El silencio lo envolvió como una manta de bienvenida. Únicamente cuando estaba solo se relajaba -al menos más de lo que se relajaba habitualmente-. Las paredes estaban vacías, no porque no se pudiera permitir comprar muebles, sino porque le gustaba el espacio, el vacío. Tenía un sitio para dormir y un sitio para sentarse. Tenía una televisión y un ordenador. La cocina tenía lo justo para arreglárselas. No necesitaba nada más.

Cuando se fuera de aquí, limpiaría todo antes con un disolvente para eliminar cualquier huella que hubiera dejado, luego donaría todos los muebles a la beneficencia. Finalmente, haría que un servicio de limpieza profesional limpiara el apartamento y sería como si él nunca hubiera estado allí.

Se llevaría parte de su ropa aunque, al igual que los muebles, solamente se ponía las cosas unas cuantas veces antes de donarlas. Si un astuto equipo de tecnología forense encontraba un hilo que se le hubiera pasado por alto a él mismo y después al equipo de limpieza, y por un colosal golpe de suerte por parte de los investigadores daban con él, ninguna prenda de su guardarropa encajaría con el hilo.

Su ordenador era su talón de Aquiles, pero no podía realizar las investigaciones previas a cada trabajo sin él, así que hacía lo que podía para reducir el riesgo limpiando el disco duro periódicamente. Después lo desinstalaba e instalaba uno nuevo. Como medida de precaución final, destruía físicamente el disco duro antiguo. Sus rutinas de seguridad le quitaban tiempo, pero simplemente formaban parte de su vida. No se preocupaba por ello, simplemente lo hacía.

Viajaba ligero de equipaje, y viajaba rápido. No tenía apego sentimental a nada, así que no había nada de lo que no pudiera separarse. En cuanto a las personas… eran muy parecidas a sus pertenencias: temporales. Había gente a la que tenía cariño, de manera distante, pero nadie que le provocase ningún tipo de emoción fuerte. Ni siquiera se enfadaba, porque le parecía una pérdida de tiempo. Si el asunto tenía poca importancia, se alejaba; si se trataba de algo que tenía que solucionar, lo hacía con tranquilidad y de forma eficiente, y no perdía el tiempo preocupándose por las cosas después.

Ser un asesino no era algo que le preocupara ni de lo que estuviera orgulloso; simplemente era lo que él era. El asesino era un hombre que se conocía a sí mismo y aceptaba ese conocimiento. No sentía lo que el resto de las personas sentían; las emociones, para él, eran suaves y distantes. Por eso nunca nada anulaba su cerebro. Era tremendamente inteligente y físicamente era fuerte y rápido, con la extraordinaria coordinación óculo-manual que todos los tiradores realmente magníficos poseían. Todo en él encajaba perfectamente con la profesión que había elegido.

Aunque no podía tener principios propiamente dichos -los principios parecían implicar algún tipo de guía moral- sí tenía reglas. Su regla número uno era no matar nunca a un policía. Nunca. Bajo ningún concepto. Nada atraería toda la ira de la ley hacia él tan rápidamente como el haber hecho daño a uno de los suyos. Tampoco aceptaría nunca un caso relacionado con asuntos sentimentales porque no sólo eran engorrosos sino porque además solían ser poco rentables. Sus principales objetivos estaban relacionados con los bajos fondos del crimen, el espionaje industrial o la política. Los primeros, a la policía le traían sin cuidado, la segunda categoría solía ser discreta, y él nunca aceptaba un trabajo relacionado con la política en este país. Eso hacía que su vida se mantuviera tan ordenada y poco complicada como era posible.

Entró en su cuarto y se quitó la ropa, la tiró en una cesta dentro del armario, a continuación entró desnudo en el baño y cuidadosamente retiró el látex color piel de los lóbulos de las orejas. Cambiaba su apariencia constantemente con pequeños retoques, con la teoría de que nunca se era demasiado prudente. Hoy en día las cámaras de seguridad estaban por todas partes, gracias a los cabrones de los terroristas. Él siempre hacía sus deberes y localizaba los lugares más obvios para la instalación de cámaras, asumiendo que lo estaban grabando y calculando los ángulos.

Se podía haber duchado aquí, en lugar de en el baño de Drea, pero ella era bastante más astuta de lo que quería hacer creer a la gente. A menos que se tratase de una emergencia, no mucha gente renunciaría a una ducha tras cuatro horas de sexo -a menos que supieran que muy pronto se podrían dar una ducha en algún otro lugar, tal vez en algún otro lugar en ese mismo edificio-. Ella no podía haber llegado a esa conclusión, pero él no había querido darle siquiera la oportunidad de hacerlo. No había que infravalorar a nadie que fuera lo suficientemente listo como para engañar a Salinas.

La tarde había sido… satisfactoria. Muy satisfactoria. No sólo había aprendido muchas cosas sobre Salinas, sino que había sobrepasado los límites de su propio autocontrol y había obtenido un gran placer por ello. Quería saber hasta qué punto Salinas lo necesitaba y la respuesta era obvia: mucho -hasta el punto de que Salinas había consentido en compartir a su mujer, lo que iba en contra de los fundamentos de su tradición, de su posición y de su ego-. El único caso en que alguien con la posición de Salinas entregaría a su mujer sería si se hubiera cansado de ella, y el asesino tenía clarísimo que ése no era el caso.

La identidad de su último objetivo, un importante traficante de drogas de México, había despertado la curiosidad del asesino. Salinas era un importante distribuidor, pero sus actividades dentro de la cadena del narcotráfico estaban relacionadas con la distribución final. Los traficantes de drogas estaban constantemente deshaciéndose unos de otros, pero que un distribuidor quisiera eliminar a un proveedor era… raro. Algo más estaba pasando, algo que podía resultar muy lucrativo para un hombre que era el mejor en lo que él hacía.

El asesino había sopesado minuciosamente todas las perspectivas y posibilidades y había ideado una manera de enterarse de lo que quería saber. Si la respuesta era «sí», entonces Salinas pronto necesitaría desesperadamente los servicios del asesino, lo que significaba que el asesino podría fijar el precio del trabajo. Si la respuesta era «no», no pasaba nada porque, aunque hubiera tenido que cumplir su amenaza implícita de no volver a trabajar para Salinas, nunca faltaban trabajos. De hecho, había un excedente de gente que quería que él matase a otras personas. Económicamente, para él no había ningún inconveniente, y una respuesta afirmativa también le proporcionaba un extra físico: Drea.

Era un hombre solitario por naturaleza, pero no era ningún monje. Le gustaban las mujeres y le gustaba el sexo, aunque los consideraba en gran medida como consideraba su propio bienestar físico: algo de lo que podría prescindir si fuera necesario. Normalmente, se mantenía alejado de las mujeres de otros hombres porque la situación podía complicarse y no quería atraer demasiado la atención sobre sí mismo. Pero había algo en Drea que había suscitado su interés desde la primera vez que la había visto.

No era su aspecto. Él no tenía un tipo concreto de mujer, pero al mismo tiempo nunca le habría llamado la atención una de esas mujeres objeto delgadas, exuberantes y con largas melenas. Sin embargo, la atracción que había sentido por ella había sido inmediata e intensa. Supuso que la atracción sexual anulaba los factores negativos y decidió echar un segundo vistazo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que, a pesar de su aspecto y su manera de actuar, estaba lejos de ser tonta.

Lo que había hecho que se diera cuenta de ello no era algo que ella hubiera hecho, la verdad. Tenía que admitir que su comportamiento era irreprochable. Más bien había sido el aumento de su propio estado de alerta hacia ella. Siempre había sido, por naturaleza y por la práctica, un gran observador; su instinto depredador leía con precisión los mínimos cambios de expresión del lenguaje corporal. No podía decir con exactitud lo que lo había puesto alerta, sólo que de repente supo que bajo todo aquel cabello había un cerebro inteligente que estaba manejando a Salinas como si fuera un violín.

Se dio cuenta de que eso no había hecho más que aumentar tanto su atracción como su admiración por sus dotes interpretativas. No lo estaba estafando, no tenía duda alguna de que Salinas estaba obteniendo un buen servicio a cambio de su dinero, aunque indudablemente ella se estaba arriesgando. Salinas no dudaría en matarla si llegara a albergar la más mínima duda sobre ella.

El asesino respetaba a los supervivientes, y Drea era uno de ellos. Cuando vio la oportunidad de tenerla, no lo dudó.

Su primera reacción lo sorprendió ligeramente. Las mujeres como ella, que comerciaban con su belleza y con su cuerpo para conseguir lo que podían de hombres como Salinas, normalmente veían el sexo como una mercancía. Al principio creyó que su rechazo era sólo un número para satisfacer el ego de Salinas, pero cuando resultó obvio que estaba realmente aterrorizada, mentalmente se encogió de hombros y decidió abandonar. Ya había obtenido lo que buscaba simplemente con la reacción de Salinas.

Cuando ella salió corriendo hacia el balcón él ya se estaba yendo, pero un extraño impulso le hizo ir hacia ella. Parecía lo suficientemente aterrorizada para saltar, y él no quería eso. Salir afuera había sido arriesgado -joder, los del FBI debían de tener a Salinas constantemente vigilado- pero al final mereció la pena. Había acariciado su brazo y había sentido la quemazón y el chisporroteo de una conexión eléctrica y pasados unos segundos ella había respondido; todavía estaba asustada, pero había sentido esa potente energía al igual que él.

Le gustaba tomarse su tiempo con el sexo, pero lo de hoy había sido algo fuera de lo normal. Una vez que Drea hubo dejado a un lado su pánico, se había vuelto lo suficientemente ardiente como para abrasarlo. Por la intensidad de su respuesta, él se había dado cuenta de lo sedienta que estaba de atenciones, de mostrarse como realmente era, lo mucho que necesitaba que la tocaran en lugar de ser ella la que tocase. Salinas debía de ser un amante pésimo, egoísta y vago para tener a una mujer tan hambrienta.

A pesar de lo agradable que había sido la tarde, el asesino no pensaba repetir. Como le había dicho a ella, una vez era suficiente. Ahora desaparecería hasta que Salinas volviera a ponerse de nuevo en contacto con él, y se centraría en darle la vuelta a la situación para sacar provecho de ella financieramente.

Cuarenta minutos después, un anciano con los hombros encorvados y con un andar ligeramente tambaleante salió por la entrada principal. Llevaba un bastón para apoyarse mientras se dirigía hacia la acera y esperaba a que el portero le parase un taxi.

Allá arriba, Xavier Jackson y Rick Cotton vieron salir al hombre. Lo habían visto entrar y salir ya varias veces antes y, tras una investigación rutinaria, habían sabido que era un inquilino del edificio, por lo que su interés se desvaneció rápidamente.

Capítulo 4

El muy cabrón tenía razón; Rafael volvería antes.

Drea se obligó a salir de la cama; notaba las piernas pesadas y agarrotadas y se sentía muy sensible por dentro. Se tambaleó y se agarró a la cama buscando apoyo, los dientes le castañeteaban por causa del frío que sentía en su interior. El hielo se había congelado en sus venas, era un frío que inundaba todas las células de su cuerpo y la congelaba desde dentro.

Nunca antes había tenido tanto frío, pero no podía permitirse el lujo de acurrucarse bajo las mantas. Tenía que hacer algo para evitar el desastre y la única idea que le venía a la mente era una opción remota. Colocó cuidadosamente las sábanas y las almohadas, a continuación fue a la cocina y cogió un bote de Febreze. Volvió al cuarto y roció las sábanas antes de ajustarlas y poner el edredón de seda en su sitio. Amontonó los cojines decorativos sobre la cama en su orden habitual y, a continuación, roció la habitación y el baño con el ambientador. Quizá sólo eran imaginaciones suyas, pero juraría que allí olía a él.

¿Por qué tenía tanto frío? Sentía el aire helado, pero no tenía tiempo de pararse a ajustar el termostato. Tras devolver el Febreze a la cocina, juntó toda la ropa esparcida y metió las prendas en el baño con ella, donde las tiró descuidadamente al suelo, como solía hacer. Después, abrió el agua de la ducha, hasta que estuvo tan caliente como era capaz de soportar, se metió dentro y se enjabonó con rapidez, eliminando el olor y la pegajosidad. Finalmente, el agua la hizo entrar un poco en calor.

¡Piensa! Tenía que pensar.

No era capaz. La rabia bullía dentro de ella como el alquitrán espeso, cubriendo su cerebro con una gélida negrura. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¡Estúpida, estúpida, estúpida! Estaba enfadada consigo misma. A esas alturas ya tendría que haber dejado de creer en esa mierda de cuentos de hadas de ser felices para siempre, pero pasaba unas horas con un tío cualquiera que sabía usar su polla y lo único que se le ocurría era pedirle que la llevara con él. No, no era simplemente «un tío cualquiera», era un hombre que mataba con la facilidad con que la gente se lavaba los dientes.