¿Qué estaba pasando? Ella nunca perdía el control; utilizaba el sexo para controlar a los hombres, para conseguir de ellos lo que quería. ¿Qué le pasaba que dejaba que este hombre la asustara hasta el punto de que todas sus defensas se vinieran abajo? Vale, él era algo así como el rey de los tipos duros, pero ella había tratado con tipos duros toda su vida y si había aprendido algo era que, cuando la cabeza pequeña se levantaba y se hacía con el control, la cabeza grande dejaba de pensar.
Parecía que a él eso no le había pasado pero, si tuviera la oportunidad, ella podría hacerle perder el control; sabía que podía. Quería que él se sintiera tan indefenso como ella, quería verlo violento y excitado y temblando, que estuviera a su merced en lugar de estar ella a la suya, pero no tendría piedad con él, no más de la que él había tenido con ella.
Llegó al borde de la cama, la soltó y la tiró sobre el colchón. Para cuando ella dejó de botar, él ya se había quitado casi toda la ropa y ella aguantó la respiración mientras se quitaba el resto. Desnudo, parecía fuerte y musculado, casi delgado. Tenía poco pelo en el pecho y había estado desnudo bajo el sol porque estaba completamente moreno. Por alguna razón, el hecho de pensar en él desnudo y relajado, adormilado al sol, hizo que su estómago y sus nervios se echaran a temblar.
Se inclinó sobre ella y tiró de su blusa hacia arriba, quitándosela y dejándole sólo puestos los letales tacones. Su oscura mirada opalescente se clavó rápidamente en sus pechos, una mirada tan cargada de interés viril que sus pezones se irguieron como si se los hubiera lamido. Ella se sacudió, luchando contra una inexplicable necesidad de cerrar los brazos sobre sus pechos para protegerlos. En cierto modo se sentía más expuesta, más vulnerable, más desnuda, cuando él la miraba.
Extendiendo la mano, hizo un trazo suave alrededor de cada uno de sus pezones, a continuación puso una mano a cada lado de ella y se inclinó para lamerle los pechos por turnos, su boca tocándola tan suavemente que sentía más el calor que la presión.
Su aliento se entrecortó y su cuerpo se arqueó hacia arriba, buscando más que lo que él le estaba dando.
Con desesperación, buscó a tientas su erección, queriendo, necesitando hacerse con parte del poder, equilibrar las balanzas. Sus dedos se cerraron alrededor de su gruesa verga y una décima de segundo después su férrea mano sujetaba su muñeca, separando con firmeza su mano de él.
– No -dijo tan tranquilamente como si ella le hubiera ofrecido una tostada.
– Sí -insistió ella imprudentemente, buscándolo de nuevo-. Quiero tenerte en mi boca. -Según su experiencia, ningún hombre podía resistirse a esa oferta.
Pero la dura línea de sus labios se curvó, sonriendo levemente mientras agarraba su mano y la anclaba a la cama con su férreo agarre.
– ¿Quieres hacer que me corra? Tienes prisa por librarte de mí.
Drea alzó la mirada hacia él, con sus sentimientos enredados en un torbellino tal de lujuria e ira, unidos al omnipresente miedo, que la hacía temblar.
Le sujetó también la otra mano, asiéndola con firmeza mientras se ponía encima de ella y obtenía lo que quería.
Las horas siguientes eran una imagen borrosa de lujuria y sexo y fatiga, aunque algunos momentos eran claros como el cristal. Tras el tercer orgasmo intentó zafarse de él, exhausta y sobreestimulada e incapaz de aguantar más.
– Déjame en paz -dijo enfadada, pegándole en las manos mientras él la atraía de nuevo hacia él, y él se rió.
Se rió de verdad.
Ella se quedó mirando fijamente la curva de su boca, el fogonazo de sus dientes blancos, anticipando la manera en que los músculos de su estómago se contraerían y sus nalgas descenderían y ella regresaría rápidamente al oscuro pozo de ardiente deseo que había descubierto. Ningún otro hombre había prestado jamás tanta atención a sus necesidades antes que a sí mismo, ninguno había estado tanto rato sobre su cuerpo como él, con sus lentas caricias y sus calientes besos. Para ella, los orgasmos eran algo que fingía con los hombres y que se proporcionaba a sí misma cuando estaba sola, y eso había sido en parte elección propia porque no podía concentrarse en proporcionar el máximo placer al tipo si estaba distraída con sus propias reacciones.
Él había hecho con ella lo que ella habitualmente hacía, había asumido su rol, centrándose en ella y proporcionándole tanto placer que se sentía ligeramente borracha de satisfacción. Él se había contenido, deteniéndose varias veces cuando estaba a punto de correrse y, finalmente, la tensión se notaba. Su pelo estaba empapado en sudor, su cara tenía una expresión dura y concentrada; sus ojos brillaban con una intención tan ardiente que su piel se podría haber abrasado mientras la miraba.
Hasta que se rió y, durante un instante, lo vio relajado e incluso por un momento -un momento muy breve- con la guardia baja.
No la había besado en la boca. Había besado prácticamente todas las otras partes de su cuerpo pero no su boca y, de repente, lo deseó más que cualquier otra de las cosas que le había hecho. Impulsivamente, extendió la mano y le tocó la cara, sus dedos se deslizaron con suavidad por la dura línea de su mandíbula sintiendo la casi imperceptible aspereza de su vello y el calor de su piel. Sus oscuras cejas se arquearon ligeramente, interrogantes, como si su caricia le pareciera extraña. Drea se rindió al deseo, irguiéndose y acercando su cara a la de él.
Durante otro de esos gélidos instantes, lo sintió tan inmóvil como una piedra, como si se estuviera obligando a sí mismo a no separarla, y sintió que algo le oprimía el pecho, como si estuviera esperando el momento en que él rechazara su beso.
Pero no lo hizo y ella, vacilando, inclinó la cabeza para hacer el contacto más estrecho. Sus labios eran suaves y cálidos; su cálida fragancia la invadió, la incitó, la hizo pasar de la satisfacción a la necesidad. Él no había abierto su boca para ella y ella lo deseaba, pero casi le daba miedo pedir más. Se atrevió a rozar levemente con su lengua aquellos suaves labios.
De repente, él le estaba devolviendo el beso, arrebatándole el control y presionándola de nuevo contra el colchón, con su pesado cuerpo sobre ella. La besó como si una bestia primigenia dentro de él se hubiese soltado de su correa y quisiera devorarla, su boca hambrienta y caliente pidiendo más, su lengua danzando con la de ella y obligándola a darle más. Ella se aferró a él rodeándolo con los brazos y las piernas y se abandonó a la tormenta que había provocado.
En otro momento, tendida exhausta y medio desnuda, se dio cuenta de que no sabía su nombre. Ese desconocimiento le dolió en algún lugar profundo dentro de ella que no dejaba tocar a nadie. La forma en que él la había besado la envalentonó, dejó reposar su mano sobre el pecho de él mientras estaba tendido cómodamente a su lado. El ritmo de su corazón se aceleró y se hizo más fuerte bajo sus dedos y ella aplastó su mano sobre él como si pudiera conectarse a ese latido de vida.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó con una voz dulce y somnolienta.
Tras unos instantes de silencio, como si él estuviera sopesando las razones de la pregunta, dijo tranquila y desdeñosamente:
– No necesitas saberlo.
En silencio, ella retiró la mano de su pecho y se acurrucó en su sitio. Deseaba saltar a horcajadas sobre él y provocarlo, darle la lata, sacarle la información, pero una de las reglas que había desarrollado con los años era la de no dar la lata, la de ser siempre agradable, y esa forma de actuar, o de no actuar, estaba tan arraigada dentro de ella que no fue capaz de insistir.
Sin embargo, su falta de confianza le sentó mal. Se sentía como si se hubiera creado entre ellos algún extraño vínculo aunque era obvio que él no sentía lo mismo. Él era un asesino, simple y llanamente, y permanecía en la cima de su profesión a base de no confiar en nadie.
Poco después, levantó la cabeza para mirar el reloj, y Drea hizo lo mismo. Ya casi habían pasado cuatro horas.
– Ya -dijo con un tono más áspero y profundo mientras se ponía encima de ella, separando sus rodillas y colocándose sobre ella, dentro de ella.
Sus músculos se tensaron y un gemido sofocado retumbó en su garganta, en su pecho. Se estremeció, como si poder dejar a un lado su autocontrol fuera un placer tan intenso que rozase el dolor.
Ella se quedó sin respiración por la energía de su invasión. Estaba inflamada y bastante dolorida por todo lo que le había hecho y eso era lo que le faltaba.
– Todavía nos queda una hora -se oyó decir a sí misma y se avergonzó para sus adentros del leve tono de súplica de su voz.
Una expresión cínica endureció su mirada:
– Salinas no me concederá las cinco horas completas -respondió, empezando a empujar más intensa y profundamente.
Era como si se hubiese roto una presa y la energía que había estado contenida saliera de repente disparada. Todo lo que podía hacer era pegarse a él y tratar de capear el temporal, ser igual de generosa con su cuerpo como él lo había sido con el suyo -y sorprenderse, todavía una vez más, por una respuesta de la que jamás habría creído capaz a su cuerpo. Él se puso tenso y empezó a correrse, los gemidos salían de su garganta mientras arremetía contra ella con un potente ritmo. Ella cerró las piernas alrededor de él y se arqueó hacia arriba. Sus propios y primigenios sonidos de placer rasgaron el aire cuando su orgasmo siguió al de él.
Cuando sus cuerpos se tranquilizaron, él se desenredó con dificultad e inmediatamente se separó.
– ¿Puedo usar tu ducha? -preguntó mientras se dirigía hacia el baño.
Drea buscó su voz y susurró:
– Claro. -Un permiso inútil teniendo en cuenta que ya había cerrado la puerta tras él.
Permaneció entre las sábanas revueltas, sabiendo que debía levantarse pero incapaz de transformar el pensamiento en acción. Notaba el cuerpo pesado y sin fuerza, sus párpados estaban entornados por el cansancio. Pensamientos inconexos aparecían y desaparecían. Todo había cambiado, y todavía no sabía exactamente cómo. Desde luego, su tiempo al lado de Rafael se había terminado o estaba a punto de hacerlo, y necesitaba pensar en ello, en qué debía hacer. Sabía lo que quería y eso era algo tan nuevo, tan extraño para ella que apenas podía creérselo.
Salió del baño en diez minutos, con el pelo húmedo y la piel oliendo a su jabón. Comenzó a vestirse en silencio, con una expresión tranquila y lejana, como si estuviera inmerso en sus pensamientos. Ella lo miraba bebiéndose cada centímetro, esperando que la mirara. Lo que habían compartido durante las últimas horas había sido tan intenso que apenas podía recordar cómo había sido su vida antes, un punto de inflexión tan claramente dibujado que era como si todo lo anterior estuviera en las sombras del blanco y negro y lo posterior en tecnicolor.
Ella esperaba, él todavía estaba en silencio. Esperaba, segura de que cuando acabara de vestirse la miraría y le diría… ¿qué? No sabía qué quería que le dijera, sólo sabía que aquel dolor estaba creciendo de nuevo en su pecho, un dolor que amenazaba con ahogarla. No podía continuar con Rafael. Quería más, quería ser más, quería… Dios, quería a este hombre, tan intensamente que no podía permitirse darse plena cuenta de la envergadura y la profundidad del sentimiento.
Él se volvió hacia la puerta sin decir nada y, presa del pánico, ella se irguió súbitamente, sujetando firmemente la sábana a su pecho. No se podía ir de la misma manera que Rafael, como si ella no significara nada, como si ella no fuera nada.
– Llévame contigo -le soltó, volviendo a sentir la humillante quemazón de las lágrimas.
Él se detuvo con la mano en la manilla de la puerta, mirando finalmente hacia ella, con las cejas juntas frunciendo ligeramente el ceño.
– ¿Por qué? -preguntó como con una remota perplejidad, como si no pudiera entender por qué a ella se le había ocurrido una idea tan descabellada-. Una vez es suficiente. -A continuación, se fue, y Drea se quedó en la cama, inmóvil. Se fue tan silenciosamente que ni siquiera oyó abrir ni cerrar la puerta del apartamento, aunque sentía su ausencia, sabía el momento exacto en el que se había ido.
El silencio se cernió sobre ella, profundo y como una tumba. Había cosas que necesitaba hacer, se daba cuenta de ello, pero hacerlas realmente estaba fuera de su alcance. Todo lo que podía hacer era quedarse allí sentada, casi sin respirar, pensando en el desastre en que se había convertido su vida de repente. La habían jodido, en todos los sentidos de la palabra.
Capítulo 3
Cuando el asesino abandonó el ático de Salinas, no cogió el ascensor. En lugar de ello, se dirigió sigilosamente a grandes zancadas hacia una de las escaleras y bajó cuatro pisos. Sacando una llave de su bolsillo, abrió la puerta del apartamento de lujo que había alquilado durante un par de meses. Tenía que vivir en algún sitio y, aunque se mudaba con frecuencia, le gustaba estar cómodo. Cuando no le quedaba más remedio, podía pasar -y pasaba- largos periodos de miserable incomodidad, pero éste no era el caso. Además, le divertía vivir justo debajo de las narices de Salinas.
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