Finalmente, dijo:
– Voy a traerte un vaso de agua. -Y desapareció dentro.
¡Agua!, como si un vaso de agua fuera a tranquilizarla. Estaba disgustada, no sedienta. Aun así el gesto quería decir algo, porque Rafael nunca llevaba nada a nadie; siempre era al revés, el resto le servía a él.
Había ido a buscar algo más que un vaso de agua, ella sabía que estaba buscando en el ático algún indicio de que le había mentido. Mentalmente, recorrió todo lo que había hecho, preguntándose si se había olvidado de algo.
Volvió al balcón y se agachó de nuevo a su lado.
– Toma -dijo-. Bebe un poco de agua.
Las lágrimas habían remitido lo suficiente para hacerle pensar que podía hablar, así que Drea levantó la cabeza y se secó la cara antes de coger el vaso y beber un trago a la fuerza.
– Iba a hacer las maletas -dijo con tristeza, con la garganta tan cerrada que fue apenas inteligible-. Pero no tengo nin… ningún sitio adonde ir. Empezaré a buscar un lugar, si me dejas que… quedarme un par de días.
– No tienes por qué irte -dijo poniéndole de nuevo la mano sobre el hombro-. No quiero que te vayas.
– Tú no me quieres -dijo ella, moviendo la cabeza y mirando finalmente hacia él, o por lo menos en su dirección; su vista estaba tan borrosa por las lágrimas que él era sólo una forma indefinida. Le tembló la voz, pero tragó saliva y se las arregló para continuar-. Me… me entregaste a él. Me podrías haber dicho simplemente que me fuera, no tenías por qué hacer eso. Tal vez tendría que haberme dado cuenta de que te estabas cansando de mí, pero supongo que tenía tantas esperanzas puestas en que llegaras a amarme que… -Se interrumpió a sí misma, agitando la cabeza-. No importa.
– No quiero que te vayas -insistió Rafael-. Nunca tendré… Mira, me tenía entre la espada y la pared, y lo sabía. -Miró alrededor, como valorando su vulnerabilidad a las escuchas electrónicas y dijo con impaciencia-: Vamos adentro, no podemos hablar aquí.
Drea dejó que la ayudara a levantarse y que la condujera hacia adentro, con la mano descansando posesivamente en su cintura. El triunfo rugió dentro de ella, llevándose las lágrimas, al menos por ahora. ¡Sí! Había comprado el tiempo necesario para llevar su plan a la acción. Sólo tenía que ocultar sus verdaderos sentimientos durante un poco más de tiempo, pero tenía tanta práctica que no le resultaría difícil.
Rafael lo pagaría, y lo pagaría muy caro.
– ¿Qué te parece? -preguntó Xavier Jackson, sorprendido, parpadeando ante lo que el micrófono parabólico acababa de recoger.
La calidad del sonido no era perfecta por culpa del viento, la distancia y otros factores, pero el programa informático podía eliminar muchas de las interferencias.
– Creo que necesitamos averiguar quién es el hombre misterioso -respondió Cotton-, ya que es lo suficientemente importante para hacer que Salinas comparta a su novia. ¿Todavía no ha salido del edificio?
– Si lo ha hecho, no nos hemos dado cuenta. De todos modos, tampoco lo vimos entrar. En ningún momento.
– Entonces, o hay un túnel, o está disfrazado.
– Descarto lo del túnel -dijo Jackson en tono sarcástico.
Había todo tipo de túneles abandonados en la ciudad. Ninguna de sus copias de planos de la ciudad mostraban ningún túnel allí, pero eso no significaba que no lo hubiese. Tendrían que comprobarlo, aunque él creía que el hombre se había disfrazado. Vería todos los vídeos de vigilancia y compararía a cada una de las personas que hubieran salido, con el vídeo que tenía del hombre en el balcón.
– Me pregunto por qué la novia está intentando convencer a Salinas de que no ha pasado nada entre ella y ese tío, cuando es evidente que Salinas la entregó a él.
– ¿Quién sabe? -Cotton suspiró frotándose la cabeza con la mano, frustrado-. Eso impide que lo utilicemos para sobornarla, porque aunque Salinas se enterase de que estuvieron haciendo guarrerías, fue él mismo quien hizo la invitación. Que se vaya todo al infierno.
Ambos se quedaron mirando la pantalla del ordenador con frustración, aunque en ese momento en ella se veía exactamente lo que tenían: nada.
Capítulo 5
Rafael Salinas abrió sigilosamente la puerta de la habitación de Drea y se dirigió hacia su cama. Había estado en esa habitación muy pocas veces, aunque hacía que sus hombres la registraran a menudo para asegurarse de que no se traía nada entre manos. La decoración que ella había elegido era tan recargada y cursi que resultaba empalagosa, y normalmente a él no le gustaba que le recordaran que su amante tenía tan mal gusto. Esta noche, por algún motivo, el exceso no sólo no le molestó sino que, por alguna extraña razón, incluso le conmovió. Su cuarto era como el cuarto de una niña a la que su complaciente madre le hubiera permitido decorarlo como quisiera, casi inocente en su exuberancia.
Ella estaba dormida, tumbada de lado de espaldas a la puerta, enroscada en un hermético nudo en el borde de la cama. Parecía más pequeña de lo habitual, como si hubiera encogido. La luz del vestíbulo se reflejaba en la ligeramente exótica forma de sus pómulos, enredados en la pesada maraña de su cabello rizado. Había llorado hasta desfallecer, e incluso en la oscuridad él era capaz de intuir la hinchazón de sus ojos.
No era un hombre inseguro; eso era para tontos y cobardes que no sabían ni lo que estaban haciendo, ni tenían las agallas suficientes para hacer lo que querían. Aun así, por primera vez en muchos años -décadas- se sentía paralizado por la duda.
Una mezcla homogénea de pánico, ira y confusión se revolvía en su barriga. ¿Cómo podía haber sucedido? ¿Por qué, de entre tanta gente, se sentía así por Drea?
Se sentó en la silla que estaba al lado de la cama, mirándola contrariado. Llevaba dos años con él, más que ninguna otra mujer, pero sólo porque era apacible y poco exigente. Él no tenía ni tiempo ni paciencia para aguantar quejas, pucheros ni exigencias. Sin embargo, estar con Drea era fácil; era tranquila, ligeramente boba y no le interesaba nada más que ir de compras y estar guapa. Nunca montaba ningún drama, no había rabietas, no exigía regalos caros o, peor aún, su tiempo. Nunca le había prestado mucha atención, simplemente estaba allí, siempre sonriente y complaciente cuando él tenía ganas de sexo.
Si hubiera tenido que reflexionar sobre ello, sin embargo, habría llegado a la conclusión de que el sexo era la única razón por la que estaba con ella. No quería que ese cabrón la tuviera, eso estaba claro, porque ningún hombre con cojones compartía a su mujer, pero sus opciones eran limitadas, y todas ellas malas. Si hubiera dicho que no, que era lo que en realidad su orgullo y su ego deseaban, habría perdido los valiosísimos servicios del asesino -servicios que necesitaría urgentemente cuando llegara el momento oportuno-. También existía la posibilidad real de que el asesino se tomase de forma personal su negativa y, aunque Rafael no tenía miedo de nadie, era lo suficientemente listo para saber que había personas a las que no convenía tocarles los cojones, y el asesino era una de ellas.
Así que se había tragado su orgullo y su carácter y había cedido; y eso no le había gustado una mierda. Había estado dándole vueltas toda la tarde, imaginándose a su mujer desnuda con otro hombre, e incluso se había sorprendido a sí mismo preguntándose si la polla del asesino sería mayor que la suya. Él no tenía que preocuparse por mierdas como ésa, así que le molestó la ligera inquietud que la duda le había provocado. Él tenía el dinero y el poder, y eso era lo que les importaba a las mujeres como Drea.
Pero aunque había visto la sorpresa reflejada en sus ojos cuando había accedido a entregarla al asesino, no creía que en realidad le importase demasiado. Después de todo, el sexo era su moneda de cambio. No era para tanto, ¿no?
Parte de él estaba convencido de que la encontraría limándose las uñas o viendo aquel condenado canal de compras que tanto adoraba, tan tranquila como siempre. En lugar de ello, se la había encontrado acurrucada en el balcón, llorando desconsoladamente. Eso le hizo sentirse como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Su aspecto le había dejado de piedra: tenía el pelo mojado y peinado hacia atrás, no llevaba maquillaje, sus ojos estaban hinchados a causa del llanto. Su rostro estaba pálido y con rojeces, como si estuviera conmocionada, y la expresión de sus ojos…
Destrozada. Era la única palabra que se le ocurría para describirla. Parecía destrozada.
Al principio pensó que había sido maltratada físicamente, que el muy cabrón era de esos que se excitaban haciendo daño a las mujeres, y una vez más Rafael se quedó atónito por una reacción inesperada, esta vez la suya: estaba furioso por el hecho de que alguien pudiera hacer daño a algo suyo, así de simple, le habían hecho daño a la inocente Drea. No importaba lo que le costara, ahora o en el futuro. Haría que dieran caza al asesino y que lo mataran.
Pero eso no era lo que había ocurrido. Ella estaba destrozada porque eso demostraba que él, Rafael, no la quería, y le había hecho abandonar la esperanza de que pudiese llegar a quererla algún día. Hizo encajar las piezas mentalmente, sintiéndose como si le hubieran dado otro puñetazo en el estómago.
El último golpe fue el que lo remató, acabando con él. Drea lo amaba.
Rafael todavía no se hacía a la idea. El amor no formaba parte del trato. Pero ahí estaba, pensando en dejarlo porque ahora sabía que él no la amaba y no tenía ninguna esperanza de que llegara a hacerlo nunca. El asesino ni la había tocado. Por muy increíble que pareciera no tenía por qué haber mentido porque él lo había organizado, se lo esperaba. No tenía nada que ocultarle, nada que necesitara ser ocultado. La desconfianza formaba parte de su naturaleza, por eso había revisado el ático. Ninguna de las camas parecía haber sido utilizada. Drea, recién salida de la ducha, el baño todavía húmedo, la ropa que había tenido puesta tirada en el suelo como siempre y una toalla usada hecha un gurruño. Tuvo que asumir que decía la verdad.
Se sentía traicionado porque ella no era como él se había esperado, como lo que estaba acostumbrado a tener. Ella no estaba con él por conveniencia, dinero y protección, o por cualquiera de las otras razones por las que las mujeres como ella normalmente enganchaban a un hombre. Estaba con él porque lo amaba. Se sentía confundido, y furioso, y -¡joder!- halagado. No quería sentirse halagado, quería que todo fuera exactamente como era antes. No debería preocuparle que ella lo amase, pero así era.
No debería preocuparle que se fuera; la podía sustituir fácilmente por otra. Las mujeres siempre acudían a él, nunca había tenido que salir a buscar una. Él lo sabía…, lo sabía y, sin embargo, sólo pensar en la posibilidad de perderla le hacía ponerse enfermo de pánico. ¡Él, Rafael Salinas, preocupándose por una mujer! Era como para reírse. Y sin embargo así era: él no quería perderla. No quería otra mujer. Quería a Drea. Quería comprarle ropa y zapatos y darle dinero para que se comprase todos los caprichos estúpidos que quisiera y, sobre todo, quería que ella lo amase. Eso era lo más ridículo del asunto, que él estaba dispuesto a todo si ella lo amaba, si alguien lo amaba.
Lentamente, sentado en la penumbra, empezó a pensar que tal vez se había enamorado de ella. No era posible, pero ¿cómo si no podía explicar ese sentimiento de pánico, esa confusión, ese dolor? No había querido a nadie o a nada desde que era un niño, cuando vivía en los peores barrios de Los Ángeles, donde había aprendido que tener aprecio a alguien solamente servía para dar a tus enemigos un arma para usar en tu contra. Tenía que dejar de pensar así, cambiar de idea ya.
Pero ese sentimiento que hacía latir aceleradamente su corazón y saltar su estómago era embriagador y, por primera vez en su vida, entendió por qué la gente hacía estupideces cuando estaba enamorada. Esa extraña mezcla de euforia y terror actuaba sobre él como una misteriosa droga, tan instantáneamente adictiva que ya necesitaba más.
Drea se movió, atrayendo su atención hacia la cama. Un suave dolor se instaló en su pecho mientras la observaba girarse y elevar de nuevo las piernas formando una hermética curva, como si incluso mientras dormía intentara protegerse, hacerse pequeña e insignificante. Ella lo necesitaba, pensó, lo necesitaba para hacer de intermediario entre ella y el mundo para que se sintiera a salvo. Alguien como ella, ingenua, dulce y crédula, sería una presa fácil si estuviera sola.
O no estaba profundamente dormida, o la intensidad de su mirada la despertó. Abrió los ojos y, durante un momento, pareció no verlo sentado entre las sombras. Miró hacia la puerta abierta, parpadeó un par de veces y luego se frotó los ojos. Cuando lo vio, pronunció una exclamación en voz baja que todavía sonaba exhausta y ronca por culpa del llanto.
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