El ridículo oprimió su pecho hasta que se sintió al borde de la asfixia. ¿Qué se había creído? ¿Que porque él había ido poco a poco y se lo había tomado con calma asegurándose de que se corriese, se había enamorado de ella? Sí, claro. Su técnica era diferente, eso era todo. Como cualquier otro hombre con los que había estado, una vez que hubo conseguido lo que quería, perdió el interés.
La humillación la estaba devorando como un animal hambriento. ¿Por qué no había podido simplemente disfrutar del sexo y haber evitado involucrarse emocionalmente? En lugar de ello, había actuado como la niña ingenua y estúpida que había sido con quince años, cuando creía que un hombre le solucionaría la vida en lugar de joder más las cosas. Por lo menos la juventud había servido de excusa la primera vez que se había convertido en una estúpida por culpa de un hombre y había acabado sola y embarazada -y luego solamente sola-. Ahora no. Esta vez no.
Se enjuagó y salió de la ducha y, a pesar de que le provocaba una repugnancia casi nauseabunda, se obligó a sí misma a usar la toalla que el asesino había utilizado. Rafael se fijaba en los detalles, y demasiadas toallas podrían ser una prueba obvia.
Sentía las ráfagas del aire acondicionado gélidas en su piel desnuda y comenzó a temblar de nuevo mientras se secaba el cabello húmedo con la misma toalla, que ya estaba demasiado húmeda para servir de algo. Lanzando la toalla hacia un lado, cogió el grueso albornoz que estaba colgado de una percha y se lo puso, a continuación se dirigió hacia el tocador de mármol para coger su cepillo y peinarse.
Mientras miraba fijamente el espejo, se dio cuenta de que tenía la cara húmeda y, con sorpresa ausente, se dio cuenta de que estaba llorando. Otra vez. Dos veces en un solo día debía de ser un récord para ella.
No lloraría por ello. Llorar no ayudaba una mierda. Aun así se secó las lágrimas de las mejillas.
Volvieron a brotar. Se quedó allí de pie, mirando a la mujer del espejo y los lentos surcos de lágrimas deslizándose por su cara y tuvo la desorientadora sensación de que estaba mirando a otra persona, a alguien que había desaparecido hacía mucho tiempo. Su cara estaba pálida, la expresión de sus ojos era dura. Sin maquillaje y con la larga melena retirada de la cara, ella era la mujer cuyo bebé había muerto y se había llevado todos sus sueños con él.
Drea huyó del baño, asfixiada de amargura. Tenía que secarse el pelo y maquillarse, ponerse lo más guapa y sexy posible, pero no se sentía capaz. Mirarse en el espejo el tiempo suficiente para hacerlo -no podía.
La inercia la llevó hacia la sala, donde sus fuerzas flaquearon y se detuvo, con la cabeza caída como un juguete de cuerda con un muelle roto. ¿Y ahora qué? ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía hacer?
Estaba helada. Un frío mortal parecía atravesarla y enroscarse alrededor de ella, convirtiendo su temblor en escalofríos que hacían castañetear sus dientes. Aunque el suelo estaba enmoquetado, sus pies desnudos estaban helados y sin sangre, el esmalte de color magenta contrastaba con su piel sin color. Odiaba el color de aquel esmalte, odiaba cómo se había visto cuando él le había puesto los pies sobre sus hombros.
Un sonido primigenio y gutural brotó de su pecho mientras ella intentaba alejar el recuerdo, y se dirigió tambaleante hacia las puertas correderas y hacia el balcón, hacia la calidez que éste ofrecía.
Apenas era capaz de sentir el tranquilizador calor de las baldosas de piedra bajo sus pies. Además del calor, el balcón también ofrecía recuerdos que no quería, que no podía soportar. Evitó mirar hacia la barandilla en la que había estado antes y en lugar de ello se hundió en el suelo embaldosado y apoyó la espalda contra la pared. El brillante sol había calentado también los ladrillos y el reconfortante calor empezó a penetrar en su piel. Dejando escapar un gemido de alivio, acercó las piernas hacia el pecho y se tapó con el albornoz, cubriéndose por completo, y se inclinó hacia adelante para apoyar la frente en las rodillas.
Los asfixiantes sollozos fluyeron libremente, nacidos de una desesperación tan profunda que no alcanzaba a entenderla, igual que su propia reacción. ¿Qué le sucedía? Nunca se dejaba llevar de esa manera; ella siempre estaba maniobrando, dirigiendo, buscando una oportunidad. Necesitaba reponerse, hacer un esfuerzo para seducir a Rafael.
¡No! La palabra brotó desde su subconsciente, retumbando en todo su cuerpo. La ferocidad de la instintiva reacción la sorprendió; ella nunca se permitía tener sentimientos tan intensos hacia nada. Entonces, llegó a una conclusión en su interior y sintió que se trataba de un hecho incuestionable. Ella y Rafael habían terminado, se había acabado. Él la había prestado como si no fuera nadie para él: como si no fuera nadie, punto.
Lo odiaba, lo odiaba incluso más que a sí misma. Se había subyugado a él por completo, se había mordido la lengua y había sonreído y le había seguido la corriente, no importaba lo que quisiera. ¿Y para qué? ¿Para que la tratase como si fuera una vulgar ramera? Tembló con una necesidad primitiva de hacerle daño, de ver su sangre, de maltratarlo físicamente y morderlo y arañarlo.
No podía hacerlo; lo sabía. Sus gorilas la matarían en el acto o se la llevarían a rastras para hacer lo que quisieran con ella. El hecho de admitir su propia impotencia en relación a él era, si cabía, más mortificante.
La parte cruelmente lógica de su cerebro le ordenaba que se tranquilizara y que simplemente se hiciera cargo de la situación. Pero ella no parecía ser capaz de acabar con todos esos turbulentos sentimientos. Eran como olas gigantes que se estrellaban contra sus muros protectores y estaba a punto de hundirse por tercera vez.
Rafael tenía que pagárselas. No sabía cómo, pero tenía que hacer que se las pagara. No podría vivir si dejaba que se fuera habiéndola hundido en la mierda de la manera que lo había hecho. No importaba hasta qué punto la maltratara la vida, ella siempre se las había arreglado para convencerse de que, por lo menos, no se había visto obligada a prostituirse. Se había considerado la amante de Rafael, no su puta, lo que probablemente era hilar demasiado fino, pero desde su punto de vista era un hilo fino jodidamente importante.
Esa ilusión ya no la reconfortaba. Para él, ella no era más que un bien con el que comerciar a cambio de un servicio, y el espejo en el que se reflejaba le devolvía sólo lo que él veía. Todo su cuerpo se estremecía por la intensidad de sus sollozos, su garganta estaba sometida a una presión tal que empezaba a asfixiarse, pero tenía el estómago vacío y los espasmos le producían sólo arcadas secas.
Finalmente lo oyó entrar, cerrando la puerta más ruidosamente de lo que solía hacerlo, como si quisiera poner de manifiesto su falta de remordimientos. Había preferido quedarse con los servicios del asesino antes que con ella y…
El amargo pensamiento tartamudeó hasta detenerse, y por un momento sintió que se le congelaba el cerebro en un repentino arrebato de lucidez. Había preferido quedarse con los servicios del asesino… Había alguien más a quien quería matar con la suficiente desesperación que se había tragado su orgullo y había regalado -prestado- a su amante a otro hombre. Tal vez eso significaba que la valoraba más de lo que sus actos parecían indicar; tal vez eso le proporcionaba una ventaja.
Era como si su cerebro estuviera lleno de pegajosa melaza; antes de que hubiera tenido tiempo de adentrarse en sus pensamientos, Rafael atravesó las puertas correderas abiertas y llegó al balcón, deteniéndose al verla.
– ¿Por qué estás aquí fuera?
Su tono era tan trivial que una rabia densa y sulfúrea renació dentro de ella, y tuvo que apretar los puños bajo los pliegues del albornoz para evitar lanzarse sobre él y arañarle los ojos con las uñas. Inspiró profundamente, luchando por controlarse, luchando por pensar. Tenía que hacer algo, decir algo.
Levantó la cabeza y él se estremeció, abriendo los ojos con sorpresa. Drea tenía muy claro el aspecto que tenía, con los ojos hinchados y la cara hecha un desastre. Nunca antes había dejado que Rafael la viera sin estar menos que perfecta, pero esta vez no le importaba su aspecto.
En otra repentina ráfaga de lucidez, quizá más asombrosa que la primera, supo exactamente lo que iba a hacer, lo que tenía que decir. La envergadura del plan era tan asombrosa que si dudaba podría acobardarse. Rafael tenía que pagárselas, y ella sabía exactamente cómo lograría que lo hiciera.
Inspiró profundamente, estremeciéndose, y abrazándose.
– Lo siento -dijo, mientras las lágrimas surcaban de nuevo su rostro por el esfuerzo que le costaba pedirle disculpas a ese cabrón-. No sabía… No sabía que te habías can… cansado de mí.
Su voz se quebró y se cubrió el rostro con las manos, mientras sus hombros subían y bajaban a causa de los sollozos.
Oyó el roce de sus zapatos en las baldosas mientras se acercaba. Entonces hubo un momento de duda, como si él tampoco supiera qué hacer o como si lo supiera pero no quisiera hacerlo. Finalmente, puso la mano sobre su hombro:
– Drea… -empezó.
Drea se separó de él, incapaz de soportar siquiera un roce suyo accidental.
– No, no hagas eso -dijo toscamente.
Se secó la cara con la manga del albornoz.
– No quiero tu compasión.
Más lágrimas rodaron para ocupar el lugar de las que había enjugado.
– Sabía que no me amabas -susurró-, pero yo… yo pensaba que tenía una oportunidad, pensaba que algún día lo harías. Supongo que ahora lo tengo más claro, ¿no?
Sus labios y su barbilla temblaron mientras clavaba la vista en el infinito, aunque la mayor parte de la vista estaba bloqueada por la pared. No se atrevía a mirarlo directamente, temerosa de que descubriera en sus ojos el tremendo odio que sentía por él. Gracias a Dios, esas condenadas y estúpidas lágrimas no paraban, aunque tuviera que hacer creer a Rafael que estaba llorando por él, en vez de por…
No. No estaba llorando por ese puto asesino. No quería saber por qué lloraba, pero definitivamente no era por él. Quizá se había vuelto loca, o algo así. Pero, loca o no, lo haría por todo lo que se merecía. Se estaba aprovechando del ego de Rafael, aprovechándose de que se sentiría tan halagado porque al final ella se hubiera enamorado de él, que sería capaz de creerse toda la mierda que ella le estaba soltando.
Se puso en cuclillas a su lado y sus oscuros ojos buscaron su cara. Drea continuó mirando al frente y se secó la cara una vez más. Tal vez no podía hacer nada más con lo que había sucedido hoy, pero tenía la maldita certeza de que haría algo con Rafael Salinas, o moriría en el intento.
– ¿Te hizo daño? -preguntó finalmente Rafael, en voz baja, con tono apagado y con un deje diferente al que le había oído utilizar hasta ahora.
No se paró a pensar, simplemente se dejó llevar por su instinto:
– Ni me tocó. Yo me enfadé y él se fue. Dijo que no merecía la pena tomarse la molestia, así que se marchó.
Sonrió fugazmente con amargura.
– Supongo que todavía le debes los cien mil dólares. Lo siento.
Rafael era latino; saber que el asesino había practicado el sexo con ella haría que él perdiese todo su interés en ella, quizá hasta tal punto que ni siquiera intentaría seguir con ella. No estaba lista para marcharse, todavía no, así que dejaría que pensara que no había pasado nada.
– ¿Ni te tocó? -Ahora el tono de Rafael revelaba pura sorpresa.
– Ahora ya sois dos, ¿no? Él tampoco me quiso.
Ella no quería decir eso, el tono de rencor era demasiado agudo y violento, pero las palabras brotaron de ella. Lamentó haber dejado entrever hasta ese punto sus verdaderos sentimientos, aunque el sentimiento era auténtico y eso aportaría mayor realismo.
Una vez era suficiente.
Bueno, aunque él bajase al infierno y volviese, una vez era más que suficiente para ella. Ahora sabía lo que había estado haciendo: jugando a algún tipo de juego con Rafael, uno tan sutil que Rafael no tenía ni puta idea de que se suponía que él también estaba en el campo. Era un juego de supremacía sexual y el asesino había ganado, dándole tal sobredosis de placer que se había vuelto loca y había acabado pidiéndole que la llevara con él. Había caído de cabeza en la estupidez, y ni había recuperado el raciocinio ni había sido capaz de detener ese estúpido llanto.
La angustia la invadió de nuevo, con energías renovadas y poderosa, y enterró la cara contra sus rodillas dobladas mientras lloraba.
Rafael se inclinó a su lado, como si no pudiera decidir qué hacer. Nada en su relación lo había preparado para esto; Drea siempre había sido complaciente, sonriente, superficial y ornamental. Nunca la había visto enfadada, ni siquiera molesta. Sería capaz de apostar que él pensaba que a ella no le interesaba nada más que ir de compras, a la peluquería y a hacerse la manicura, aunque ella había hecho un gran esfuerzo para hacerle creer eso.
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