Eso también le jodía. No le gustaba verse forzado a abandonar su país, pero al meterse en esto sabía que quizá nunca podría regresar. Si todo salía bien, quizá. Sólo el tiempo lo diría.

Si siguiese teniendo su apartamento en el mismo edificio que Salinas no habría ningún problema, pero lo había dejado hacía meses y se había mudado a San Francisco. De todas formas no tenía tiempo para conocer la rutina de Salinas, así que tendría que ponerse manos a la obra. Sacarlo a la luz no sería un problema, porque Salinas siempre estaba intentando contactar con él para otro golpe. Ahora nunca sabría cuál era el gran plan que Salinas tenía entre manos, pensó, y luego decidió olvidarlo porque no importaba. Salinas no viviría lo suficiente para verlo en marcha. En algún lugar del mundo, alguien viviría otro día más.

Tendría que dar un golpe en plena calle, lo cual aumentaba considerablemente los riesgos. Lo bueno era que todavía hacía frío como para llevar abrigo. Lo malo era que no sólo tenía que llevar el arma, sino también un silenciador, lo que aumentaría mucho la visibilidad de la pistola porque doblaba su longitud.

Tener que utilizar silenciador añadía todo tipo de complicaciones a su plan. Para empezar, usar una pistola significaba tener que estar cerca, y Salinas siempre estaba rodeado de sus hombres. Por su funcionamiento, un silenciador podía convertir una pistola semiautomática en una de tiro a tiro porque evitaba que la corredera se desbloquease; pero como una pistola implicaba tener que trabajar a corta distancia, tenía que tener disponible más de un tiro, por si acaso uno o más de los hombres de Salinas estuviesen lo suficientemente bien entrenados como para actuar ante la sorpresa y la confusión inicial. Necesitaría un silenciador avanzado que superase ese inconveniente, o tendría que utilizar otro tipo de arma.

Cuanto más silencioso fuese el disparo, más difícil les sería precisar la situación del tirador. Utilizaría un arma de menor calibre, pensó, un modelo con recarga automática y cañón fijo; sería más efectiva. Todavía no había visto ningún arma real que hiciese tan poco ruido como las de Hollywood, pero, con todo el ruido de la calle, el sonido resultante no sería reconocido de inmediato como un disparo. La mayoría de los transeúntes no tendrían ni idea de que habían oído un tiro, por lo menos al principio, porque ni era el «chisporroteo» que habían oído en las películas ni el fuerte crujido de un disparo sin silenciador. Cuando Salinas cayera y sus hombres lo agarrasen, los transeúntes se sentirían confusos y, o bien se arremolinarían a su alrededor para observar o estirarían el cuello para fisgonear, pero seguirían andando. Los hombres de Salinas prestarían más atención a los peatones, ya que se imaginarían que el tirador estaría entre ellos, intentando escabullirse. Pero él estaría en medio de ellos, delante de sus narices. Sin embargo, hasta entonces, tenía un montón de tareas que llevar a cabo.


Un poco después de mediodía, Rafael Salinas salió de su edificio de apartamentos rodeado por su habitual cuadrilla de siete hombres. El conductor había aparcado junto a la acera con el motor en marcha. Un tío con la melena atada con una cinta estrecha de cuero, salió primero, girando la cabeza en todas direcciones. Vigilaba la calle y a los peatones, aunque centraba casi toda su atención en los coches. Al no ver nada sospechoso, y sin girarse, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y siete hombres más salieron del edificio: Rafael Salinas caminaba en medio de seis hombres que utilizaban sus cuerpos para bloquear el tráfico de la acera y para que Salinas tuviese vía libre para ir desde la puerta del edificio hasta la puerta abierta de su coche. La gente se paraba, intentaba sortearlos y gruñía «¡Quitaos de en medio!» o incluso cosas peores a las que hacían caso omiso. Un hombre mayor encorvado que iba con un bastón estuvo a punto de perder el equilibrio.

Se oyó el retumbar de un autobús que pasaba por allí y luego un pum, apenas audible por encima del rugido del motor diesel. Rafael Salinas tropezó, estirando la mano como para agarrarse a sí mismo. Un segundo pum, justo después del primero, hizo que varias personas mirasen a su alrededor con curiosidad, preguntándose qué era ese ruido. Salinas cayó al suelo con un chorro rojo saliéndole del cuello.

El primer hombre que había salido del edificio se dio cuenta de que algo iba mal y se agachó mientras sacaba la mano de la chaqueta sosteniendo una semiautomática.

Pum.

El primer hombre, con una mancha de sangre en el pecho, se cayó contra el conductor. De su mano repentinamente débil cayó el arma, que resbaló por la acera. La gente se dio cuenta de que algo iba mal y empezaron a oírse unos cuantos gritos seguidos por una oleada de peatones corriendo o tirándose al suelo. Alguien empujó al señor del bastón, que aterrizó bajo el parachoques trasero del coche de Salinas con mitad del cuerpo en la acera y la otra mitad en la carretera y el bastón a varios metros de su mano estirada. Su arrugado rostro mostraba una expresión de susto mientras intentaba arrastrarse hasta su bastón, cayendo de bruces al suelo cuando se quedaba sin fuerzas.

– ¡Ahí esta! ¡A por él! -dijo uno de los hombres que quedaban señalando la calle, donde un hombre joven corría entre la multitud intentando alejarse lo máximo posible. Dos de los hombres de Salinas salieron corriendo tras él. Todos habían sacado ya las armas y apuntaban a una persona y luego a otra con una grave falta de disciplina. Rodearon a Rafael Salinas como si ahora pudiesen protegerlo, a pesar de la evidencia que tenían ante sus ojos. El chorro rojo de la garganta de Salinas había dejado de brotar; su corazón sólo había latido unas cuantas veces después de que lo hubiese alcanzado la primera bala. El segundo tiro, desviado por la repentina caída de Salinas, le había dado en el cuello.

El anciano intentó de nuevo ponerse de pie.

– Mi bastón -gimoteaba sin parar-, mi bastón.

– Aquí tiene su puto bastón -dijo uno de los matones lanzándoselo de una patada-. Fuera de aquí, abuelo.

El viejo recogió el bastón con sus manos enguantadas y temblorosas y, con dificultad, se puso de pie. Fue cojeando hasta situarse detrás del siguiente coche que había aparcado y permaneció allí mirando a su alrededor como si no entendiese lo que estaba pasando.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó varias veces-. ¿Qué ha ocurrido?

Nadie le prestaba atención. Empezaron a oírse sirenas a medida que la poli de Nueva York intentaba abrirse camino entre el tráfico. El anciano se mezcló entre la multitud y siguió caminando calle abajo… hacia el lugar del había venido. Quince minutos más tarde, un poli uniformado encontró el arma del crimen, una pistola con un silenciador unido al cañón tirada en el suelo bajo el coche de Rafael Salinas.


Simon llamó a Andie al móvil.

– Haz las maletas -le dijo en voz baja-. Nos vamos.

– ¿Nos vamos? Pero…

– Salinas está muerto. No tienes ningún motivo para quedarte aquí. Ahora haz las maletas porque tenemos que actuar rápido.

Medio paralizada, colgó el teléfono. Rafael estaba muerto.

No era estúpida, no tenían que explicarle las cosas. Horrorizada, se dio cuenta de lo que acababa de hacer Simon. Aturdida, reunió las cosas del baño y las metió en una maleta; como aún no la había deshecho, sólo tardó unos minutos en terminar.

Simon apareció por la puerta media hora después. La expresión fija y hermética de su cara no la invitaba a hacer preguntas. Cogió las maletas y ella lo siguió en silencio, con una mirada tan fría como la de él.

Dos horas más tarde estaban despegando de un aeródromo privado en Nueva Jersey con Simon en el asiento del piloto. Andie nunca había volado en un avión tan pequeño y no le gustaba. Iba inmóvil como una roca y agarrada con las manos al borde del asiento, como pudiese mantener el avión en el aire agarrándose con fuerza. El sol del atardecer estaba a las dos en punto en su ventana, lo cual le indicaba que se dirigían al suroeste.

A medida que pasaba el tiempo y el avión no se caía, fue liberándose del terror que la había paralizado. Entonces consiguió decir:

– ¿Adónde vamos?

– A México. Lo más lejos posible.

Asimiló aquello mientras miraba su perfil impertérrito. No estaba enfadado con ella, pero se había encerrado en sí mismo y ella intentaba desesperadamente llegar a él.

– No tengo pasaporte -dijo finalmente.

– Sí lo tienes -respondió él-. Está en mi bolsa.

El silencio volvió a instalarse entre ellos, un silencio que no se veía capaz de superar ni siquiera cuando tomaron tierra para repostar combustible. La vida como la había conocido hasta entonces había terminado, y pensó que, probablemente, no habría marcha atrás. A Simon lo buscarían por asesinato y no le dejaría correr el riesgo de pasar por la sala de un tribunal. Había hecho aquello por ella; no dejaría que sacrificase nada más, ni un solo minuto de libertad, pasase lo que pasase.

Pasase lo que pasase.


– No se va a creer esto -dijo el técnico girándose en su asiento-. Esa cámara no funciona.

– ¿Cómo? -Jackson giró sobre sí mismo sin dar crédito. Casi podía sentir cómo se le ponía el pelo de punta a medida que lo invadía la cólera-. ¿Me está diciendo que la transmisión que más necesitamos es de la única cámara de la ciudad que no funciona y que nadie se ha dado cuenta? ¿Cómo no pueden darse cuenta de que hay una puta pantalla en blanco?

– Porque la puta pantalla no está en blanco -le respondió el técnico acalorado y molesto-. No te metas en lo mío, colega. -Volvió a girarse y empezó a teclear comandos como un loco-. Aquí está, venga aquí y véalo usted mismo. Mire. -Señaló la pantalla, a las imágenes en blanco y negro sin voz que se movían con un propósito desconocido.

Jackson hizo un esfuerzo por refrenar su impaciencia. Cabreando a este tío no conseguiría nada y, quienquiera que fuese, el que había a matado a Salinas merecía un monumento. No convertiría esto en una cruzada personal, pero aun así tenía que llevar a cabo la investigación.

– ¿Ésa es la cámara?

– Eso es.

– A mí me parece que está funcionando -dijo Jackson eliminando el sarcasmo hasta que apenas fue apreciable.

– Eso es porque no está prestando atención, agente especial. -Al técnico se le daba tan bien el sarcasmo como a Jackson-. Vale, ahí. ¿Ve a este tío al que se le cae el maletín? -Paró la imagen, rebobinó y volvió a pasarla. Jackson observó a un hombre de negocios corpulento que intentaba equilibrar una bebida, un perrito caliente y llevar su maleta sin detenerse. Cuando todo empezó a resbalar, cogió la bebida y el perrito caliente y el maletín se le cayó sobre los pies y salió disparado por la acera.

– Lo veo. ¿Qué le pasa?

– Siga observando. Avanzaré a cámara rápida.

El técnico pulsó una tecla y la gente de la pantalla empezó a correr como hormigas. Unos diez minutos después pulsó otra tecla y volvió a la velocidad normal. Pasados unos minutos, Jackson volvió a ver al hombre de negocios corpulento sacrificando su maletín.

– Mierda-dijo-. ¡Mierda! ¡Es un puto bucle!

– Así es, es un puto bucle. Alguien entró en el sistema, capturó la señal y volvió a introducirla. Fuese quien fuese es muy bueno, es todo lo que puedo decir.

– Gracias por su ayuda -le dijo Cotton con un tono tranquilo lanzándole una mirada inescrutable-, señor…

– Jensen. Scott Jensen.

– Señor Jensen. Volveremos a ponernos en contacto con usted si nos surge alguna pregunta, pero imagino que de momento ya tiene bastante trabajo.

– No hay de qué -dijo Scottie Jensen en un tono un tanto arisco, y luego volvió a su teclado.

Jackson parecía estupefacto ante el hecho de que Cotton no hubiese seguido una pista que definitivamente debería ser investigada, pero disimuló su reacción. Mientras volvían en silencio al coche, una expresión pensativa sustituyó a la de agitación.

Lo que estaba pensando estaba ahí afuera… ahí afuera. El Rick Cotton que conocía era un tío que seguía las normas al pie de la letra, era más correcto que nadie que hubiese conocido. No tenía ninguna prueba y si le contaba sus sospechas a alguien de la Agencia se reirían de él. Lo único que tenía era su instinto, y lo estaba llamando a gritos.

No dijo nada, no entonces. Guardó silencio hasta que volvieron al Federal Plaza e hicieron todos los trámites esperados. Los detalles no dejaban de darle vueltas en la cabeza, matices de expresiones que había visto, el horario. Todo encajaba. No podía demostrar nada… maldita sea, no sabía que quisiese que algo fuese demostrable ni que quisiese actuar aunque lo fuese, pero sabía lo que había ocurrido en el fondo de su ser.

Y Cotton también.