Me has puesto un localizador -dijo ella-. Es la única explicación. No en el coche, sino en mí.
– También tengo uno en el Explorer -admitió sin vergüenza.
– ¿Y dónde está?
– Piénsalo lógicamente -dijo mientras sonreía divertido-. Encontrarás la respuesta.
– Estaría en algo que llevo conmigo. Mi bolso, pero las mujeres cambiamos de bolso cada dos por tres. Algo que llevo en el bolso. Vaya, mierda… mi móvil.
– La tecnología GPS es fantástica. Puedo localizarte con un margen de error de metros, y con el ordenador hasta puedo obtener la dirección en la que estás. Por ejemplo, ¿qué hacías en el edificio del FBI?
– Hablando con el FBI, evidentemente. -Acompañó el «evidentemente» con un giro de ojos, sólo para vacilarlo. Sospechaba que no lo habían vacilado en su vida y que necesitaba algo de alegría-. ¿Cómo pusiste el localizador en el móvil? ¿Cuándo le pusiste las manos encima?
– Hace meses. Entré en tu apartamento un día por la mañana temprano, mientras dormías.
Había estado en su apartamento, en su habitación -porque siempre tenía el bolso a mano, por si acaso- y no se había enterado. Si un relámpago inoportuno no lo hubiese iluminado en el aparcamiento del restaurante, nunca habría sabido que la había estado cuidando como un ángel guardián, a distancia pero asegurándose siempre de que estaba a salvo. Pero gracias a Dios apareció el relámpago; por él estaba allí ahora, rodeándola con sus brazos.
– No tenías que venir a Nueva York para hablar con el FBI -señaló-. Hay una oficina local en Kansas City.
– Pero ninguno de los agentes de Kansas había estado vigilando a Rafael -dijo-. Tenía que venir aquí.
– El FBI tiene teléfonos.
– Simon, tenía que venir aquí.
– Es peligroso que estés aquí -le dijo ignorando su tono de voz, que lo invitaba a dejar el tema. Se puso de lado para mirarla de frente, con lo que sus cuerpos quedaron pegados el uno contra el otro-. Aun con el pelo diferente, aunque no estés en la parte de la ciudad donde vive Salinas, no deberías estar aquí. Hay miles de personas en la calle que, de algún modo, están involucradas en sus negocios. Una buena parte de ellos te conocían de vista. El FBI los vigila; ellos vigilan al FBI. Salinas podría saber ya que una mujer que se parece mucho a ti se ha reunido con los federales.
En realidad no había pensado que hubiese gente en la calle fotografiando a todo aquel que entrase en el edificio federal, aunque debería haberlo hecho. Desde luego, habría partes externas interesadas envueltas en espionaje e inteligencia que estarían interesadas. Rafael… sí, también podía verlo llegar hasta ese punto. No había llegado al lugar que ocupaba en el mundo de la droga pasando por alto lo evidente. La confianza no existía, ni siquiera en su propia organización.
Él le agarró la barbilla con las manos y le levantó la cabeza para poder ver cualquier matiz de su expresión.
– Por tercera vez, ¿qué haces aquí? -Mantuvo la mano allí durante un tiempo y le pasó un mechón de cabello por detrás de la oreja.
– Ya lo sabes. -Suspiró y giró la mejilla contra su mano-. Haré lo que pueda hacer para ayudar a cogerlo. He pasado la mañana hablando con dos agentes, repasando cada detalle que recuerdo.
– ¿Por qué se está volviendo Salinas, en particular, tan importante? Mucha gente trafica con drogas. Son escoria, él es escoria. Es peor que otros, pero he conocido a otros que lo harían parecer un angelito.
Ese era un concepto aterrador. Andie se estremeció.
– Él es de quien sé cosas. Al resto no los conozco. Y saqué provecho de las drogas viviendo con él. Tengo que compensar eso, intentar hacer bien las cosas. -No le diría que se había ofrecido como cebo en una trampa del FBI. A los agentes Cotton y Jackson no les entusiasmaba la idea, por varias razones, y si la idea no maduraba no tenía sentido irritar a Simon para nada. Sospechaba que irritar a Simon podría ser algo peligroso… no para ella, pero no quería que volase por los aires todo el edificio Federal Plaza.
Pero si -y eran un gran si- a Cotton y Jackson se les ocurría algún plan, tendría que decírselo. Le costaba confiar en la gente y sobre todo en Simon. No abusaría de algo tan maravilloso y nuevo.
Hoy, sin embargo, no tenía nada que decirle. Durante el resto del día y de la noche, no tenía nada más importante que hacer que sencillamente estar con él. Puede que no les quedase mucho tiempo juntos, así que quería aprovecharlo al máximo.
Andie pasó de ser miserablemente infeliz a rebosar casi de alegría con la presencia de Simon. Echaron una siesta y volvieron a hacer el amor; para entonces la tarde ya había dado paso a la noche y ella tenía hambre. Después de ducharse -juntos- en la bañera mediocre y ligeramente manchada del hotel, fueron caminando hasta un restaurante italiano.
Simon no traía maleta, así que se puso la ropa que traía puesta. Andie aún no había deshecho las suyas, asumiendo que sus maletas estaban más limpias que los cajones del ropero, así que abrió la parte de arriba de una de ellas para buscar ropa interior limpia. De repente vio la caja de la peluca y se apresuró a cubrirla con una camisa. Gracias a Dios no había sacado la peluca para peinarla, además una caja de peluca era bastante pequeña, y…
– ¿Qué es eso? -le preguntó Simon con voz inexpresiva, apareciendo de repente sobre su hombro. Se acercó a la maleta y, con un dedo, levantó la camisa que cubría la caja de la peluca.
– Es una camisa -dijo Andie, aunque sabía muy bien que no le estaba preguntando por eso.
Él no respondió. Sacó la caja de la maleta, la abrió, sacó la peluca y la sacudió para que se estirase la larga cabellera rubia. La mantuvo en alto; los rizos sintéticos le cubrieron el antebrazo.
– No es el color exacto, pero se acerca -dijo él, todavía con un tono deliberadamente seco mientras miraba giraba a un lado y a otro la peluca para examinarla-. Y no es tan rizado. -Volvió a dejarla en la maleta y se dio la vuelta mirándola con los ojos entrecerrados-. Te equivocas si piensas que te voy a dejar actuar como cebo en una estúpida trampa que se han inventado los federales.
Andie se puso firme. Creía que estaba haciendo lo correcto, así que tenía que permanecer fiel a su decisión.
– Los federales no han inventado nada. Yo sugerí la idea… que ellos rechazaron. -No le dijo que lo que hacía no era asunto suyo, porque lo era, igual que él se había convertido en su asunto. Le había dado ese derecho cuando le había dicho que lo amaba.
– Perfecto. Todavía no he matado a ningún agente de la ley, pero ése sería un buen sitio por el que empezar.
Si la mayoría de la gente dijese algo así, se podría asumir que estaban exagerando y desahogándose. Pero con Simon no era así. Él afirmaba hechos y respaldaba sus afirmaciones. Andie le agarró la mano; él se dejó, pero no le devolvió el gesto.
Después le envolvió la mano entre las suyas y se la llevó al pecho, justo encima de la cicatriz que iba desde debajo de la clavícula hasta el final de la caja torácica. Una hora antes él había besado esa cicatriz con la ternura de una madre besando a un recién nacido, y sabía que ambos habían estado pensando en lo que le había ocurrido a Andie y en el milagro andante en que se había convertido.
– Tengo que pagar por esto -dijo ella suavemente-. Tenía un precio, y parte de este precio es hacer lo que pueda, todo lo que pueda, para detener a Rafael. No puedo dar media vuelta sin más y marcharme sin hacer nada sólo porque me haya enamorado de ti y no quiera nada más que pasar el resto de mi vida surcando el océano contigo, o sea lo que sea lo que tú hagas. Tengo que pagar esta deuda. Tengo que ganarme esta segunda oportunidad.
– Pues gánatela de otra manera. Trabaja en un comedor para los pobres. Dona todo el dinero a la beneficencia…
– Ya lo he hecho -dijo-, antes de venir aquí.
– ¿Estás dejando todo arreglado por si acaso no sobrevives?
Su sarcasmo añadía un borde afilado a las palabras, pero ella le dijo «Sí», y vio cómo se sobresaltaba. La reacción desapareció con tanta rapidez que podría haber sido una ilusión, pero ella lo conocía muy bien y su corazón sufría por él.
– No quiero hacer nada que me aparte de ti. Mañana tengo otra cita con los agentes y prometo, prometo, que si hay otra manera de hacerlo no arriesgaré mi vida.
– Eso no es suficiente. No quiero que te acerques a ellos, independientemente de si él pasa o no una hora en la cárcel o si muere rico y feliz a los noventa años. Ya te vi morir una vez. No puedo volver a hacerlo, Andie. No lo haré.
Le soltó la mano, se volvió y fue hacia la ventana, aunque la vista no era más que un estrecho callejón y la fachada posterior de otro edificio. Ella acabó de vestirse en silencio. No había nada que pudiese decir para tranquilizarlo a menos que le mintiese y era irónico que ella, la mentirosa profesional, no fuese capaz de traicionar su confianza. Lo había prometido con todas sus fuerzas; aparte de eso sólo podía esperar lo mejor.
Fueron al restaurante, donde comieron en silencio. No era un silencio malhumorado ni con resentimiento; era más bien como si ambos hubiesen dicho todo lo que tenían que decir y el resto fuese darle vueltas a lo mismo. Además, a Andie no le apetecía tener una conversación trivial, porque él no era esa clase de tipos; tampoco quería hacer planes para su futuro juntos cuando podía ser que no tuviesen futuro, lo cual la dejaba prácticamente sin nada que decir.
Pero al volver al hotel él la cogió de la mano y, después de desnudarse casi por completo, se sentaron en la cama, se apoyaron en el montón de almohadas y vieron la televisión. Ella se quedó dormida en medio de un programa con la cabeza apoyada en su estómago.
A la mañana siguiente llamó al agente Cotton y le pidió que se viesen fuera del edificio federal. La advertencia de Simon de que podía haber gente vigilando el edificio del FBI para ver quién entraba la había incomodado, igual que la incomodaba estar comprando y ver que el personal de seguridad de la planta la estaba observando. Sabía que no estaba haciendo nada malo, pero aun así no quería que la observaran; hacía saltar en ella una especie de alarma primitiva.
Lo que le más le molestaba era la posibilidad de que Rafael tuviese un informador trabajando allí y que ya supiera que alguien que decía ser su ex amante estuviera hablando con los agentes. Eso le daría tiempo para pensar y planear algo y ahorrarse el shock de volver a verla. Maldita sea, si tenía que sacrificarse esperaba que no fuese en vano.
– ¿Qué le parece en Madison Square Park? -sugirió Cotton-. Estaré por la zona, así que será un lugar agradable para hablar. Estaré esperándola junto a la estatua de Conkling a la una en punto.
Simon se fue a eso de las diez diciendo simplemente que iba a buscar su maleta y que volvería. Andie no sabía a donde tenía que ir, pero lo esperó hasta pasado el mediodía antes de marcharse, y él todavía no había vuelto. Escribió una nota y la dejó sobre la mesa. Él no tenía tarjeta para entrar en la habitación, pero eso no lo había detenido el día anterior, así que no le preocupaba que volviese y estuviese esperándola en el pasillo.
Hacía más calor que el día anterior y el viento transportaba voluminosas nubes por el cielo, pero se alegraba de haber traído el abrigo. Sumergió las manos en los bolsillos y se unió al enérgico paso de los habitantes de la ciudad, llegando al parque un poco antes de la hora. Fue hacia la esquina sureste, donde estaba la estatua de Conkling. No pensaba que el senador Conkling hubiese hecho nada importante aparte de morir congelado en la ventisca de 1888, pero evidentemente eso era suficiente para merecer una estatua.
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